Ángela Piedras Yegros

Si tuviera que hacer una lista con mis personas preferidas, estas serían Lope de Vega, Isabel la Católica, Alaska y Bridget Jones, por distintos motivos, y no necesariamente en ese orden.

Aunque de origen pacense, llevo más de media vida en la capital, desde que, al borde de la adolescencia, corriera para dejar atrás los caminos por los que tanto había pisado, asfixiada de lo familiar, ansiosa por explorar nuevos universos excitantes y desconocidos. Pero no todos los comienzos resultan sencillos y, con frecuencia, me vi perdida, atrapada en un destino que no era lo que quería, presa del anhelo de la persona que había sido y de lo que había dejado atrás. Una vocación imprecisa fruto de una orientación profesional pobre derivó en un proyecto laboral poco o nada gratificante.

Tras años de deambular dando palos de ciego en el intento desesperado de reconducir la vida que me arrastraba, amenazando con establecerse en lo que tendría que llamar futuro, di con algo que llevaba mucho tiempo ahí, pero que hasta entonces no había encontrado la manera de integrar. La literatura, que había sido el motor de mi existencia, se mostraba al fin para iluminar mis días.

Desoyendo con esfuerzo las recomendaciones que sin opción al diálogo me instaban a decantarme por una oposición, llegué temerosa de haberme equivocado el primer día de clase de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Pero esas dudas solo permanecieron conmigo unos minutos, hasta que el profesor Ángel G. Galiano, con esa luz en la mirada que desprenden las personas que se desviven por lo que hacen, quiso saber por qué no habíamos elegido convertirnos en gente de provecho. Imposible describir ese momento de felicidad infinita, de lágrimas que te inundan los ojos, de certeza absoluta de al fin haber encontrado el lugar; no puede haber un comienzo mejor. La literatura me iba a salvar la vida, ¿por qué no lo había visto antes?

A la lista de antes tendría que sumar inevitablemente a la mayor parte de los profesores que tuve la suerte de conocer durante esos años de universidad, entre los que están Andrés Amorós, Antonio Garrido, Ángel G. Galiano, Fernando R. Lafuente o J.Mª Díez Borque. Profesores a los que admiro de manera extraordinaria y hacia los que profeso una gran devoción: ellos me han enseñado, inspirado, motivado y, gracias a ellos, he conseguido que lo único por lo que siento verdadera pasión sea el centro de mi vida.

Después de la universidad vino el máster de Edición de Santillana y, luego, los primeros trabajos para editoriales, primero como correctora y luego como editora. Y aunque nada me gustaría más que, literalmente, vivir del cuento, me siento muy afortunada de haber hallado la manera de ser feliz todos los días. Porque la literatura no es otra cosa que la defensa contra las ofensas de la vida, como ya afirmara Cesare Pavese.

Pero no es lo único que me entusiasma. También está Irlanda, que me acogió y me cuidó, que fue mi hogar cuando tanto necesitaba un clavo ardiendo al que aferrarme. El inmenso campo verde, las ruinas por doquier, las cuatro estaciones en un solo día, la lluvia, el arcoíris, la Guinness, la "ginger hair people", el "hurling", la música celta. La maravillosa, hospitalaria y extrovertida gente irlandesa. El sitio al que siempre quiero regresar.

Y, por supuesto, mi querida Extremadura: el inicio de todo, mis raíces, su cultura y tradiciones, su historia, sus rincones, sus paisajes naturales. El regreso a los orígenes, el lugar del que procedo. Cuna de poetas que son fuente de inspiración. La tierra a la que pertenezco, esencia de lo que soy. Ya Aristóteles nos advertía de que no hay nada nuevo bajo el sol y, más tarde, Ortega incidía en que todas las vidas están vividas y todas las historias están contadas. Pero, en cualquier caso, por qué no probar a contar tu propia versión desde un punto de vista distinto, con una voz diferente. Hacer sublime lo cotidiano. Eso es la literatura: hacer magia con las palabras.

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