Hacia algún lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, cuando aprieta la canícula y las chicharras cantan con más ganas, emprendemos un viaje en coche lejos de los destinos más demandados por los turistas estivales: ni playa ni montaña; directos a la meseta.

Como cada mes de julio desde hace 45 años, Almagro se viste de gala para recibir a los amantes del teatro que buscan deleitarse con el sinfín de obras que la ciudad ofrece en lo que es el festival de teatro clásico más importante del mundo de habla hispana. Palacios, conventos, iglesias, la antigua universidad, calles y plazas, ermitas, un silo y el corral son los escenarios en los que durante veinticinco días se derrocharán risas y lágrimas, amores, venganzas, chanzas y escarnios como si no hubiera un mañana, este año compartiendo cartel con Uruguay como país invitado.

Entre los siglos XV y XVII se dieron una serie de circunstancias significativas que impulsaron la vida de este lugar. La llegada de órdenes religiosas favoreció que se crearan iglesias y conventos, y el traslado de los banqueros alemanes Fugger, vinculados con las minas de Almadén, la construcción de casas señoriales. Todo ello dio lugar a la ampliación y mejora de los servicios e instalaciones de una villa que comenzaba a destacar. Hasta el punto de que un siglo más tarde, gracias al conde de Valparaíso, ministro de Hacienda y muy involucrado en el desarrollo de la comarca, Almagro se haría con el título de capital de la provincia de La Mancha. Después se lo arrebataría Ciudad Real, pero a cambio obtuvo la denominación de ciudad.

Llegaría después un período de decadencia y olvido en el que el polvo cubriría los antiguos méritos cosechados. Pero el siglo XX se ocupa de llevar a cabo una concienzuda labor de embellecimiento y restauración de edificios, y se declara conjunto histórico-artístico para ofrecernos la encantadora y colorida ciudad que nunca nos cansamos de visitar, con sus calles empedradas, sus tradiciones, sus encajes, sus bolillos, su queso y sus berenjenas.

Con unos soportales franqueados por ochenta y una columnas toscanas de piedra caliza que llevan siglos sujetando una suerte de verdes galerías, una de las plazas más bonitas de España nos sustenta la sombra tan buscada en estas fechas. Allí, junto a la casa del Señorío de Molina, con su fachada barroca con el escudo del arcipreste de la Orden de Calatrava, el corral de comedias, construido en el siglo XVII y restaurado en la década de 1950.

En su interior, ventanales, travesaños de madera de color teja y sillas de enea hacen que seamos transportados a un mundo maravilloso en el que nos absorbe sin remedio el pacto de ficción: «Ya se apaga la platea, ya se enciende el escenario». Tras las balconadas suenan las voces del viejo, la alcahueta, la muchacha, el sacristán, el soldado y el galán, todo el elenco de habituales que hacen acto de presencia para deleite del espectador, que los recibe con la risa floja, la lágrima fácil y las emociones a flor de piel.

El mundo entre esas cuatro paredes parece detenerse. Es volver al pavo de los quince y a las excursiones culturales de fin de curso. Es ese mismo escenario y esos mismos actores, y un grupo de chavales amontonados en el gallinero contemplando por primera vez la magia del teatro, comprendiendo por qué Cervantes, Lope y Calderón serán eternos, celebrando la literatura en el mismo lugar por el que ellos pudieron pisar tantos siglos antes. Han pasado veinticinco años y de nuevo estar en el corral de comedias es sentir el entusiasmo y la piel que se eriza del mismo modo que sucede con las primeras experiencias. La misma emoción que te arrebata y te encoge el alma para sostenerlo en un suspiro.

Aunque el cartel del festival este año, como siempre, ha sido grandioso, sin embargo, es preciso mencionar la gran ausencia de la Fundación Teatro Corrales de Comedia, sin duda los mejores representantes del espíritu del teatro español de los Siglos de Oro.

Nos tenían acostumbrados a una cita anual en la Iglesia de las Bernardas, donde daban rienda suelta a una buena ristra de entremeses de nuestros poetas más laureados. Este año, en su lugar, Antonio León en solitario ofrecía una única actuación en un intento de condensar parte del espectáculo de la Fundación. «Bululú» resucita la figura del cómico que viajaba por los pueblos de España representando él solo una obra en la que finge las voces de los diversos personajes.

Irrumpe en la sala entonando una melodía, ataviado con capa, sombrero, bastón y otros ropajes, instando a los presentes a seguirle en su ritmo, primero, y después a participar de la actuación como actores secundarios de una trama de la cual lleva todo su peso. Mientras tanto, a modo de digresión, convoca al escenario a varios autores de esos que injustamente son poco o nada conocidos para traer a colación su obra y además insuflarnos con pequeñas píldoras de cultura.

Sin ir más lejos, Agustín de Rojas, que en El viaje entretenido establece un diálogo con varios de sus compañeros de la compañía, y esto le sirve de excusa para presentar sus obras, contar anécdotas acerca del teatro y además exponer una interesante clasificación de los cómicos con los que uno podía encontrarse por los caminos, allá por el siglo XVII. Estos son los ocho tipos de comediantes ambulantes: bululú, ñaque, gangarilla, cambaleo, garnacha, bojiganga, farándula y compañía. Y otros datos curiosos, como el hecho de que fuesen conocidos como los «cómicos de la legua», ya que por ley estaban obligados a acampar a una legua del pueblo al que fuesen a actuar, dada su condición de personas non gratas, de dudosa reputación, a quienes incluso se vinculaba con Belcebú (por esa habilidad de interpretar voces).

También está Luis de Briceño, músico y teórico que marchó a París en busca de suerte, donde publicó un tratado acerca de cómo tocar la guitarra española, con el que partió la pana y corroboró lo de que nadie es profeta en su tierra. Antonio León tiene a bien recuperar una cancioncilla perteneciente a las Consideraciones y preceptos de un casado, en la que el marido desdeñoso y sufridor enarbola una serie de argumentos asido al asta del piensa mal y acertarás. A propósito de lo cual el actor recuerda las palabras de su amigo: «Es mejor comer dos veces que dar explicaciones».

La sesión termina con un homenaje a la poeta almagreña Manolita Espinosa, recordando los versos que esta le dedica al corral de comedias en el poema Voz y alma del corral de comedias:

Venís a verme,
a ver las galas
que antaño me vistieron.
Las voces que he guardado.
Los gestos que envolvieron
humanos sentimientos
de gentes que anduvieron
caminos polvorientos.
Venís a verme, buscando… ¿qué buscáis?
Escondo en esta farsa
temblores de verdades
Con ojos, que no pasan.
¡Mirad! Mirad más hondo.
¡Oíd! Oíd la danza
de cien soñados potros,
que pintan en el aire
las máscaras que escondo:
ancladas desde siempre,
creando realidad en vuestros ojos.

Aquí termina el poema y con esto termina el festival. Esperamos ansiosos la llegada de una nueva edición en la que ningún otro plan es tan delicioso y entretenido como pasar los días más calurosos del verano bajo el influjo hipnotizador del teatro.