Desde que allá por los años 2000 saliera a la luz la obra del malogrado Stieg Larsson, la literatura nórdica se ha puesto de largo al presentarse como una importante exportadora de novela negra. Un nutrido elenco de autores desfila sin descanso por nuestras librerías en una suerte de moda que no parece querer concluir.

Los escenarios gélidos son siempre protagonistas: llanuras extensas, parajes solitarios, horizontes en los que se divisa la nieve allá donde mires. Crímenes truculentos, sangre, vísceras en una procesión sin ausencia de detalle. Entre los nombres que más se repiten están Camilla Läckberg, Jo Nesbø, Ragnar Jonasson o Henning Mankell: la calidad que imprimen a sus obras, garantiza la prudencia del género y su posición bien a la vista sobre la mesa de novedades.

Es habitual en la novela policíaca la presencia de una serie de elementos, trabajados de un modo más o menos exitoso, que es lo que le confiere un carácter determinante. El planteamiento de esta novela es la perpetración de un crimen que deberá ser desentrañado por el investigador protagonista. Aquí es donde aparece el detective por antonomasia que está en mente de todos: el primero, Auguste Dupin, en el siglo XIX, de la mano de Edgar Allan Poe, después vendrá Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, sin dejar de lado a Hercules Poirot de Agatha Christie.

Un autor icónico que trabajó con maestría el género y al que no queda otra que aludir es Gilbert Keith Chesterton: todos los amantes de la novela policíaca (y no solo este género) deberían acudir a él, dado que es un referente. En su haber se encuentra un buen puñado de obras, repartidas entre novelas, cuentos, ensayos, poesías, libros de viajes, biografías y artículos periodísticos.

Al hilo de las líneas previas, habría que mencionar la figura del padre Brown, el más popular de los personajes de Chesterton, que habita en gran parte de su producción policíaca: esto es, un sacerdote católico que hace las veces de astuto detective.

También cabe aludir una de sus obras, Cómo escribir relatos policíacos, una magistral recopilación de los artículos que el citado autor escribió sobre el tema, que llevó a cabo la editorial Acantilado en 2011. Viene a ser un manual de referencia formado por interesantes consejos y reflexiones elaborados tras toda una vida dedicada al oficio de escribir, sin más pretensión que servir de hoja de ruta en la laboriosa tarea de la creación de relatos de misterio.

La novela negra en sí se consideraría un subtipo dentro de la policíaca, en el que se da un especial predominio del miedo y la violencia. La aspiración final de estas obras no sería la resolución del crimen, más bien el cenit se alcanza al conocer la motivación última que ha impulsado al asesino a llevar a cabo su empresa.

Es reseñable la distinción que se da entre la variante americana y la británica. En el primer caso, los malos pertenecen siempre a los bajos fondos, son seres de un estrato social inferior que frecuentan vicios y se mueven en ambientes oscuros. Por otro lado, en la británica hablamos de seres cultos y refinados de las altas esferas, cuyo problema tiene que ver con el secreto que guardan. Un secreto, al fin, hacia cuya resolución se debe guiar al lector de la mano del detective, que después de haber transitado por muchos vericuetos y vicisitudes, y de haberse salvado por los pelos, logrará dar con el criminal y, sobre todo, conocer sus motivos.

El detective es un personaje que con frecuencia va acompañado de elementos manidos que tienden a sucederse en la novela policíaca. Se manifiestan arrogantes, cínicos, atormentados que dejan entrever de alguna manera el fracaso; se mueven por ambientes decadentes y dan rienda suelta a sus vicios, poniendo así el acento en las debilidades humanas; conducta que muchas veces el lector justifica por la culpa con la que carga el personaje, procedente de los traumas personales o profesionales. Se rodean de compañeros, a todas luces mejores que ellos, que los protegen y recuerdan que están en la cuerda floja, y que serán siempre los que sufran las terribles consecuencias.

Se trata de rasgos que también podemos observar en películas y series del mismo género, léase a modo de ejemplo Vera, Mare of Easttown o incluso Heridas abiertas, pese a que en este último caso quien se inmiscuye en las entrañas del crimen no es una policía, sino una periodista.

Sirvan tales argumentos para introducir el libro del que quiero hablar: La jindama de las hienas. Recientemente cayó en mis manos una novela negra que ni pertenece a un autor nórdico ni su trama se desarrolla en escenarios invernales, sino en lo más hondo de la Siberia extremeña. Un decorado que se antoja de lo más excéntrico e inesperado, puesto que, si buceamos en el imaginario común, la obra que automáticamente nos transporta a tierras extremeñas, sin duda, es aquella de Miguel Delibes, Los santos inocentes, en la que un puñado de personajes sórdidos nos dibujan un fragmento de la España más profunda en la que habitaba, por encima de todo, la miseria y la desigualdad de clases.

También está La familia de Pascual Duarte, de Cela, en la que de nuevo el protagonista hace gala de una incultura que es lo que le lleva a moverse en la violencia como forma de vida y modo de sobrevivir.

Ambas novelas hunden sus raíces en un ambiente rural que bien podría ser el reflejo de una época y un lugar, que ya quedan muy lejanos, pero que para los muchos que aún no se han acercado a tan hermosa tierra sigue siendo la fotografía de lo que allí suponen que acontece.

Otro cantar es lo de «El celoso extremeño», pieza del gran Cervantes contenida en sus Novelas ejemplares: el marido, celoso a más no poder, prohíbe a su mujer salir a la calle excepto de madrugada para asistir a misa; no obstante, ella hallará el modo de encontrarse con su amante y darle al marido, como se suele decir, gato por liebre. Esto es, las intrigas propias de los Siglos de Oro; vete a saber si el hecho de que el cornudo fuera extremeño tiene alguna lectura o es solo que de algún sitio tenía que ser.

Pues bien, la obra de Raquel Fabián deja de lado el componente de marginalidad y la crítica social que presentan las otras dos (sin contar lo de Cervantes) para situar al lector en un contexto bien distinto. Aunque ella también elige el paisaje rural, que no es sino un guiño a sus orígenes, lo que allí tiene lugar es una sucesión de crímenes horripilantes, que bien podría haber descrito Matthew Pearl, inspirados en las más crueles torturas medievales, como el águila de sangre (que ya vimos en Aquitania), pero entre encinas y olivos.

Una sagaz policía (con su mochila de cosas pendientes en la vida por resolver) y su colega al borde de la jubilación (buen amigo, cuidador y consejero) son los que llevan el peso del relato y de la investigación, que les obligará a adentrarse en terrenos pantanosos, aunque no lo harán solos. La autora aprovecha para introducir personajes diversos en una suerte de confusión constante que nos hace divagar acerca de los intereses verdaderos de cada uno, pero que, ahora sí, son una muestra del carácter cercano y hospitalario de un pueblo, al que acompañan con un vocabulario único que conforma su idiosincrasia.

Conocimos a Raquel Fabián hace varios años, con Venganza, su debut literario. Ahora vuelve a echar mano de Patricia y Ramón para contarnos otra historia con algunos elementos más en común: no solamente plantea una ristra de asesinatos sin una vinculación aparente, sino que con ello se detiene a indagar también en las emociones humanas, que es lo que subyace siempre por encima de lo demás.

Los amantes de la novela negra tienen aquí una excelente oportunidad de descubrir el talento narrativo de una autora nacional que derrocha sangre, vísceras y misterio a borbotones. Para ellos y para todos los demás, no dejéis de visitar Extremadura: os cautivará la belleza que esconden todos sus rincones.