«Aunque los temblores habían comenzado días antes, no creímos que fuera la señal de que se aproximaba el fin del mundo.

El día amaneció despejado, pero no tardó en ir oscureciéndose. Antes del mediodía la ciudad ya se estaba adentrando en penumbras y del cielo los dioses, como dando fe de su castigo, comenzaron a lanzar cenizas y piedras que caían con fuerza sobre los tejados.

Se cernía con violencia la mayor catástrofe que había tenido lugar en la historia y no cabía lugar para pensar en la manera de sobrevivir.

Corrimos en bandadas, con lo puesto, abrazando a nuestros hijos para no perderlos en el camino. Algunos se demoraron, preocupados en esconder a buen recaudo sus más preciados bienes. También hubo quienes, confiados, optaron por resguardarse entre los muros de sus hogares, creyendo que allí estarían a salvo.

Han llegado algunos navíos a la costa, alertados del peligro implacable que nos acecha. También está nuestro amigo, el filósofo Plinio el Viejo, que ha acudido a socorrernos tan pronto como, a lo lejos, observó la tragedia. A nuestro alrededor la gente, exhausta, cae y es pisada por los que continúan corriendo, cegados por la desesperación. Desconozco si lograremos llegar a donde nos esperan...»

Así relata Plinio el Joven, testigo de primera mano de la catástrofe, cómo el infierno se cernió sobre Pompeya aquel 24 de agosto del año 79 d.C., cuando la erupción del Vesubio enterró bajo un amplio manto de cenizas y rocas volcánicas las ciudades de Pompeya, Herculano y Estabia. En cuestión de 48 horas, el volcán que ya llevaba días avisando de su presencia, cubrió por completo estas ciudades. No era la primera vez que protagonizaba un siniestro de tal envergadura y, aunque ahora parece de nuevo estar dormido, nadie sabe cuándo volverá a despertar.

Algunos consiguieron escapar ante las primeras señales de su furia y otros, desde ciudades vecinas, quisieron acercarse a prestar ayuda, empresa infinitamente altruista que pagaron con sus vidas al ser atrapados por la lava o intoxicados por los flujos piroclásticos. Entre los que dieron sus vidas en esas tareas de rescate se encontraba Plinio el Viejo, tío de Plinio el Joven, ambos ilustres personajes de su época que cultivaron de manera notable diversas disciplinas y que aún hoy gozan de reconocimiento. Del último de ellos se conserva la narración que hizo del suceso, mientras esperaba junto a otros, con incertidumbre, la ayuda que tal vez nunca llegase.

Hacia 1748, Carlos III, el Rey Arqueólogo, hizo posible el descubrimiento e impulsó las excavaciones de Pompeya, que permanecía oculta desde la explosión del Vesubio. De esta manera fueron asentadas las bases de la arqueología posterior, al evitar que las piezas salieran de su lugar de origen.

Gracias a ello, ha sido posible que dos mil años después de la erupción podamos contemplar los restos que de estas ciudades quedaron y descubrir cómo eran las vidas y el día a día de sus gentes, pasear por sus calles e incluso evocar los trágicos momentos en los que el volcán comenzó a escupir lava violentamente.

En los últimos años, gran variedad de objetos de uso cotidiano, joyas, pinturas… han salido de su lugar de origen para ser protagonistas de exposiciones diversas con el fin de dar a conocer al mundo cómo vivieron y perecieron los habitantes de una de las ciudades más ricas y prósperas de la región italiana de la Campania. Para después regresar de nuevo al lugar al que pertenecen.

Pero no solo eso, sino que también podemos toparnos con una serie de elementos mucho menos comunes: restos orgánicos, figuras humanas que quedaron petrificadas bajo las cenizas, animales, huellas de los que huían del horror... Imágenes tan tremendas como grandiosas que muestran el instante final de la vida. Resulta muy difícil no estremecerse al observar el gesto de terror de quienes no consiguieron escapar.

Y es que, a veces, olvidamos que es imposible luchar contra el poder de la naturaleza.