El pasado noviembre se cumplían treinta años desde que Freddie Mercury nos dejara, víctima de la pandemia de los ochenta y noventa. Una pandemia que acogería entre sus brazos a otros rostros famosos, cantantes, actores y personajes influyentes de la cultura que morían prematuramente dejando tras de sí la estela imborrable de una obra inacabada. El semblante risueño y juvenil de tantos dioses paganos a los que solíamos adorar, cuya partida nos dejaba un poco huérfanos y los encumbraba un poco más, ya siempre recordados junto al simbolismo de un lazo rojo.

Anthony Perkins, Gia Carangi, Rudolf Nureyev, Rock Hudson… Y también Robert Mapplethorpe, el polémico fotógrafo que lo mismo retrataba bodegones como sórdidos desnudos. A medio camino entre lo pornográfico y lo truculento, es capaz de convertir sádicas escenas sexuales en arte, desde el firme propósito de crear lo que no se había hecho antes. Belleza y naturaleza descarnada que forman un tándem cuya contemplación incomoda tanto al espectador que no puede apartar la mirada, cumpliendo así con la primera condición del arte: no dejar indiferente.

En 2010 Patti Smith, poeta, artista y cantante, publicaba Éramos unos niños, una obra autobiográfica en la que comparte con los lectores los avatares de muy diversa índole que protagonizaron sus años de juventud junto con el fotógrafo: la supervivencia en Nueva York, el autodescubrimiento, el desarrollo artístico y el crecimiento personal de dos chiquillos que estaban llamados a convertirse en grandes iconos.

Ambos habían nacido un lunes de 1946. Ambos eran espíritus libres que vivían para el amor y para el arte. El destino quiso unirlos para siempre.

Fue el verano en que murió Coltrane. El verano del «Cristal Ship». Los Hippies alzaros sus brazos vacíos y China hizo detonar la bomba de hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego a su guitarra en Monterey... Fue el verano de la película «Elvira Madigan», el verano del amor. Y en aquel clima cambiante e inhóspito, un encuentro casual cambió el curso de mi vida. Fue el verano en que conocí a Robert Mapplethorpe.

1967, dos jóvenes inquietos, aspirantes a artistas se cruzan en un Nueva York salvaje preñado de oportunidades que no vacila en engullir entre sus fauces a tantos que, como ellos, perdidos, buscan su lugar en el mundo. Una serie de encuentros fortuitos y un collar persa forjarán una amistad que perdurará hasta el último de sus días.

Patti Smith nos da la mano para mostrarnos cómo fue el viaje iniciático que cambiaría sus vidas hasta hacer de ellas la metáfora más certera de la transformación de una mariposa. Con el escenario detrás de la constante búsqueda de un trabajo, el hambre, la precariedad y las habitaciones sucias y destartaladas en un interminable viacrucis por los bajos fondos de la Gran Manzana, se va cimentando la relación de confianza e intimidad entre Patti y Robert. Una amistad en constante evolución que hace posible su crecimiento como artistas en una suerte de apoyo incondicional mutuo en el que ambos son creador y musa del otro.

Siempre adoradores de Marllarmé, Verlaine, William Blake, pero sobre todo de Rimbaud, estarán presentes en el foco de su expansión creadora, aunque también muy influidos por los grandes del momento: la generación beat, Jim Morrison, Andy Warhol o Bob Dylan.

Nos adentramos en el ambiente artístico y cultural de la ciudad que les va a permitir tanto ampliar sus horizontes creativos como topar con sus primeras oportunidades, y donde otros personajes célebres se cruzarán en sus vidas: Janis Joplin (Patti Smith llega a escribir una canción para ella), Jimi Hendrix (que morirá antes de crear el nuevo lenguaje musical que tenía en sus planes), Sam Shepard o William Burroughs.

Un interesante ejercicio narrativo, brillante por lo sensible y honesto, sin la necesidad de recrearse en detalles escabrosos, que nos convierte en testigos del universo que comienza a formarse alrededor de los chicos, como la crisálida que los envuelve, aún desconocedores del futuro prometedor que aguarda por ellos. A su alrededor, tantos amigos que quedaron en el camino por el suicidio, las drogas u otros infortunios: «Derribados a un paso del estrellato que tanto deseaban, estrellas deslustradas caídas del cielo».

Años más tarde, cuando ambos ya viven por separado sus respectivos éxitos, le tocará el turno a Robert, afectado por la enfermedad que entonces era letal.

Durante meses, las estancias en el hospital se alternan con períodos de mejoría en los que el fotógrafo puede volver al trabajo, y las frecuentes visitas de Patti, que siempre le insuflan energías. Aunque en su círculo caen otros, víctimas de la misma afección, ambos se aferran a la esperanza de una recuperación. Esperanza que el 9 de marzo de 1989 acaba de manera abrupta con la muerte del artista.

¿Por qué no puedo escribir algo que resucite a los muertos? Ese es mi afán más hondo. Superé la pérdida de su escritorio y su silla, pero nunca el deseo de crear una sarta de palabras más valiosas que las esmeraldas de Hernán Cortés. Pero tengo un mechón suyo, un puñado de sus cenizas, una caja con sus cartas, una pandereta de piel de cabra. Y entre los pliegues de un descolorido papel de seda violeta, un collar, dos placas violetas inscritas en árabe, ensartadas en hilos negros y plateados, que un día me regaló el muchacho que adoraba a Miguel Ángel.

Poco antes de morir, la polifacética artista le promete que un día escribirá su historia. La historia circular de caos, luces y sombras y toda serie de andanzas que comienza y acaba con un hermoso chico al que observa mientras duerme.

La luz entraba a raudales por las ventanas y bañaba sus fotografías y el poema que componíamos nosotros dos sentados juntos por última vez. Robert muriéndose: creando silencio. Yo, destinada a vivir, prestando oído a un silencio que tardaría toda la vida en expresar.

Sería la historia de ambos, las experiencias de una juventud vivida al alimón, una historia de amor y amistad, de mimetismo absoluto, de creación uno junto al otro y gracias al otro, porque ambos fueron aliento y fuente de inspiración. Porque uno no habría sido sin el otro.

La otra tarde, cuando te quedaste dormido en mi hombro, también yo me dormí. Pero antes de hacerlo pensé, mientras miraba todas tus cosas y creaciones, y repasaba todos tus años de trabajo que, de todas tus obras, tú continúas siendo la más bella. La obra más bella de todas.

Y, aunque tuvieron pasar muchos años, al fin Patti pudo dar con las palabras para rendir homenaje a su alma gemela, al compañero de aquellos años en los que ambos eran unos niños que soñaban con ser artistas.

Nos despedimos y salí de su habitación. Pero algo me impulsó a regresar. Se había quedado dormido. Lo miré. Tan sereno como un niño viejo. Abrió los ojos y sonrió. «¿Ya has vuelto?». Y luego se durmió otra vez. Así pues, mi última imagen fue como la primera. Un joven dormido bañado de luz que abrió los ojos y sonrió con complicidad a una persona que jamás había sido una desconocida.