La llegada de la época estival siempre parece ser buen momento para romper con la monotonía que provoca la vida encorsetada y dejar fluir los instintos aventureros, lanzarse a lugares desconocidos, ávidos de nuevas experiencias. Todos llevamos escondido un intrépido viajero, sediento por encontrarse con lo inesperado, por recorrer territorios inhóspitos, lejos del camino que marcan las guías de viaje. Para los que no terminamos de atrevernos a coger la mochila, está la literatura.

Desde la Antigüedad, en todas las culturas el hombre ha sentido deseo de viajar, quizás movido por el sueño de lo exótico y lo desconocido, y de dejar constancia de su viaje. Así, pronto apareció la literatura de viajes, formada tanto por relatos reales como ficticios, siendo un tema recurrente de la literatura universal (la Biblia, las novelas de caballerías, la picaresca). Las aventuras y el exotismo están presentes en la Odisea, y esto dará lugar a su reproducción en obras posteriores. Los viajes de Marco Polo, el mercader veneciano, describirán Oriente a través de la Ruta de la Seda hasta llegar a China. Don Quijote adentrándose en la España rural y Gulliver llegando a lugares de lo más insólito. Julio Verne, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson nos han seducido irremediablemente.

Y es muy difícil concebir la literatura sin viaje, y que un viaje no dé lugar a literatura.

Aunque se ha considerado la literatura de viajes como subgénero dentro de la narrativa, la verdad es que constituye un género literario independiente de todo lo demás. El tema, la intención del autor, la construcción de las imágenes hacen que sea una creación distinta a otras. El autor se afana por describir gentes, paisajes, por dar a conocer nuevos territorios y culturas a través de cartas, memorias, diarios, sin que la experiencia del viaje sea necesariamente real.

El libro de viajes contiene una experiencia única: el viajero indómito que atraviesa continentes llenando la maleta de todo lo aprendido en su camino, de su bagaje existencial y de la subjetividad con la que elaborará su punto de vista, y mapas, dibujos, fotografías que dotarán de mayor riqueza si cabe a su relato.

Según la época, han sido unos u otros los motivos que han llevado al viajero a iniciar su viaje. El descubrimiento del Nuevo Mundo en el siglo XVI, los viajes diplomáticos en el XVII, la formación intelectual en el XVIII y XIX. El momento histórico en que se redacta un libro de viajes lo convierte en testimonio excepcional, un documento real valioso como el relato de una sociedad en un momento determinado, aunque sea la perspectiva personal de ese viajero.

Para quienes deseen indagar sobre el tema en cuestión, Lorenzo Silva tiene un interesante ensayo, Viajes escritos y escritos viajeros, en donde nos da unas claves para entender los viajes a lo largo y ancho de la literatura: el viaje portentoso analiza el viaje ante los misterios de lo desconocido (Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift); el viaje de la vida, donde el viaje forjará el carácter de la persona (Emilio, de Rousseau); el viaje de descubrimiento, que ha servido para abrir caminos a otros (Naufragios, de Cabeza de Vaca); el viaje a los infiernos, que reflexiona acerca de la relación del alma con lo humano y lo divino (Divina comedia, de Dante); el viaje redentor, como aliciente de un mundo mejor (América, de Kafka).

Viajar nos da mucho de bueno: es medio de descubrimiento, acceso a otras culturas, desarrollo intelectual, incluso cuando se viaja huyendo de uno mismo. El viaje es la metáfora de la vida.

Cervantes no solo nos regaló el viaje más maravilloso de la literatura, sino un gran consejo: «El ver mucho y leer mucho aviva el ingenio de los hombres».