Galicia, al linde del fin del mundo, se asoma al precipicio por el que debieron de llegar Santiago, las meigas y tantas influencias celtas que hundieron sus raíces en esa tierra verde y frondosa. Unas arraigadas costumbres y creencias ancestrales que han perdurado a lo largo de los siglos es lo que conforma la identidad de un pueblo.

Por entre sus rincones aflora la memoria de poetas y escritores que nutrieron sus obras del néctar que ellos mismos ya habían bebido en la fuente de vida que es la cultura. Cela, Cunqueiro, Valle-Inclán y otros que ondearon la bandera de su patria, el hogar que siempre llevaron con ellos y al que sabían que siempre podrían volver. Presumieron orgullosos de un pueblo que llevaban en el alma y que hoy habla de ellos como de los hijos predilectos que fueron.

Sin embargo, no siempre estos han obtenido el reconocimiento que merecen: más allá de las simbólicas fronteras que delimitan las provincias gallegas con el resto del territorio español, algunos solo aparecen muy de pasada en el imaginario común; otros, ni eso.

Me remito al caso de Rosalía de Castro, un interesante personaje al que en su pueblo rinden pleitesía para no participar del dicho ese de que nadie es profeta en su tierra. Pero no sucede lo mismo fuera de Galicia: puede que solo al volver la vista atrás recordemos a Rosalía de los libros de texto del colegio, de aquellas nociones del Romanticismo como breve aproximación al hecho literario y primera toma de contacto para púberes. Ahí estaba ella, con frecuencia acompañada de Espronceda o Bécquer.

Y estaba también en los billetes de quinientas pesetas, qué paradoja de anacronismo. Esa señora dibujada en unos billetes que se extinguieron mucho antes que la propia moneda: me pregunto cuántos supieron quién era.

Tal vez lo que hoy conocemos de Rosalía de Castro se deba en buena medida al impulso que dieron a su obra la Generación del 98: Azorín y Unamuno se ocuparon de reivindicar el lugar sin parangón que, con toda certeza, ocupa en la poesía española, de no haber sido por ellos tal vez habría quedado cubierta para siempre bajo el polvo del olvido.

Apenas tenemos referencias suyas, más allá de las expuestas. Pero si uno decide adentrarse en la tarea de descubrir los pormenores que esconde su figura, se va a dar de bruces contra el muro infranqueable que es su halo de misterio y la certeza de lo insondable de su persona, más allá de unas breves pinceladas biográficas y algunas pobres conjeturas acerca de su alma.

Aun así, no han sido pocos los que se han embarcado en el viaje imposible de análisis y adivinación que pretende dar por válidas las especulaciones sobre lo que Rosalía pudo haber querido decir. Con más o menos criterio.

A este respecto, cabe destacar las excelentes aportaciones de Marina Mayoral. Ella, profesora excepcional de Literatura Española, escritora, mujer, gallega, no podía sino poner voz a quien es la voz de su tierra. Nos acompaña de la mano por los entresijos de la poesía para socavar en los pequeños detalles, esos que nos ayudan a cruzar con mucho cuidado el río de la vida para, después, irremediablemente, abocarnos a la mar con los bolsillos aún más llenos si cabe de incógnitas por desentrañar.

Una existencia llena de vicisitudes de las que en gran medida uno solo puede especular; sabemos, eso sí, que con el gran peso de las ausencias y las muertes. Sin conocer los detalles, nos consta que su madre la tuvo siendo soltera y que su padre era sacerdote. Y ya es mucho saber. Se crio con parientes paternos hasta que la madre, años después, se hizo cargo de su responsabilidad. Pero la dicha que entre ambas crecía pronto se desvaneció con la muerte de la progenitora; el dolor infinito se abre paso y deja constancia con la huella eterna de una obra conmovedora, A mi madre. En ella aparece un elemento que luego será una constante, «la sombra», esto es, el muerto que ha pasado el umbral de la muerte y que se pone en contacto con sus seres queridos.

Otra muerte que tendrá lugar algo después socavará hondos surcos sobre los que ya estaban, la del más pequeño de sus hijos, Adriano, tras un accidente doméstico, al caer de la mesa en la que le había colocado su ama. De nuevo la desolación se apoderaba con fuerza de su alma, inundando sus poemas de una tristeza infinita capaz de calar hasta los huesos de quien se acerca a su obra.

Era apacible el día

Era apacible el día
y templado el ambiente
y llovía, llovía,
callada y mansamente;
y mientras silenciosa
lloraba yo y gemía,
mi niño, tierna rosa,
durmiendo se moría.
Al huir de este mundo, ¡qué sosiego en su frente!
Al verle yo alejarse, ¡qué borrasca la mía!

Tierra sobre el cadáver insepulto
antes que empiece a corromperse…, ¡tierra!
Ya el hoyo se ha cubierto, sosegaos,
bien pronto en los terrones removidos
verde y pujante crecerá la hierba.

¿Qué andáis buscando en torno de las tumbas,
torvo el mirar, nublado el pensamiento?
¡No os ocupéis de lo que al polvo vuelve!
Jamás el que descansa en el sepulcro
ha de tornar a amaros ni a ofenderos.

¡Jamás! ¿Es verdad que todo
para siempre acabó ya?
No, no puede acabar lo que es eterno,
ni puede tener fin la inmensidad.

Tú te fuiste por siempre; mas mi alma
te espera aún con amoroso afán,
y vendrás o iré yo, bien de mi vida,
allí donde nos hemos de encontrar.

Algo ha quedado tuyo en mis entrañas
que no morirá jamás,
y que Dios, porque es justo y porque es bueno,
a desunir ya nunca volverá.

En el cielo, en la tierra, en lo insondable
yo te hallaré y me hallarás.
No, no puede acabar lo que es eterno,
ni puede tener fin la inmensidad.

Mas… es verdad, ha partido,
para nunca más tornar.
Nada hay eterno para el hombre, huésped
de un día en este mundo terrenal,
en donde nace, vive y al fin muere,
cual todo nace, vive y muere acá.

Fuera de los confines de su universo gallego, Rosalía no goza del interés que bien merece su obra; se aduce al hecho de que una gran parte de su obra estuviese escrita en gallego, lo que limita su lectura y difusión. Esto nos trae a colación a otra mujer, escritora, paisana y coetánea de Rosalía, la Pardo Bazán, a la que los intelectuales de la época criticaban precisamente por rehusar de la escritura en su lengua materna. Hombres; siempre son ellos.

Ambas eran muy conscientes de las dificultades que implicaba la negativa a ceñirse a los patrones establecidos en un mundo de hombres, limitaciones que a la mujer le son impuestas por razón de sexo. Y contra ello se revelaron de maneras muy distintas, pero siempre empleando la escritura como el vehículo a través del cual elevar sus quejas.

Quedó muy patente en Follas novas (1880) esta defensa de la libertad, la igualdad y la independencia de la mujer, haciendo hincapié en aquellas con una situación social vulnerable. Pero merece especial mención un artículo titulado «Las literatas» en el que, empleando la forma epistolar y un tono altamente sarcástico, recrea la conversación entre dos amigas, una de ellas escritora que aconseja a la otra, procurando disuadirla en lo referente a su deseo de entregarse a la creación literaria.

Esto es insoportable para una persona que tenga algún orgullo literario y algún sentimiento de poesía en el corazón; pero sobre todo, amiga mía, tú no sabes lo que es ser escritora. Serlo como Jorge Sand vale algo; pero de otro modo, ¡qué continuo tormento!; por la calle te señalan constantemente, y no para bien, y en todas partes murmuran de ti. Si vas a la tertulia y hablas de algo de lo que sabes, si te expresas siquiera en un lenguaje algo correcto, te llaman bachillera, dicen que te escuchas a ti misma, que lo quieres saber todo. Si guardas una prudente reserva, ¡qué fatua!, ¡qué orgullosa!; te desdeñas de hablar como no sea con literatos. Si te haces modesta y por no entrar en vanas disputas dejas pasar desapercibidas las cuestiones con que te provocan, ¿en dónde está tu talento?; ni siquiera sabes entretener a la gente con una amena conversación. Si te agrada la sociedad, pretendes lucirte, quieres que se hable de ti, no hay función sin tarasca. Si vives apartada del trato de gentes, es que te haces la interesante, estás loca, tu carácter es atrabiliario e insoportable; pasas el día en deliquios poéticos y la noche contemplando las estrellas, como don Quijote. Las mujeres ponen en relieve hasta el más escondido de tus defectos y los hombres no cesan de decirte siempre que pueden que tina mujer de talento es una verdadera calamidad, que vale más casarse con la burra de Balaam, y que solo una tonta puede hacer la felicidad de un mortal varón…

Dejando a un lado la burla, está la defensa a la libertad de expresión tanto de la mujer como del artista. Algo que otras voces también se atrevieron a gritar, como Virginia Woolf, que con ahínco reclamaba una independencia económica y social para la mujer, así como licencia poética y libertad para crear; una habitación propia y quinientas libras anuales.

Rosalía se muestra reticente a cruzar la frontera que separa lo íntimo de lo público para con sus escritos. Es su marido, Manuel Murguía, erudito y conocedor de la grandeza de su poesía, quien toma por ella la decisión y lleva a escondidas a editar esos primeros textos. Algo de esto nos quiere remitir a otra grande, Emily Dickinson, que apenas publicó en vida un puñado de poemas, aludiendo que la publicación no es otra cosa que «la subasta de la mente del hombre».

Pese a ello, Rosalía comienza a publicar y pasa a convertirse en la voz de su pueblo con la aparición de Cantares gallegos en 1863, el libro que la eleva a un lugar importante en la poesía española contemporánea que se estaba entonces gestando. Cantares es un libro de poesía social, de folclore, de belleza, pero sobre todo de crítica y denuncia, lo cual, viniendo de manos de una mujer, era verdaderamente novedoso. Rosalía explica en el prólogo su intención de exponer al mundo la grandeza de Galicia, sus paisajes, sus costumbres para así romper con los prejuicios y el desconocimiento que de ella se tiene; y emplea en esta labor el gallego, la lengua de su tierra que solo hablaban los más pobres en el estrato social. En esta ocasión, deja a un lado la melancolía de su mundo interior que invade títulos como A las orillas del Sar y Follas novas para hablar por boca de otros: las injusticias cometidas con sus gentes es una constante, pero también hay lugar para mucha sensualidad y alegría a borbotones. Es un libro folclórico, y de ese modo es como fue recibido y aceptado por la sociedad, de manera que no tuvo que asumir lo escandaloso que era el hecho de que una mujer realizase una crítica social de tal envergadura, cuando tan solo debían limitarse a la expresión de los sentimientos.

Follas novas (1880) es otra de sus obras referentes. En ella destaca, por un lado, la reivindicación que hace del uso de su lengua y, por otro, del lugar de la mujer. La emigración era un hecho que asolaba Galicia: los hombres partían lejos para quizás no volver nunca y sobre los hombros de ellas recaían el cuidado de niños, ancianos y enfermos, el trabajo labrando las tierras y la economía familiar. Tanto esperanza como desesperación por la ausencia del marido están presentes; el pesimismo ante un futuro incierto se torna en oscuridad y desasosiego.

Non coidaréi xa os rosales
que teño seus, nin os pombos:
que sequen, como eu me seco;
que morran, como eu me morro.

Ya no cuidaré más los rosales
que tengo, ni las palomas:
que se sequen, como yo me seco;
que mueran, como yo muero.

El funesto destino quiso que Rosalía se fuese pronto: la enfermedad cercenó su vida y secó para siempre la pluma que había sido la voz y el espíritu de ese pueblo. La melancolía profunda que envolviese su vida y su obra, la envolvía también a ella para alejarla de los vivos y acercarla tal vez a las sombras esas de las que tanto hablaba, retazos etéreos de los seres que en tiempo fueron.

En sus últimos días de vida, les pidió a sus hijos que quemaran sus manuscritos. Después, su marido se encargaría también de destruir buena parte de la correspondencia entre ambos (de nuevo, al igual que Emily, cuyos familiares destruyeron tras su muerte gran parte de su correspondencia y escritos), privándonos así de conocer datos y detalles que nos ayudaran a conocer de la vida y personalidad de la escritora: no sabemos si para protegerse a sí mismo o para protegerla a ella; esta es otra incógnita.

En Padrón es visita ineludible la Casa da Matanza, la que fue el hogar de Rosalía de Castro durante sus últimos años. Muy cerca podemos encontrar a otro ilustre local: a menos de dos kilómetros, en Iria Flavia, tenemos el Museo Camilo José Cela, justo en frente del pequeño cementerio en que reposan sus restos bajo la sombra de un hermoso olivo (no es preciso decir que también se trata de una visita forzosa).

Volviendo a la Casa da Matanza, a la entrada, un hermoso patio ajardinado en donde nos recibe el busto de Rosalía, sonriente, deseosa de hacer de anfitriona para aquellos visitantes, curiosos o admiradores de su persona, que se asoman queriéndola conocer un poco más. De frente, un pequeño sendero te conduce a la vivienda, una acogedora casa de dos alturas que recoge la recreación de los principales escenarios, fotografías, obras, fragmentos biográficos y poemas recitados por una voz en off que se oculta garante de su legado.

En el piso superior se encuentra la preciosa habitación a la que uno llega queriendo sentir el aliento de la poeta: desde la cama, estando ya en su lecho de muerte, aquel 15 de julio de 1885, se dirigiría por última vez a su hija: «Abre la ventana, que quiero ver el mar». En el lugar en que hoy son viñas y nuevas construcciones que entorpecen la visión del horizonte, otrora sería el azul infinito de las aguas gallegas. Se despedía para siempre de aquello a lo que tanto había cantado y que tanto había amado.

La crítica con frecuencia ha leído e interpretado a Rosalía desde el prisma que la clasifica bien como poesía femenina, bien como poesía gallega. Una visión tan reduccionista menoscaba su lugar literario y espanta a potenciales lectores. Rosalía es sentimiento, cultura, tradición, denuncia, folclore, pero también es mucho más. Una mujer inteligente, sensible y misteriosa cuya obra merece ser descubierta.