Sobre un montículo de piedra caliza y pizarra se elevan con orgullo los restos de Granadilla, un pueblo con una larga historia que fue dejado a su merced durante décadas y que hoy resurge de sus cenizas.

En la década de 1950, España reverdecía a fuerza de llevar el agua a todos los rincones de la península. Con la creación de embalses, se apaciguaban las aguas de los ríos, se regulaban sus cauces y se abastecía de agua potable y de riego a una buena parte de la población.

Pero también conllevaba inconvenientes terribles, como la necesidad de anegar poblaciones enteras, municipios que sucumbirían sin remedio bajo las aguas, como las fatales víctimas de un desastre natural cuyos antiguos moradores solo tendrán la opción de quemar las naves y seguir adelante hacia quién sabe dónde, desprovistos ya de un origen.

Esto es lo que sucedió con Granadilla: en 1952 dieron comienzo las obras de un proyecto que se llevaba fraguando desde hacía décadas; el principio del fin. Tres años más tarde, por orden del Consejo de ministros, comenzaron a expropiarse los terrenos de sus habitantes.

Muchos aceptaron su suerte con resignación, cogieron lo que les daban por dejar atrás los recuerdos de toda una vida, y partieron. Los más obstinados se mantuvieron, aferrados a sus posesiones; pero uno a uno hubieron de ir claudicando a medida que el cerco se estrechaba sobre ellos: habían ya sido desprovistos de médico, cura y guardia civil, no tenían electricidad, las fuentes de suministro de agua potable se habían ido agotando y los campos fértiles de las Vegas Bajas se habían inundado, anulando así su medio de vida.

Asediados como en una versión moderna de la leyenda numantina, solo les quedaban dos salidas: tirar las llaves desde lo más alto de la torre o emprender la marcha. Aunque, finalmente, el agua no les había llegado al cuello, sin embargo, habían conseguido ahogarles.

Muchos se desperdigaron por las poblaciones cercanas (Mohedas, Zarza de Granadilla, Hervás) y otros tantos fueron a parar al municipio que se había construido expresamente para alojar a los pobladores de este y otros pueblos que habían corrido la misma suerte, Alagón del Caudillo (lo que después sería Alagón del Río; cerca de Plasencia). A cada familia le había sido asignada una casa y un terreno, pero esto tardaría bastante en llegar; mientras tanto, tuvieron que alojarse en barracones en los que carecían de toda intimidad: durante años no tuvieron electricidad ni agua corriente, estaban incomunicados por carretera y las primeras cosechas que sembraron no prosperarían por problemas de canalización. Circunstancias todas muy hostiles que provocaron que una buena parte de los nuevos pobladores otra vez cargaran al hombro sus pocas pertenencias para partir en busca de una tierra en la que sobrevivir.

El último cometido de los que aún no se habían marchado de Granadilla fue el desalojo de sus difuntos queridos, a los que reubicaron en el nuevo cementerio, construido para tal fin. Las tumbas de los que no tuvieron quién hiciese su traslado, fueron recubiertas con barras de metal, sobre las que después se volcó hormigón. Hoy descansan bajo el remanso de aguas turbias que es el pantano.

En 1964 sale del pueblo el último vecino, exiliado de unas obras que habían concluido cuatro años atrás. Tras él, se cerraba con llave la puerta de la robusta muralla encargada de proteger a un pueblo ya fantasma que nunca llegó a ser tocado por el agua.

En otro orden de cosas, cabe mencionar en este relato al poeta José María Gabriel y Galán (1870-1905) por su fuerte vinculación con esta tierra. De origen salmantino (Frades de la Sierra), en el desempeño de su profesión de maestro, durante años había residido en diversas localidades. Tras contraer matrimonio con la que sería su compañera, Desideria, que procedía de una familia de terratenientes, se establecieron en Guijo de Granadilla para ocuparse desde entonces a la administración de la finca de su familia política.

José María, que heredó de su madre la sensibilidad para la poesía, ahora, con su nueva posición, podía dedicarle más tiempo a la escritura. En el sosiego del campo, se interesa por la tierra que lo acoge, por sus gentes y sus costumbres, que van a quedar impresos en su obra. El poeta se regocija en la riqueza que le rodea y, en un ejercicio de mirar para dentro, hace de los paisajes extremeños, la familia, las tradiciones y el modo de vida de los campesinos, protagonistas excepcionales de sus escritos.

Se vale para ello del castúo (el habla popular de la zona), cuyo dominio le permite mimetizarse con el entorno y ser la voz que dé voz a un pueblo, el cual lo recibe con entusiasmo al verse reconocidos en sus versos. Versos que fueron incluso laureados por el propio Unamuno.

Su prematura muerte a los 34 años (puede que por una apendicitis aguda) fue llorada por los desconsolados vecinos, que acudieron en masa a velar por el eterno descanso de su alma. Habían encontrado en Gabriel y Galán al hijo adoptivo que trabajaba codo con codo junto a ellos, al hombre amable que encumbraba y difundía la identidad y los valores extremeños para mostrárselos al mundo con orgullo. Rezaría Unamuno con estas palabras:

No ha pasado Galán por la tierra como callada sombra; deja cantos de consuelo para los pobres soñadores del sueño de la vida. En estos cantos nos queda el alma de su alma. Se la dio su pueblo y a su pueblo vuelve.

Una vida corta y una trayectoria literaria breve que concluyen de manera abrupta. De este modo tan efímero y seguramente sin habérselo propuesto, el maestro de escuela de otros tiempos se había convertido en una de las figuras más emblemáticas de Extremadura. Tras él dejaba una hermosa obra y un público ferviente, pero también una viuda joven y cuatro criaturas huérfanas.

Y citando a otro poeta, «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir», en un alarde de literariedad ajeno del todo a su voluntad, la vida del poeta corrió paralela a la del río Alagón, yendo ambos a nacer y a morir en coincidentes destinos. El mismo río que regara sus cosechas; el mismo río cuyo caudal sería regulado por un embalse que llevaría su nombre.

Con esto volvemos a Granadilla. De allí procedían algunos parientes de Desideria, los cuales cedieron sus terrenos para la construcción del embalse. Esta donación, unida a la influencia de unos orígenes acomodados, hicieron posible que el pantano llevase el nombre de Gabriel y Galán. Hecho que no deja de ser una paradoja, si se vincula el amor del poeta por esa tierra con la causa que obligó a su abandono.

La villa de Granada, que pasará a denominarse Granadilla tras la conquista por parte de los Reyes Católicos de la ciudad andaluza en 1492, se sitúa al norte de la provincia de Cáceres, está rodeada por el río Alagón y fue obligado paso de la Vía de la Plata (calzada romana de 470 km que recorría Hispania por el oeste, entre Augusta Emerita y Asturica Augusta, esto es, Mérida y Astorga). En tiempos, había sido uno de los más importantes núcleos de población de la zona, además de capital de la comarca Tierras de Granadilla. Con el desalojo, el municipio pasó a pertenecer a Zarza de Granadilla; la capital hacía ya tiempo que estaba en poder de Hervás.

Su origen se remonta probablemente a la época feudal: estos primeros pobladores, sin duda, comprendieron las enormes posibilidades que ofrecería su localización en lo alto de un cerro desde donde divisar el amplio territorio que se extendía a sus pies. Luego vinieron los musulmanes, los almohades y después los cristianos que, para protegerse de los primeros, terminaron de levantar la robusta muralla, a fuerza de canto rodado y argamasa, que cercaría por completo la villa, imponiéndose majestuosa y amenazante ante cualquier ataque enemigo. Varios siglos más tarde, la alcazaba sería transformada en castillo para rematar la construcción.

Hasta 1980 no se permitió de nuevo el paso a Granadilla: veinte años de abandono habían ocasionado destrozos irreversibles; los tejados se habían caído, los animales campaban a sus anchas, la vegetación se había hecho paso conquistando sin piedad los espacios que un día dominó el hombre. Quienes otro día fueran sus moradores, contemplaban el desastre con pesar, como si de los restos de un naufragio se tratase, del que muy poco o nada se podía ya salvar.

Declarada conjunto histórico-artístico, en primer lugar, se procedió a reparar la muralla y el castillo. Luego, en 1984, se incluyó en el Programa Interministerial de Pueblos Abandonados, dedicado a la restauración y conservación de estos —llevada a cabo por estudiantes de diversos centros, los cuales acuden cada año para dedicarse a tareas de levantamiento de muros, recuperación de efectos reseñables de entre las ruinas, diseño de jardines.

Tras décadas de estar cerradas a cal y canto, de nuevo se abrían las puertas de la muralla para todo aquel, natural o extranjero, que acuda para disfrutar de la belleza del paraje, el encanto creado por lo destruido y lo reconstruido. Entre las construcciones ya rehabilitadas se encuentran la casa de las Conchas (propiedad de la familia política del citado poeta), la casa rectoral, la casa del Minarete, el ayuntamiento, el juzgado o la iglesia de la Asunción, donde se vuelve a oficiar misa desde que fue restaurada en 1991 dos veces al año: el Día de los Difuntos (2 de noviembre) y el día de la Virgen de la Asunción (15 de agosto).

Bordeando la muralla, lo que era y lo que es; para bien y para mal: casas derruidas y otras en pie; la plaza que un día fue centro de reuniones, recovecos donde crecen hierbas hasta las rodillas, rincones engalanados, puertas desvencijadas, con las bisagras colgando como si fueran las tripas y la madera podrida. Como la flor que crece en el asfalto, lo hermoso que se ha formado de unos escombros, de los montones de piedras que antes fueron fuentes de recuerdos; la nostalgia que araña el alma y se convierte en espectáculo.

Desde hace ocho años tiene lugar en la villa un encuentro anual: artesanía y productos típicos al alcance del viajero, paseos en barco y visita con una guía local que te conduce a los puntos principales de la mano de interesantes explicaciones. Entre tanto, distintos integrantes del grupo teatral Aburejo aprovechan las pausas para deleitar a los asistentes con poemas del poeta extremeño por excelencia, que representan como monólogos y diálogos, ataviados con las vestimentas propias de la época y el lugar. Luego, en el emprender el camino hacia la siguiente parada, sus voces alegres entonan al compás deliciosos cantares de aquí que invitan a cantar también con ellos e incluso a bailar.

Ello consigue, ahora sí, la comunión perfecta del poeta con su tierra, en una suerte de experiencia catártica que alcanza su punto álgido al llegar en procesión a la casa consistorial, donde se da la recreación del poema que todo extremeño que se precie conoce, recita y conmueve hasta las lágrimas, ese que para tantos niños de esta parte de España fue la puerta de entrada al maravilloso mundo que es la literatura:

Señol jues, pasi usté más alanti
y que entrin tos esos,
no le dé a usté ansia
no le dé a usté mieo…
Si venís antiayel a afligila
sos tumbo a la puerta. ¡Pero ya s’ha muerto!
¡Embargal, embargal los avíos,
que aquí no hay dinero:
lo he gastao en comías pa ella
y en boticas que no le sirvieron;
y eso que me quea,
porque no me dio tiempo a vendello,
ya me está sobrando,
ya me está gediendo!
Embargal esi sacho de pico,
y esas jocis clavás en el techo,
y esa segureja
y ese cacho e liendro…
¡Jerramientas, que no quedi una!
¿Ya pa qué las quiero?
Si tuviá que ganalo pa ella,
¡cualisquiá me quitaba a mí eso!
Pero ya no quio vel esi sacho,
ni esas jocis clavás en el techo,
ni esa segureja
ni ese cacho e liendro…
¡Pero a vel, señol jues: cuidaíto
si alguno de ésos
es osao de tocali a esa cama
ondi ella s’ha muerto:
la camita ondi yo la he querío
cuando dambos estábamos güenos;
la camita ondi yo la he cuidiau,
la camita ondi estuvo su cuerpo
cuatro mesis vivo
y una nochi muerto!
¡Señol jues: que nenguno sea osao
de tocali a esa cama ni un pelo,
porque aquí lo jinco
delanti usté mesmo!
Lleváisoslo todu,
todu, menus eso,
que esas mantas tienen
suol de su cuerpo…
¡y me güelin, me güelin a ella
ca ves que las güelo!…

(«El embargo», J. M. Gabriel y Galán)

Y allí, rodeados de dehesa, matorral y alcornoques, piedras y barro, nos cobijamos bajo una lluvia incesante que purifica y da vida, que moja lo que nunca mojó el pantano. Desde la misma inmensidad con que la vislumbraron siglos atrás aquellos pueblos guerreros, hoy yo, heredera de estas raíces, contemplo un horizonte de belleza infinita que se extiende inexpugnable más allá de donde pueda alcanzar la vista.

¡Mi querida Extremadura!