La Segunda Guerra Mundial y, en concreto, las acciones de Hitler han dado lugar a un buen número de obras basadas, especialmente, en los testimonios de aquellos que experimentaron en primera persona las terribles experiencias.

Muy posiblemente, por encima de todas las crónicas y relatos que podemos encontrar al respecto, destaca el Diario de Ana Frank. La narración sincera de una chiquilla en aras de la adolescencia, con aspiraciones literarias y las inquietudes propias de su edad, inicia el diario que muchos tuvimos el impulso de imitar, pero siendo muy consciente de la situación convulsa que se respiraba en su ciudad y los alrededores. Entre los correlatos más triviales se agazapan el desasosiego y la incredulidad ante la implacable segregación sin cuartel a la que estaban siendo sometidos. Es un diario que, página a página, nos informa del avance de una guerra imparable cuyo fin último no era otro que el exterminio absoluto del pueblo judío.

Ante la previsión de los acontecimientos, Otto Frank había ideado un plan, como otros tantos pudieron llevar a cabo con mayor o menor éxito: una vivienda-refugio escondida tras una estantería en su propia fábrica. En la casa de atrás convivirían durante más de dos años cinco adultos, tres jóvenes y toda una revolución de hormonas, viviendo una vida de mentira que les exigía hablar en susurros y contener la respiración ante el mínimo ruido. Un mini mundo en el que, pese a lo artificial, había cabida para la incomprensión que a uno le invade cuando es adolescente, los conflictos fraternales e incluso el despertar del amor.

Las medidas que tomaron no fueron suficientes. Puede que, alertados por algún vecino, que al acecho tras unas cortinas atisbaba el posible destello de una vida clandestina, la mañana del viernes 4 de agosto de 1944 se presentaron varios oficiales armados de las SS, que encontraron el acceso a la casa de atrás. Y todo quedó sepultado por el lodo.

Alemania perdió la guerra, los campos de concentración fueron liberados y el mundo fue conocedor de las atrocidades que es capaz de cometer el ser humano.

Esta es la historia que conocemos. Pero hay otras historias.

Alemania había sido derrotada y, por sus fronteras, llegaba triunfante el Ejército Rojo. Había dado comienzo la invasión rusa; batallones de hombres despiadados con sed de venganza, exultantes, dispuestos a tomar sin piedad todo lo que se mostraba ante sus ojos.

Una mujer en Berlín es un diario anónimo escrito entre los días 20 de abril y 22 de junio de 1945, muy distinto, sin duda, al que escribiera Ana Frank, pero testimonio, al fin, de la otra cara de la guerra en la que pocas veces hemos reparado.

La autora quiso que se publicase de manera anónima para proteger su identidad y, de hecho, tuvo una muy mala acogida en su país. Los alemanes recibieron feroces el alegato de una mujer valiente que daba voz al sufrimiento que habían padecido millones de ellas, con frecuencia ante la mirada pasiva de hombres abatidos y resignados, pero que preferían no oír hablar de ello, ignorarlo, olvidarlo.

Marta Hillers, periodista alemana, detalla de manera cruda y descarnada los pormenores del fin de la guerra en Berlín. Mientras los hombres están en el frente, las mujeres intentan sobrevivir a duras penas: con cartillas de racionamiento en los mejores momentos, buscando hierbas silvestres que llevarse a la boca en los peores, sin saciar nunca el hambre voraz que les corroe las entrañas.

Las mujeres son testigos y víctimas de la otra realidad de la guerra: las bombas que caen en derredor, las noches de hacinamiento en refugios, los cadáveres por doquier. Entre los escombros, sin agua, sin electricidad, ellas se agarran a la vida con uñas y dientes; desbordadas por el miedo y el asco, expuestas sin remedio a los soldados rusos por los que, una y otra vez, son violadas. La autora se vale en ocasiones del humor negro para no darse pena a sí misma, de lúcidas reflexiones, de una pasmosa serenidad sin censura y sin un ápice de autocompasión que la obliga a mantener los pies en el suelo y la vista puesta en la supervivencia.

Es preciso conocer la historia para no estar condenados a repetirla. Acercarnos a los escritos de estas autoras o de tantos otros que, con su pluma, fueron capaces de darle forma a su sufrimiento nos ayudará a conocer el alma humana, a ser conscientes del daño que es capaz de infligir el hombre, a juzgarlo y rechazarlo, a reconocer el dolor en el otro y hacerlo también nuestro, a mirarlo a la cara en vez de mirar para otro lado. En definitiva, nos hará más humanos.