Desde hace algunos años, al fin, se ha comenzado a dar visibilidad a la salud mental, un fenómeno que vivía (vive) en los márgenes de la realidad, del que no se hablaba, o quizás solo para transitar de puntillas sobre él o aludir a los tópicos tan manoseados y carentes de fundamento y sensibilidad.

Pese a ello, sigue siendo un tabú importante que, por ende, coloca al psiquiatra en un lugar muy equiparable al del detective privado, al operar ambos en las lindes con el anonimato.

Sin embargo, una de cada cuatro personas en el mundo, padecerán algún problema de salud mental a lo largo de su vida. El 34% en España, con cifras muy alarmantes en población joven. Esto es, el elefante dentro de la habitación.

Como tantas veces sucede, uno vive ajena a las problemáticas que no le pasan de cerca. Pero nadie es inmune, y el día menos pensado, cuando parece estar todo bajo control, haber alcanzado poco menos que el sueño americano, de pronto el castillo de naipes se derrumba y, bajo los escombros de lo que había sido tu vida, te ves exhausta y sin valor para reconstruirla y salir al mundo de nuevo.

En una ocasión escuché decir a un amigo: “Qué bien se está cuando se está bien”. A pesar del pleonasmo, no pudo ser más certero.

Ese equilibrio emocional, psíquico y social es la salud mental. Tan fácil y tan complejo.

Vivimos en automático, sin hacer caso a nuestras emociones, salvando como podemos los fuegos del día a día, corriendo a todas partes, es por eso que a veces se nos olvida que somos humanos. Hasta que un día la cabeza te dice que ya no más.

Los factores personales y ambientales ante los que nos enfrentamos, y sobre los que poco control podemos tener, deterioran el frágil equilibrio en que se sustenta la existencia. Dejando al margen lo que supondría no tener cubiertas necesidades básicas como el acceso a una vivienda digna y llegar a fin de mes, son muchas las razones que influyen en la desestabilización emocional.

Dicen que las mayores causas de estrés tienen que ver con cuestiones como divorcios, mudanzas, muertes cercanas y, por supuesto, cambios laborales.

Y, es que el trabajo es un grandísimo pilar en lo que somos: no se trata tanto de llevar sustento a casa, sino de que nos da identidad, invertimos en ello la mayor parte de nuestro tiempo y esfuerzo de cada día, remamos a favor de un proyecto que reconocemos como propio, desatendemos a la familia para trabajar horas extra en casa (muchas veces por amor al arte), hacemos renuncias y concesiones en detrimento de la vida privada para obtener beneficios o simplemente para mantener lo que tenemos.

Ponemos todos los huevos en la misma cesta.

En las empresas grandes eres uno más, una pieza pequeña en la construcción de un objetivo a gran escala. Pero ¿qué sucede en las empresas pequeñas? Mucho se habla del drama de los pyme, las dificultades económicas y falta de recursos para competir con las grandes, que se llevan todos los quesitos, dejando solo las miguitas. Pero en esos pequeños universos en que coexisten un número menor de trabajadores se dan otros dramas de los que nada se habla.

Empresas edificadas en una manera de hacer de otro siglo, sin departamentos de recursos humanos ni comités de empresa que velen por unos supuestos derechos que quedan en entredicho. En ellas los mediocres se han convertido en la mano derecha del jefe supremo, y despliegan su tiranía, única habilidad demostrable, ante la amenaza del compañero que busca sobresalir, amparados siempre por un sistema dictatorial que castiga al que levanta la mirada del suelo.

No hay posibilidad de ascender. No hay posibilidad de elegir vacaciones. No hay permisos para cuestiones personales. Se modifica el horario laboral sin un consenso. Se prohíben las relaciones con los compañeros. No hay trabajo en equipo. Se fomenta la rivalidad comparando explícitamente el trabajo de unos y otros. Se hacen reproches públicos.

Cuesta pensar que a estas alturas haya lugares que sigan funcionando tan al límite de lo legalmente permitido. Pero la realidad es que así es; y no son fábricas escondidas en sótanos donde se explota a inmigrantes sin papeles (que también lo habrá), sino que operan a plena luz.

Mil veces se ve cómo el que saca los pies del tiesto paga por ello: repiqueteo constante por banalidades que sabes que tienen otro origen y despido exprés en el peor de los casos (o quizás en el mejor). Pongamos, por ejemplo, diecisiete salidas en seis años, en una plantilla de quince. Da que pensar.

Puede que, de alguna manera, sea un poco de síndrome de Estocolmo: te convences de que había motivos, miras para otro lado y, si alguna vez hubo actitud combativa, la dominas hasta volverte sumisa. Porque te gusta el trabajo; de hecho, te encanta. Por eso has postergado la maternidad hasta que ha dejado de ser viable y justificas tantas rarezas.

Devoción absoluta que se ve recompensada con un trato privilegiado: pocas veces se cuestiona tu trabajo y eres receptor de las quejas sobre otros. Una especie de aliado. Hasta el día en que, por lo que sea, consideras que hay una manera mejor de hacer las cosas que la impuesta, y así lo manifiestas.

Ahora la actitud pasivo agresiva es para contigo, los gritos, las broncas por banalidades, las excusas peregrinas para buscarte las vueltas, la exposición pública, el robo de tus méritos y las responsabilidades que no son tuyas. Días de llegar a casa llorando, de no dormir por las noches, de no dejar de dar vueltas a la cabeza durante el fin de semana, de tomar con regularidad bromazepam antes de salir de casa. Donde antes había una vida plena, ha pasado a ser un agujero oscuro. Miedo a ir a trabajar. Pavor. Saber que da igual lo que hagas porque los golpes llegan de todos modos. ¿Por qué no habré seguido mirando al suelo en lugar de protestar? La indefensión aprendida era la única manera de sobrevivir; y lo peor es que yo lo sabía.

Cuando alguien se ve envuelto en este tipo de circunstancias intolerables se vuelve a sentir tan pequeño e indefenso como si estuviera siendo maltratado por los abusones de clase.

¿Quién pensaba que eso no iba a volver? Puede también suceder que se ponga en conocimiento del director y que este, en lugar de abrir un protocolo de acoso, le recuerde al trabajador (que vive desde hace semanas o meses con la ansiedad empadronada en el pecho) lo agradecido que debiera estar.

¿Dónde están los derechos humanos? ¿Dónde están las inspecciones de trabajo? ¿Dónde está el respeto por las personas?

En un periquete se pasa de visitar periódicamente Zara al anonimato de la consulta del psiquiatra.

De tener una vida plena a estar bajo la montaña de naipes.

La salud mental existe; es lo que está al otro lado de la ansiedad, de las pastillas para dormir, de la falta de concentración, de las ganas de llorar, de los sentimientos de incapacidad, de la oscuridad infinita. Está en la conciliación familiar, en el reconocimiento profesional, en la comunicación y el trabajo en equipo, en la empatía y el diálogo. En jefes que facilitan ambientes seguros libres de abusos. En considerar a las personas más allá de meros instrumentos para la consecución de fines económicos. En ver y mostrar lo más grande que tenemos y que nos hace humanos.

No obstante, debajo del desmoronamiento moral y de toda la basura, hay luz, o al menos eso es lo que dicen los psicólogos. Quizás la dirección hacia la que, llegados a este punto, se deba remar, sea hacia uno mismo, para recomponer las piezas del complicado puzle que somos y, de paso, reestructurar la cabeza: darle a cada cosa el valor que verdaderamente tiene, desandar lo andado para aprender que todo es relativo y echar mano al refranero español para recordar que cuando una puerta se cierra, una ventana se abre, y que lo único que no tiene solución es la muerte.

Está claro que lo que no te mata te hace más fuerte, por tanto, si no estás en el primer grupo, adelante con la vida.

Rompe con lo que te hace infeliz, explota tus habilidades, sé creativo, potencia tus virtudes, sumérgete en el cambio, miles de oportunidades están esperando para encontrarse contigo. La vida es muy corta para malgastarla con quien nos quiere mal (léase para todo en general).