Prefiero reírme en conversaciones muy locas. Y si son literarias, mejor. Aunque, a la vez, estoy muy bien solo. Tengo una seria tendencia a la melancolía. Puedo pasar meses sin ver a nadie. Y me tomo en serio el proverbio chino que recomienda no contarle los males a los amigos, que les divierta su puta madre”
(Joaquín Sabina, 2009)
Quizás por lo irreverente, por lo creativo o por lo auténtico, Sabina es uno de esos cantautores que no pasan inadvertidos. Te podrá gustar o no, pero nadie podrá negar que ha venido al mundo para vivirlo, para entregarse a sus fauces sin contemplaciones ni remilgos, para disfrutar de los placeres. No habrá quien niegue que sus letras son pura poesía, hecha desde lo más hondo, desde las entrañas. “Superviviente, sí, maldita sea”.
En un estadio repleto, hace unos días, Joaquín Sabina ponía el broche final a una gira que amenaza con ser la despedida. Allá donde miraras no había un solo asiento vacío; en la inmensidad de la noche, sombreada de breves resplandores, hasta en los más escondidos recovecos del que fuera Palacio de los Deportes, la admiración por un artista que, sobre todo, es un poeta.
Decía Wordsworth que uno debe escribir tras haber reposado el sentimiento. En ello pensaba mientras sonaban con esa voz ronca tan característica, inconfundible, única toda una vida de canciones tatareadas, improvisando una compleja asociación de palabras nada casual, siempre certera, emotiva, divertida. Con el alma sostenida con cuidado entre los dedos.
Los sentimientos a flor de piel, “como quien viaja a lomos de una yegua sombría”, de ser conocedor de que esa será la última, con el regusto amargo de lo que sabes que se acaba. Qué complejos los seres humanos, que nos encaprichamos de bandas sonoras que quizás hacen más bonitos los recuerdos de una vida de trasiego y vicisitudes.
Hubo tiempo para la reflexión y las anécdotas, esas miguitas con las que nos llenamos los bolsillos y luego repartimos con generosidad entre los amigos. Por ejemplo, de cuando quiso conocer a Chavela Vargas, que le espetó que vivía en un bulevar de sueños rotos y él, cuaderno en mano, lo cogió al vuelo. Después sería la primera en conocer la letra.
Siendo adolescente, su madre escuchaba una copla que por entonces ponían por la radio, de esas como tantas otras en que una abnegada amante expone los vaivenes de un amor caprichoso, pero siempre incondicional: “no debiera de quererte y sin embargo te quiero”. Esa fue la semilla que, tras años de llevarla consigo, terminó germinando en una canción igual de hermosa, contradictoria, humana: “Y, sin embargo, cuando duermo sin ti, contigo sueño”.
Unas horas previas al concierto, ese preciso día, en algún lugar, una foto en blanco y negro recordaba todos los años que han pasado desde que Enrique Urquijo nos dejara. Junto a Nacho Vega, ambos jóvenes y sonrientes, miran abrazados a la cámara; eran el panorama musical de los ochenta y noventa, referentes que se quedaron tristemente por el camino. Un 17 de noviembre, hace, precisamente, veintiséis años.
Cómo no pensar en ello, que en el número 23 de la calle Espíritu Santo se apagó la voz sensible de quien cantó a todos los problemas. “Pero cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario”.
Fue en un pueblo con mar una noche después de un concierto. Tú reinabas detrás de la barra del único bar que vimos abierto. Cántame una canción al oído...
No es casualidad ni plagio que el tema de Los Secretos, “Ojos de gata”, y el de Sabina, “Y nos dieron las diez”, compartan las primeras estrofas. Parece ser que los dos músicos, amigos y compañeros de andanzas, coincidieron en la noche madrileña, que fue testigo de sus confidencias, cuando en una servilleta de papel, como si de algo volátil se tratase, quedaron impresos esos primeros versos que dieron lugar a dos canciones muy distintas que serán eternas.
Aunque, casi por seguro, la historia predilecta de muchos es la de “Pacto entre caballeros”, que, al menos en parte, está basada en hechos reales. Sabina, gran contador de historias, apoyándose en lo verídico y en su capacidad narrativa, de manera magistral compuso el tema más hilarante de su repertorio. Al presenciar un robo llevado a cabo por tres sujetos, cuando esperaba correr la misma suerte, estos le reconocieron (“Oye, colega, te pareces al Sabina, ese que canta”) y se fue de rositas.
Por las cosas que nos ha traído la tecnología en cuanto a las nuevas formas de comunicación, ahora podemos saber más y mejor (sin a veces ser necesario) de todo. Hace varios años, una chiquita publicaba en Twitter que los malhechores en cuestión habían sido su padre, su tío y otro señor, colega de ambos (se lo había confesado el propio progenitor). Y, para aportar más datos de interés público, sube una foto de sus dos familiares, ataviados con vestimenta noventera, y añade que su tío “por desgracia, ya falleció hace años, de sobredosis” y que, además, es el bizco que indica la canción. Qué barbaridad.
De vuelta al espectáculo, mientras yo, embelesada, lo miraba con fascinación, mi chico, siempre observador y visionario, me susurra al oído: “Es como un Lope moderno”. Mi querido Lope, nunca lo había pensado. Me vi obligada a ponerme en situación. Y es que puede que, de alguna manera, lo sea: vividor, descarado, prolífico, divertido, seductor, excepcional, insuperable. Como no se me había ocurrido.
A nuestro alrededor, cientos de personas de distintas generaciones coreando las mismas letras, la música con la que hemos aprendido a sentir. Me pregunto qué historias maravillosas tendrá cada uno de ellos para contar. Yo llevo conmigo a mi amigo Pedro, al salir del instituto, el día que le dio por cantar “'no soporto el rap, no soporto el rap'”, que luego combinaba con los nombres de los presentes. Y también al vecino con el que estuve trastornada durante años, cuando al fin me pidió una cita: “Porque voy a salir esta noche contigo”. Meses después clamé al cielo inquisitivamente “Quién me ha robado el mes de abril”, cuando el tonto del culo se fue con otra.
Con cada puerta que cerraba he procurado tener presente que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Y todos los amores furtivos con cuyas sillas vacías hubo que brindar, deseando que una voz anunciara “me moría de ganas, querido, de verte otra vez”. Queriendo ser aquella mujer empoderada con “la frente muy alta, la lengua muy larga y la falda muy corta”.
Celebrando, por fin, el amor del bueno, sin asientos de atrás de un coche, sin amantes discretos, sin velo de alquitrán en la mirada; amor con el “que todas las noches sean noches de boda, que todas las lunas sean lunas de miel”.
Sin embargo, por encima de tantas melodías que acompañan tantos momentos, una de ellas me conmueve especialmente: son las fiestas del pueblo, los chiquillos correteamos sin control por entre las mesas, la orquesta suena en el escenario y mis padres bailan agarrados los acordes de una balada:
… y nos dieron la diez y las once, las doce, la una, las dos y las tres, y desnudos al anochecer nos encontró la luna…
Han pasado muchos años; ya no somos los que éramos, ya no hay orquesta ni mesas por entre las que correr, y ellos hace tiempo que ya no están. Pero en esa canción los sigo viendo, así, enamorados, desde los ojos de esa niña que pensaba que los veranos eran eternos. Atesoro ese recuerdo en el pecho, cerrado con una llave mágica que abre la cajita cada vez que suena la canción.
“Porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren”.
¡Gracias por tanto, Sabina!















