James Joyce es a los irlandeses lo que Cervantes a los españoles. A todos sus efectos. Esto es, alabado y desconocido a la vez y a partes iguales. Aunque es preciso señalar la innegable complejidad de los textos del autor de la Isla Esmeralda, no obstante, con frecuencia sucede que la anticipación nos echa para atrás mucho antes de fracasar en el intento.

Pese a que Joyce pasó gran parte de su vida lejos de su hermoso país, en una especie de exilio autoimpuesto, la nostalgia por el terruño estuvo siempre presente. De ella se vale para hilvanar sus historias, crear los escenarios y dar vida a los personajes de sus obras. Del mismo modo que empleaba sus conflictos internos (vinculados con la moral, la política, la religión, el arte), los cuales invadían sus universos narrativos con la misma energía arrolladora con que ocupaban su propia existencia.

Así, podemos encontrar Dublineses, una obra compuesta por quince relatos, todos ellos ambientados en Dublín. El autor escoge esta ciudad para cargar las tintas y dar rienda suelta a una feroz crítica moral que cae con mano firme sobre sus personajes, siempre pertenecientes a las clases media y baja de la sociedad, y verter sobre ellos la acusación de representar la «parálisis» mental, social y cultural de la que adolece el país por el sometimiento tanto del Imperio británico como de la Iglesia católica.

Por hacer referencia a las obras más significativas del autor, otra de ellas es el Retrato del artista adolescente, novela semiautobiográfica en la que tienen cabida numerosos episodios de su vida, encarnado en la figura de Stephen Dedalus, su alter ego.

Se trata de una novela de formación (bildungsroman) en la que se relata el despertar sexual y artístico de un muchacho, sin pasar por alto los dilemas internos que nunca lo abandonan. Con una particular mezcla narrativa que va desde el estilo indirecto libre, del que se vale para expresar los pensamientos, los cuales irrumpen de manera azarosa, hasta la manida tercera persona, se plasma la evolución física e intelectual del personaje, un joven sensible que debe enfrentarse a unas convenciones sociales represivas de las que no puede huir.

Es obligado mencionar la simbología: Stephen alude a san Esteban, el primer mártir cristiano; Dédalo era el constructor de laberintos en la mitología griega. Confluyen de esta manera lo cristiano y lo pagano en una suerte de identidad caótica en la que él mismo se ha convertido en Ícaro tratando de escapar del laberinto creado por su padre.

Para Joyce es fundamental lo que llama «epifanías», esto es, el momento que conlleva una revelación de la realidad. Así será cómo Stephen, a través de una sucesión de epifanías, descubra quién es y qué quiere ser.

Y la joya de la corona, Ulises.

Si, en la anterior, Joyce ya había apostado por la variedad de estilos narrativos, esta será la novela en la que esta técnica tan personal alcance su máxima expresión. Su obra cumbre; una de las novelas más importantes e influyentes de la literatura del siglo XX.

El relato narra las divagaciones y vicisitudes de Leopold Bloom en un paseo de 18 horas por Dublín en lo que sería un día cualquiera, que corresponde con el 16 de junio de 1904; fecha que no es casual, sino que coincide con la de su primera cita con la que después se convertiría en su esposa y madre de sus hijos.

El encuentro con diferentes personajes llevará al protagonista a reflexionar acerca de una serie de cuestiones relativas a su esposa, su hijo muerto, sus amistades, su pasado y su futuro.

De nuevo tenemos a Stephen Dedalus, que comparte cartel con Leopold Bloom, el verdadero protagonista, aunque no haga su aparición hasta el capítulo cuatro. En ambos personajes se recrea el autor: en Dedalus como su yo de juventud y en Bloom como su yo de madurez. Este último personaje posee los rasgos propios del antihéroe, partiendo de su aparición tardía en escena hasta las imperfecciones que lo caracterizan.

Es una obra compleja con saltos temporales y variedad de registros que le confieren una desasosegante sensación de caos durante todo el trayecto. De ahí que, tras su publicación, se añadiesen esquemas con la intención de proporcionar una guía de apoyo en su lectura.

El título evoca la obra de Homero: ese eterno palimpsesto en el que se reescribe la vida de los hombres, que conduce a los orígenes, al principio del viaje iniciático que es la literatura. Con ella establece notables y constantes paralelismos, desde los personajes (Bloom como «reencarnación» de Odiseo y Dedalus de Telémaco) hasta los títulos de los capítulos o la aparición del personaje en el capítulo 4, al igual que hiciera Odiseo.

Es tal la expectación que causa el Ulises de Joyce que cada 16 de junio, desde 1954, se festeja en Dublín el Bloomsday en honor a su personaje principal. Esto es, una suerte de viacrucis en el que un buen número de acólitos, vestidos de exquisita etiqueta estilo eduardiano, realizan el recorrido exacto que hiciera aquel hipotético día de 1904 Leopold Bloom, lo que incluye comer y cenar lo mismo que los protagonistas de la obra. Paralelamente, se dan multitud de actuaciones en la calle, performances, talleres, lecturas, conferencias para celebrar el que ya es el día por excelencia de uno de los autores irlandeses más relevantes.

El 2 de febrero de 1922, coincidiendo con el cuarenta cumpleaños de Joyce, como no podía ser de otra manera, veía la luz la gran epopeya del mundo moderno. Una novela apta solo para un público muy selecto, pero cuya esencia alcanza de lleno a todas las esferas.

Este año Ulises cumple cien años y el Ministerio de Asuntos Exteriores ha preparado un corto, Starting Ulysses, para animar a todos a su lectura y así conmemorar su centenario como solo una obra atemporal de semejante envergadura se merece.

Joyce, junto con Jonathan Swift, Bram Stoker, Oscar Wilde, Samuel Beckett y William B. Yeats, forman el elenco de escritores locales que han hecho que a Dublín se le otorgue el título de ciudad literaria. Desde O’Connell Street, una de las principales arterias de la ciudad, verá de nuevo pasar ante sus ojos de bronce a las gentes festejando con alegría su legado. Aunque su previsión era tener ocupados a los críticos y expertos literarios, debatiendo sobre su obra durante los sucesivos trescientos años, me pregunto si alguna vez habría imaginado de lejos, antes de aquel enero de 1941 en que nos dejara, la verdadera repercusión que iba a tener aquel libro que ningún editor se atrevía a publicar.

Llega el Bloomsday y en esta ocasión se prevé que las celebraciones sean por todo lo alto, porque cien años no se cumplen todos los días. Porque James Joyce nos dejó una grandísima herencia que no cabe otra que celebrar. Por eso, qué mejor ocasión que formar parte de esa fiesta adentrándonos al fin en sus páginas, buceando entre sus palabras, sucumbiendo a su simbolismo. Qué mejor ocasión de celebrar la literatura.

Happy Bloomsday!