Debió de ser en tercero de EGB, allá por 1990. Aquel año doña Isabel había preparado para la función de fin de curso un play back de la Década Prodigiosa que versionaban a la Movida. Yo tuve que bailar una romántica con otro compañero, que hizo que, durante años, aprovechando los momentos distendidos en grupo, mis amigos canturreasen con socarronería: «Dame una cita, vamos al parque, entra en mi vida sin anunciarte…».

Mi amigo David imitaba a Tino Casal. Su hermana, algunos años mayor que nosotros, se había encargado de caracterizarle en condiciones. Y allí estaba, luciendo una amplia capa, lápiz de ojos y el pelo revuelto, mientras se desenvolvía con desparpajo en el escenario al grito de Eloise.

Precisamente un año después de esta función del colegio habría muerto el cantante. Sin embargo, tuvieron que pasar algunos más hasta que nosotros, los niños que éramos entonces, pudimos saber quién era.

Hoy vuelve a estar de moda lo que estaba de moda en los ochenta. Nos deleitamos con los looks que después se verían tan estrafalarios. Ahora los vivimos como transgresores y llenos de personalidad. Anhelamos las hombreras, la purpurina, el pelo cardado, las mayas de licra y los colores flúor.

Los grupos de entonces, tras largos periodos de distanciamiento, se reúnen para sacar nuevos discos, o solo para tocar las viejas canciones, las fiestas patronales se nutren de conciertos remember, Un Pingüino en mi Ascensor toca todos los meses en la sala Galileo Galilei con las entradas agotadas, garitos como el Penta o el Cien por Cien permanecen tan llenos como siempre. Nos atrapa sin remedio la nostalgia (pese a que para algunos detractores no esté fundamentada tanta adoración) y decimos lo de que ojalá yo hubiera vivido aquella época.

Aparecía durante los primeros años de la transición española el movimiento contracultural llamado la «Movida», que encontraría sus ámbitos de expresión en distintas vertientes: moda, cine, pintura, literatura, fotografía, música. La creatividad al servicio del público. Montones de jóvenes, con más o menos talento, ebrios de una desbordante originalidad, que encontraban su momento de gloria, aunque solo fuese un rato, en un país que al fin destilaba libertad. ¿Quién no hubiese querido vivir entonces?

Muchos personajes de aquellos hoy resultan emblemáticos, ensalzados más si cabe por hallarse en el podio inalcanzable en el que solo te pone la muerte, coronados con la aureola mítica que comparten las estrellas. Y los recordamos con esa letanía de frases hechas extraídas de lugares comunes a los que ellos nunca hubieran querido pertenecer.

Tantas grandes promesas cuyo futuro se ve cercenado cuando aún saboreaban las mieles del éxito, abocados a engrosar la lista negra de la fatalidad. El final de Tino Casal llegaría una mañana gris de septiembre, mientras viajaba de copiloto en un Opel Corsa, víctima de una muerte insípida, tan lejos del glamour que él rezumaba («con un pico de tortilla española a la vena, en un flight case tapizado con dacha morada», es como describió en una entrevista la forma en como el gustaría morir).

Con un estilo particular y un gusto derrochador por el cuero y las tachuelas (dicen que influencia de Billy Idol, a quien dedicó su canción Billy Boy), Tino Casal entra en escena a finales de los setenta. Se trata de un artista que revolucionaría el panorama social y musical con esa pasión suya por la vanguardia, reflejada en su modo de vestir, en sus peinados, en el maquillaje y en su propia manera de crear.

Oriundo de Tudela Veguín, una pequeña localidad minera asturiana, formó parte de algunas bandas musicales, como Los Archiduques, con los que llegó a grabar tres singles; entre ellos se encontraba Lamentos de gaitas, que gozó de cierto éxito (por cierto, la primera canción pop-rock en incluir la gaita). Pero a José Celestino Casal Álvarez debió de parecerle, quizás, que en aquel ambiente «familiar» su excentricidad sin límites se podía ver coartada, por lo que viajó a Londres, ciudad en la que residiría durante algunos años. Allí cultivó su faceta de pintor, además de nutrirse de las tendencias del momento, como la corriente glam rock, representada por David Bowie, y otras influencias que él adaptaría a su personalidad.

A su regreso a España, firmó con un contrato discográfico con Philips, que buscaba en Casal una nueva cara que devolviera los ecos melódicos de cantantes del tipo Nino Bravo. Obtiene los galardones de mejor cantante joven y mejor compositor musical, y queda segundo en el Festival de Benidorm de 1978. Pero no tardaría en romper con la discográfica, lo que le sirvió para centrarse en su faceta de pintor y escultor, llegando a abrir incluso su propia galería de arte (en algún lugar de la red se habla de él como «hombre del Renacimiento»), además de la producción musical de grupos como el heavy metal Obús, pese a lo alejado de su propio estilo.

Tomadas de nuevo las riendas de su carrera musical, a principios de los ochenta se consolida como el artista que sería, con una música y una estética, ahora sí, fieles a él mismo. Pendientes, anillos, sombreros, tachuelas, un perfil barroco adaptado del new romantic que había respirado en Londres y que no dejaba indiferente a nadie, alimentado, sin duda, por la por la satisfacción de despertar todas las miradas.

El cantante polifacético estaba de moda, sus éxitos sonaban en la radio, le requerían de todos los saraos, se relacionaba con lo más del momento. Champú de huevo, que dedica a su amigo McNamara, tiene una buena acogida y para él supone un levantar el vuelo hacia la creación de ideas innovadoras, la llegada de una new wave. Financia parte de la producción Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón, de Almodóvar, y Laberinto de pasiones, película para la que cede elementos personales, como la cazadora roja que lleva Imanol Arias. Pánico en el Edén es la sintonía de la Vuelta Ciclista a España (1984). Hace una versión del Life on Mars?, de Bowie, que su productor, Julián Ruiz, llega a mostrar al que era su ídolo («very high pitch», parece ser que dijo, divertido por el acento spanish).

Entonces la compañía EMI le propone viajar a Inglaterra para grabar Embrujada, que visualizan como un número uno mundial, lo que podría disparar al cantante a la esfera internacional. Pero su nivel deficiente de inglés da al traste con el proyecto. Por suerte, las cosas en España no le iban nada mal.

Hacia mediados de los ochenta, durante un concierto, se lesiona en una pierna. Pese a los consejos de los médicos de suspender la gira y centrarse en su recuperación, opta por desoír sus palabras y seguir adelante, automedicándose y sin disminuir el ritmo, aguantando el dolor. Lo que en un principio hubiera sido un esguince poco reseñable, bien pudo terminar en una necrosis en ambas piernas; unos augurios funestos que, aunque no llegaron a materializarse, le tuvieron una larga temporada entre la cama y la silla de ruedas, además de su paso por el hospital para someterse a cinco intervenciones, sin contar con el abatimiento psicológico al que le empujaba un futuro incierto.

Se había adentrado en una época oscura de la que resurgió versionando el clásico de Barry Ryan de los años setenta, Eloise. A partir de entonces, le acompañarían siempre un bastón, que supo incorporar a su estilismo como otro más de sus complementos, y un profundo miedo a envejecer.

Los cuarenta se acercaban con sigilo, imposible asumir el fin de una juventud que dejaba de encajar con lo que era. Por otro lado, el ocaso de una época, su propio desencanto con un espíritu del que ya solo quedaba la mera fachada. En estas se halla cuando publica Histeria, en 1990, su último disco.

La mañana del 22 de septiembre de 1991 se dirigían en coche a un estudio de grabación él, su amigo el pintor Antonio Villa-Toro y otros dos chicos. La noche anterior había llovido, el coche se deslizó fuera de la carretera y chocaron con una farola. Una de sus propias costillas le atravesó el corazón (un grito «muy agudo», relataría el pintor). Un helicóptero lo intentó evacuar, sin éxito. Fue la única víctima; no llevaba puesto el cinturón de seguridad. «Murió en el cielo, como una estrella», apuntaba Villa-Toro, nada más poético que esas palabras para despedirse de su íntimo amigo con el que, junto a McNamara, formaba la que conocían como «santísima trinidad».

Las ironías de la vida, que continúa inexorablemente su curso: al día siguiente de su muerte salía a la venta, siguiendo con el calendario previsto, su colección de Grandes Éxitos.

Sacó cinco discos en diez años y hoy, treinta años después de aquella triste mañana, tenemos reedición de discos, exposiciones de su vestuario, publicación de material inédito. La figura de Tino Casal sigue estando entre nosotros, por su estética sobrecargada, por lo nada convencional, lo ambiguo y controvertido de su persona. Por el gran músico que fue.

Se dice que Tino Casal fue al género masculino lo que Alaska al femenino, y que los últimos años de esa época fueron suyos y de Mecano. Que se fue demasiado pronto, que sería un gran productor, que era un adelantado a su tiempo. Han pasado tres décadas desde que nos dejase, pero nos sigue quedando el recuerdo de su mirada penetrante y un buen puñado de grandes temas que continuar cantando sin tregua cada noche en el Cien: «¡Eloiseee!».