Hace varias semanas (el 17 de febrero) se cumplió el aniversario del nacimiento de Gustavo Adolfo Bécquer, poeta español que escribió en la segunda mitad del siglo XIX y que por la calidad literaria de su obra y por la influencia que ejerció sobre autores posteriores es considerado uno de los principales representantes del denominado Romanticismo intimista español.

Es imposible oír nombrar a Bécquer y no traer a la memoria a la adolescente rebelde e incomprendida que fui. Qué suerte haber conocido a Bécquer justo entonces, porque nunca hubiese tenido mejor acogida.

Probablemente no sea la única que recuerde los quince años como la época más confusa, apasionante y tormentosa de la vida, con las hormonas en plena ebullición y sabiéndote el centro del universo. Jamás nada fue tan intenso: reía y lloraba con las mismas ganas, el mundo que te ponía límites era el enemigo y el grupo de iguales tu única referencia válida. Mi tía solía repetirme con mucho cariño y mucha frecuencia aquello de "Juventud, divino tesoro...", pero solo años más tarde, cuando al fin fui adulta, pude ver lo maravilloso de aquellos versos de Rubén Darío que tan bien explicaban lo que era ser adolescente.

El lirismo intimista del poeta, la sencillez de su forma, la musicalidad de los versos y la sinceridad en la expresión de sentimientos no puede sino rozar el alma del joven lector, que se acerca a sus poemas sin ser aún conocedor de que estos le abrirán el pecho en canal para llenarlo de emociones y palabras que antes no estaban. Adolescentes enamorados suspirando "Cuando el amor se olvida, ¿sabes tú adónde va?"

Bécquer no solo nos descubrió la poesía, sino que con él aprendimos el amor y el desamor. Y si entonces no se hubiera cruzado en nuestro camino, quizás nunca hubiéramos sido aprendices de poeta que esbozan sus primeros versos en la parte de atrás del cuaderno de matemáticas, que veinte años después todavía recitan "¿Qué es poesía?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul".

Todavía hoy mantengo que es la única poesía capaz de encogerme el corazón, aunque haya leído a otros grandes autores, porque nunca he vivido tan intensamente como entonces ni he sentido tan profundamente como sentí entonces.

Y cuando me hablan de Sabina, sin saber bien por qué, digo que Sabina es un poeta, puede que por el poso amargo y melancólico que dejan las letras de sus canciones en el alma, pero tal vez sea por las oscuras golondrinas, que heredan la tristeza infinita de la ausencia.

Ciento ochenta y un años después de aquel 17 de febrero, Bécquer sigue siendo un referente literario, y sus Rimas la obra póstuma en la que el poeta imprimió, sin pretenderlo, sus dificultades existenciales de dolor y pérdidas, una temprana orfandad, los fracasos amorosos y el espíritu idealista, que dotaron a la obra del enorme intimismo y la sensibilidad extrema que harán que siga cautivando eternamente a jóvenes apasionados.

Gracias a don Arístides y a don Manuel, mis profesores, porque vosotros hicisteis que amara la literatura, que es lo que hoy mueve mi vida.