Hace algunos años, cuando me hallaba en medio de la mayor crisis sentimental por la que he transitado nunca, en algún sitio, de entre el sinfín de textos que caían en mis manos en busca de un alivio para mis males, leí que cuando nos enamoramos, en verdad, lo hacemos de la persona en que nos convertimos durante ese maravilloso periodo de idiotez transitoria.
Esto es, las mariposas en el estómago, la sensación de levitar, la sonrisa perpetua, las chiribitas en los ojos, los pensamientos que solo tienen que ver con el objeto de deseo, el corazón que se quiere salir del pecho. Ya no hay cosas feas y, de haberlas, no nos importunan.
Incluso estudios declaran que la alteración que se produce en algunas hormonas, que mejoran el estado de la piel. El amor afecta las mismas áreas del cerebro que el consumo de drogas; ¿cómo no vamos a tener síndrome de dependencia cuando este se acaba?
Al final, todo tiene que ver con lo que acaece dentro de nosotros: somos el protagonista indiscutible del pequeño mundo que conforma nuestra vida, y todo lo que pasa a nuestro alrededor tiene que ver con cuál sea nuestra implicación en el asunto. Aunque podemos ser empáticos, el principal foco de atención es uno mismo: ¿echamos de menos al ser amado o lo que en realidad extrañamos es a la persona del espejo que irradiaba felicidad y planes de futuro en tecnicolor?
Algunos hablan de egoísmo; yo creo que es lo innato de la condición humana.
Recientemente, ha salido a la luz una sentencia que genera gran controversia: la vida y la muerte. El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña admite el recurso de un señor nonagenario contra la decisión ya avalada por los médicos de aplicar la eutanasia a su hijo, por el padecimiento que sufre tras diversas dolencias graves.
Ya de por sí, la cuestión aludida levanta ampollas cada vez que sale a colación por los diversos puntos de vista y su extrema sensibilidad, que genera encendidos debates entre la ética, la dignidad humana y los derechos de la persona.
Aquí, el Tribunal ha valorado que un padre puede impugnar la voluntad expresa del hijo de tener una muerte digna, y apunta literalmente la sentencia: “Los padres, aun cuando no resulten titulares del derecho a la vida ajena —de sus hijos—, pueden tener un interés legítimo en torno a ella, e incluso una obligación legal de actuar en ese objetivo”.
Con frecuencia, se oye aquella frase tan manida que alude al proceso natural, correcto o lógico de que los padres mueran antes que su descendencia. Basándonos en esta premisa, ¿cómo podría un padre aceptar la muerte de un hijo? Y, en este caso, ¿cómo podría un padre permitir la muerte de su hijo?
El ser humano es capaz de querer muchísimo, querer hasta que le duele, querer por encima de todas las cosas; seríamos capaces incluso de entregar nuestra propia vida. Pero la idea de ver partir a quien queremos nos vuelve locos, nos desarma, pone patas arriba nuestra existencia.
Como pasó con el amante que un día hizo las maletas y nos dejó solos, con la fantasía de una vida en común que ya nunca iba a ser y la oscuridad infinita a nuestro alrededor. Cuántas veces no preferiríamos agarrarnos al clavo ardiendo que es la infidelidad o el desamor, mirar para otro lado en lugar de verlo marchar.
A menudo está eso de que igual un día se arrepiente y vuelve, que nos sirve de consuelo mientras que, ahogados en lágrimas, buscamos indicios de su lugar en el mundo lejos de nuestro calor.
Pero la muerte es irreversible. Por eso los egoístas, o cobardes, o ilusos, o yo qué sé qué, tenemos esa idea loca de que mientras hay vida hay esperanza, y nos aferramos al clavo ardiendo a pesar de los diagnósticos terribles, del sufrimiento y de los pronósticos. Porque preferimos mirar para otro lado antes que el agujero en el pecho y el vacío demoledor.
El amor nos hace mejores, y también nos hace egoístas. O quizás egoístas ya lo éramos. A medida que cumplimos años, tomamos conciencia de lo verdaderamente valioso que tenemos, de lo único que podremos llevarnos. Las personas que nos quieren y aquellos a quienes queremos es lo realmente importante, y los momentos compartidos. Y, a la vez, o debido a ello, conocemos también del carácter efímero, con el mismo temor con que se contempla el agua que, sin solución de continuidad, se escurre entre los dedos.
Aristóteles, que dijo lo de que no hay nada nuevo bajo el sol, ya en el siglo IV a.C., también dijo que el hombre es un ser social por naturaleza. Y creo que ese es el único sentido y fundamento del ser humano, más allá de riquezas y ambiciones, estar en comunión con el otro.
Hacerse mayor, inevitablemente, implica ir soltando, despedidas y duelos que no elegimos, que no son aprendizaje ni crecimiento, solo dolor que hemos de integrar de algún modo con lo que somos, y que será parte de lo que seremos. Podremos mostrarnos generosos para con el otro y aceptar la vía que acorta el sufrimiento, o podremos empatizar con el padre que rehúsa despedirse de su hijo, pero la realidad es que la muerte está ahí, agazapada entre las sombras para abalanzarse sobre su víctima cuando uno menos se lo espera.
Tal vez solo había salido un momento a la frutería a comprar fresas, que le gustan con leche condensada; iba a ser cosa de un rato. Luego tenía pensado ir a misa y hablar con sus hijos para contarles que con el fisio ya iba mejor del lumbago. Quedarían para comer juntos el fin de semana, puede que en algún pueblecito de la sierra, celebrando los incipientes rayos de primavera con un agradable paseo, y ultimar los detalles del vuelo en avioneta, el sueño de juventud que al fin vería realizado. Pero entonces….
Y piensas en lo vivido y todo te parece poco, insuficiente, insustancial. Quedaban tantas cosas por hacer, tanto por decir, tantos planes a medio plazo: el verano, la semana que viene, las navidades, cuando haga buen tiempo. Tanto por vivir y por compartir. Y escuchas que tuvo una vida plena, feliz, lo de los recuerdos; pero nada es un consuelo porque ya no habrá más el sonido de su voz, lo melodioso de su risa, su nombre en tu teléfono, el calor de su abrazo ni tampoco el tacto de su piel.
De algún modo es como si los sólidos cimientos sobre los que has construido tu fortaleza se viniesen abajo, sin poderlo remediar. Tu universo se desmorona, se para la vida, pero solo para ti. Los demás siguen madrugando, corriendo para coger el autobús, pensando en llevar la ropa al tinte o preocupándose por que se ha acabado la leche, mientras tú deambulas sin saber cómo es posible seguir adelante con la ausencia de quien lo era todo.
Shakespeare, que tanto supo de amores y desventuras, afirmaba que es mejor haber amado y perdido que no haber amado nunca. A lo que Pablo Neruda conviene “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Los poetas, hacedores de palabras, fieles mensajeros capaces de crear un idioma para explicar eso tan confuso que sucede dentro del alma.
Lo único que el común de los mortales podemos añadir al respecto es que, sin duda, la vida es un poco peor con cada ser que se marcha de nuestro lado. Un poco de nosotros también muere con ellos.