Otro año más, cuando el trigo amarillea y canta fuerte la chicharra, emprendemos el viaje al centro del universo, al origen de todo, por carreteras secundarias y parajes sin movimiento, hasta llegar a lo profundo de la meseta. Imágenes que se repiten al poner en marcha de nuevo el mismo ritual, cada vez más familiares, sin por ello hacer que te canses.

La Mancha nos recibe con portentosos gigantes blancos y caballeros andantes que nos saludan majestuosos. Me preguntó si Cervantes alcanzaría a soñar alguna vez hasta dónde. “Adelante, os están esperando”, parece que a cada poco su silenciosa presencia nos indique.

Cada año lo mismo y cada año distinto. Como un viaje iniciático que no hiciera sino comenzar, el viaje maravilloso hacia uno mismo.

En contadas ocasiones hubo tanta calidad artística tan concentrada en tiempo y lugar como en los siglos de oro, quizás tres de ellos más sobresalientes que los demás. Miguel de Cervantes Saavedra, que toda la vida anheló triunfar en teatro, sin saber que ya había escrito la obra más grande de la literatura española. Celoso, en sus últimos años, rabiaba por el éxito de Lope de Vega, que sobre su propia producción afirmaba “más de ciento, en horas veinticuatro, pasaron de las musas al teatro”.

Con una vida tan extensa como su obra, aclamado hasta la saciedad, o más bien hasta que llegara Calderón para hacerse con el trono. Un sinfín de chismes y enredos que llenan las páginas de cotilleos para mostrarnos a seres excepcionales que, por encima de todo, no dejaron de ser mortales.

De Pedro Calderón de la Barca, como de sus dos compañeros mencionados, poco cabe que añadir. Nacido en 1600, longevo para la época (1681), autor prolífico, vinculado con la Iglesia y dramaturgo oficial de la corte. Con muchos datos en común, no obstante, se trata de un autor mucho más moderno que, sin dejar de lado los temas clásicos (honor, justicia, existencia), introducía en sus obras elementos de simbolismo y complejidad hasta entonces inauditos.

Sin duda, su obra más conocida es La vida es sueño, de calidad indiscutible, atemporal y sobre la que no se puede dejar de reflexionar. Pero hay otras.

El Festival de Teatro Clásico de Almagro este año ha recuperado El castillo de Lindabridis para acercarnos a obras desconocidas y, de paso, abrirnos la mente en un ejercicio de complicada reflexión que, como tantas veces, desemboca en uno mismo.

Lindabridis, a la muerte de su padre, debe competir por el trono de Tartaria con su hermano, pero, dada su condición de mujer, habrá primero que encontrar marido en quien delegar dicha empresa. Para ello, viajará por el mundo en un castillo volador.

Castillo volador. Calderón de la Barca, 1661, aproximadamente. Muy innovador para la época, como poco.

Lucía Carballal se ha atrevido con esta obra para hacer su propia obra, La fortaleza. Tras ello, puedo afirmar más que nunca que la literatura es un diálogo continuo a través del tiempo.

Esperando encontrar un escenario elaborado, con grandes estructuras y trajes con chorreras y satén, desde el otro lado atiendes, expectante, sin comprender qué pasa. Y, cuando pasa, inmóvil y con el corazón en la mano, sigues sin comprender qué ha pasado.

De repente, la muerte del padre. Un padre ausente, que construía castillos, lejos en la distancia y en las emociones, inteligente, culto y con estilo, con dinero, preocupado por tu bienestar, aunque vía telefónica. El padre idealizado del que solo querías atención.

Tres actrices fabulosas, Eva Rufo, Mamen Camacho y Natalia Huarte, en distintos tiempos, con registros muy diferentes, desarrollan sendos monólogos en los que reflexionan y vomitan tres perspectivas del mismo conflicto.

Todo lo que somos se ha gestado en la infancia. Seguramente los padres han hecho siempre lo que han podido con las pocas o muchas herramientas que tuvieran, con resultados más o menos afortunados. Lo que es cierto es que hoy hemos inventado muchos términos acordes con el momento y la sociedad que antes, por no estar acuñados, no se empleaban, como parentalidad positiva o crianza consciente.

Como en tantos otros casos, el divorcio saca al padre de la casa y, de paso, también de la ciudad. Arquitecto de profesión, su vida se conforma entorno a su obra. Y los hijos, a modo de satélites, aunque están de alguna manera, están poco.

La chiquilla, lidiando con sus traumas, avanza en la vida incorporando aquellos elementos que sabe que su padre aplaudiría, buscando parecerse al padre ausente, educando sus gustos a su semejanza. Una identidad forjada en carencias, hasta convertirse en la escalera de ladrillos con que poderlo alcanzar. Que al fin la haga visible.

Y, entonces, la muerte. Planos, muebles, cuadros enormes que no caben en ningún lugar es la herencia; trajes, zapatos y los castillos por los que te cambió. Una letanía de preguntas que no tendrán nunca respuesta, pero que no por eso dejarán de retumbar por dentro. ¿Qué hacer con el pasado?

La vida, como la literatura, es el constante diálogo con el pasado; es el legado de cultura y de retazos que heredamos, que después amasaremos para poderlo integrar a lo que somos. La vida como el viaje para encontrar las respuestas que nos permitan afrontar el futuro.

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"La Fortaleza" nace cuando la Compañía Nacional de Teatro Clásico encarga a Lucía Carballal un texto original que dialogue con "El castillo de Lindabridis", de Calderón de la Barca. En la obra, la princesa Lindabridis, tras la muerte de su padre, debe viajar por el aire en un castillo para encontrar marido y heredar el reino, ante la ausencia de un sucesor claro.

Lucía Carballal, al igual que Calderón, echa mano del simbolismo de manera magistral. Sin necesidad de decorados, crea un ambiente en el que el espectador, solo con las voces de tres mujeres y la expresión de sus emociones, queda absorto, ajeno al mundo que sucede afuera. Hipnotizado. La magia del teatro.