La literatura es esa línea argumental que se inició hace miles de años, con la necesidad innata que empujaba a aquellos primeros pobladores a querer compartir historias.

Esta línea argumental se convierte en el diálogo a través de los tiempos. Generación tras generación, somos testigos de la transformación del mundo y de sus enormes consecuencias, pero íntimamente nos siguen moviendo las mismas pulsiones, nos siguen preocupando los mismos temas: la vida, la muerte, el amor, la búsqueda de la felicidad, el paso del tiempo. No hemos cambiado nada. Seguimos estando sentados alrededor del fuego, escuchando con interés la historia que nos contaba con pasión aquel primer narrador en los albores de la humanidad.

La literatura, de un modo u otro, siempre ha estado presente en nosotros. Es la forma de escapar de los problemas, de encontrar las soluciones, es una buena terapia, una manera de viajar, de conocer otras culturas, de ponernos en el lugar del otro, de desarrollar nuestra sensibilidad, de abrir la mente, es la ocasión perfecta de vivir otras vidas.

Agatha Christie (1890-1976), de profesión ama de casa, ocultaba, tras su collar de perlas y su escrupuloso peinado, a la más famosa escritora del género negro, aficionada del esoterismo y experta en venenos. Una prolífica autora, récord en ventas, con títulos que hoy siguen arrasando, también en cine y en teatro, como Asesinato en el Orient Express o La ratonera. La reina del misterio nos regalaba la siguiente afirmación: «Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Fregar platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida de categoría».

Muy en esta línea, el periodista y fecundo escritor, coetáneo de la anterior, además de inglés (con gustos también muy particulares, como el ocultismo), Gilbert Keith Chesterton, autor de aclamadas obras como El hombre que sabía demasiado, El hombre que fue jueves o los relatos del padre Brown, nos deleitaba con estas palabras extraídas de su libro Cómo escribir relatos policíacos (Acantilado, 2011):

Se nos proporcionan detalladas descripciones de deprimentes interiores domésticos, como si se nos preguntara si una esposa tan meticulosa al lavar los platos, quitar el polvo o hacer la limpieza primaveral no debe por fuerza asesinar o ser asesinada. Eso está muy bien, pero déjeseme indicar al sanguinario sofista que también puede dársele la vuelta al argumento. Si es cierto que una esposa descarriada puede empezar lavando los platos y acabar sufriendo una serie de molestas consecuencias, incluida una muerte violenta, también es cierto que podría empezar recurriendo al asesinato como un utensilio doméstico más y emplear la muerte violenta como una solución práctica y sencilla, y luego acabar teniendo que lavar la sangre.

Se trata, en fin, de las personales reflexiones de dos maestros del crimen.

La literatura con frecuencia establece las uniones más singulares, paralelismos de lo más estrambóticos solo posibles en los mundos imaginados. Aunque nuestros autores criminales tenían mucho en común, se me antojan comparaciones literarias bastante menos compatibles, sin por ello resultar igual de ocurrentes. Por poner un caso, la escritora mexicana Laura Esquivel y la irlandesa Marian Keyes.

Laura Esquivel (México, 1950) allá por 1989 publicaba la que sería su obra más conocida, Como agua para chocolate, todo un éxito comercial que fue llevada al cine por el que entonces era su marido, Alfonso Arau, en 1992 y que fue galardonada con diez premios Ariel de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas. Una simpática historia en la que los ingredientes principales son el amor y la comida (no sabemos si pudo coger la idea de Danza Invisible, que el año anterior había sacado su tema Sabor de amor, una canción también muy amorosa y sobre todo culinaria).

Con la Revolución mexicana de fondo, se teje la historia de Tita, una mujer que ha de renunciar a su vida con Pedro, el hombre del que está enamorada, por cumplir con su obligación como hija menor: quedarse soltera para ocuparse del cuidado de su madre, mamá Elena, una mujer tajante y autoritaria. Pedro, en un momento de creatividad, tiene la idea de casarse con la hermana de Tita, Rosaura, para poder estar así cerca de su amada. A medida que avanza la narración, se van sucediendo una serie de sinsabores para la pobre Tita, que solo puede participar de los acontecimientos de los que otros serán protagonistas como mero espectador. Sin embargo, hallará la manera de estar presente a través de sus recetas que, de un modo inexplicable y cómplice, absorberán su energía en cada momento para ocasionar las más variopintas consecuencias en los comensales.

Heredera del realismo mágico del mundo latino y de García Márquez, la autora construye magistralmente el relato de un amor imposible de la mano de un entrañable y desdichado personaje que acepta obediente un destino injusto. Es especialmente relevante el peso que posee la cultura, el respeto ante las costumbres familiares y la comida típica mexicana, que funciona como hilo conductor del relato. Han estado presentes de generación en generación y conforman su memoria e identidad como pueblo.

Del mismo modo que Tita se refugia en la cocina como terapia de supervivencia que da lugar a una suerte de combinación entre lo mundano y lo sobrenatural, la propia literatura sirve de evasión ante las adversidades de la vida, que con frecuencia superan la ficción.

Esto es lo que le sucedió a Marian Keyes (1963), la irlandesa de Limerick afincada en Dun Laoghaire, autora de un buen puñado de novelas dentro del género que se ha dado en llamar chick lit (Por los pelos, Quién te lo ha contado, Sushi para principiantes), que en esta ocasión se atreve con un proyecto muy distinto, el mundo de la repostería.

Comenzó a sentir que algo no iba bien en 2009, cuando se encontraba en plena promoción de su último libro. Lo que achacaba al estrés del momento, se agudizó cuando hubo terminado esta. Todo un elenco de síntomas: dificultad para respirar, comer, dormir o concentrarse, miedo y extrañeza ante el mundo y ante sí misma, incapacidad incluso para recocerse. «Todo me parecía feo, anguloso, terrorífico… hasta los bebés, las flores y los bolsos de Mulberry».

Fue diagnosticada de depresión, lo que la llevó a probar todo tipo de remedios (estancia en un centro psiquiátrico, medicación, yoga, acupuntura, ejercicio, duchas frías) sin éxito alguno. Se encontraba tan mal que tenía a mano un «kit de suicidio» compuesto por unos pocos folios, cinta adhesiva y rotuladores gordos: la idea era, llegado el momento, marcharse a un hotel para perpetrar su acto y, de este modo, no traumatizar a Él Mismo (en el original, Himself, la manera particular en que se refiere a su marido). Con del uso del kit podría avisar al servicio de lo ocurrido y que así llamasen a la policía sin llegar a visionarlo.

Atrapada en el terrible malestar que consumía sus días sin solución de continuidad, de manera fortuita descubre, en un intento de salir a flote, ella, que nunca había demostrado dotes para las labores artesanales, que en la elaboración de pasteles encuentra la paz y el bienestar que ninguna otra actividad le proporcionan. Tras este descubrimiento, que explota todo lo que puede repartiendo entre amigos y familiares sus más suculentas creaciones, es capaz de observar que al fin comienza a ver la luz en el largo camino del túnel que aún le quedaba por recorrer. Y, con ello, fue tomando forma su libro Salvada por los pasteles, una selección de sencillas recetas de repostería, con consejos prácticos y trucos fáciles, tomadas muchas de ellas del recetario irlandés y de tradiciones familiares, lo cual no hace que sean menos deliciosas.

Marian Keyes, en la introducción del libro, se abre en canal con la dulzura que la caracteriza para contarles a sus lectores cómo fue el proceso que la condujo a esta nueva creación, que la ha llevado a manejar con soltura una práctica que hasta el momento no había explorado, a disfrutar sobremanera de ello e incluso a sacarle la rentabilidad, sin renunciar nunca al sentido del humor.

Lo más importante: compartir la experiencia que literalmente la ha salvado la vida y dar visibilidad a una enfermedad silenciosa que se esconde en la trastienda, entre el desconocimiento y el miedo a la incomprensión.

Tanto Tita como Marian Keyes se valen, en este caso, de la gastronomía para seguir adelante en la vida, y de la literatura como el mejor vehículo para expresarlo. Una vez más, «la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida», como ya afirmara Cesare Pavese. O, dicho de otro modo, una maravillosa forma de hacer sublime lo cotidiano.