I'll send an S.O.S to the world, I hope that someone gets my message in a bottle...

(Gordon Sumner, “Sting”)

¿Se puede estar solo... realmente solo? Físicamente no. Toda soledad física es aislamiento, lo que no es lo mismo que la soledad. Estar aislado es una soledad relativa a personas que están en otra parte. La soledad, en cambio, tiende a alguna forma de lo absoluto... aunque nunca sea verdadera o lógicamente absoluta. Pertenece, más bien a un encuadre psicológico definido: es un estado mental que trata de abordarse a sí mismo, pero que siempre tendrá conexiones hacia alguna forma del otro... aunque ese otro no esté presente o ni siquiera exista... pero existe el lenguaje y con él las estructuras del pensamiento, y está la raíz cultural y la arqueología psicológica del que busca su forma de soledad: todo esto atenta contra la idea de un aislamiento no sólo eventualmente físico, sino psicológico y también emotivo.

Quien busca la soledad busca, entonces, un algo imposible. Y quizás en eso resida el encanto que tiene esa búsqueda para el que la necesita. La soledad pasaría a ser la nostalgia de algo que nunca se poseyó: el haber podido alguna vez no ser todo lo que un ser humano es y arrastra consigo. Eso es imposible si se es, y aunque se pueda convertir la tristeza y la angustia en una más tolerable melancolía, la soledad puede terminar siendo el reconocimiento de la existencia como una carga... como si el solitario sintiera que arrastra no sólo su vida sino también su eventual cadáver.

El mundo es para el que busca esta soledad, una fuente de malestar generalizado del que anhela huir. El lugar de la soledad es el de una reacción contra un mundo hostil e irritante. Es ahora el contexto el que provoca al solitario. El problema que aqueja a este tipo de soledad, es que, dado que el contexto da significado, la soledad psicológica que se busca sólo “habla” de aquello de lo que se quiere huir. En otras palabras, el buscar la soledad nos brinda un espejo que refleja en la mente aquello mismo que nos irrita y que permanece visible para ella y así, la soledad se transforma en una trampa, peor aún que la del mundo del que se huye... En efecto: el mundo que propone la soledad como huida es una traducción empobrecida del mismo tártaro del cual se quiere escapar.

Soledad y libertad

Pero no necesariamente la soledad debe albergar estos problemas. Entendemos que al partir de una imposibilidad, ésta convertiría a toda salida en un encierro. Y es que el problema surge al confundir –como dijimos más arriba– soledad con aislamiento. Buscamos tal aislamiento para que las cadenas de la realidad nos abandonen y nos dejen las manos libres de toda atadura moral e incluso estética. Bajo esta situación es que gana territorio la idea de Sartre de que se puede estar “condenado a la libertad”: la libertad como condena es un principio en el que, en definitiva, se basa la psicología social de todo despotismo. Es claro que la libertad no nos da libertad sino, antes bien, una forma orgánica de conducta –ajustada a parámetros– que permite la creatividad con base en ese orden orgánico, el cual debe ser respetado.

La libertad es una cárcel que libera... y claro está que no cualquiera es capaz de querer abandonar la comodidad de la cárcel que define la realidad y piensa por uno. La libertad exige creatividad y albur en el pensar y en el hacer. ¿Queremos comida, seguridad y techo asegurados en nuestras vidas? Para eso están las prisiones. El que busca la soledad de la libertad debe tener el valor para hacerlo: salir de los parámetros de la realidad y generar sus propias ataduras, su propia realidad desde la cual vivir su libertad y no la ajena... y en esa coyuntura podrá decir que está solo.

El que busca este grado, este tipo de soledad asociada a la libertad, no necesita aislarse... o de necesitarlo, hacerlo como un eremita... término que procede del latín eremīta, que a su vez deriva del griego ἐρημίτης: “del desierto”, aquellos a los que hemos llamado “sacerdotes escorpión”1 quienes buscaban la soledad en el aislamiento pero como forma de liberación (Moisés, Jesucristo, Juan el bautista, Abraham, Elías el profeta, etc.). El eremita toma al desierto como una metáfora de sí mismo: se reduce a la nada respecto al Todo de Dios, y no descarta al otro, sino que el prójimo será, para el eremita, una abstracción absoluta en sí misma presente en la ausencia exterior.

El solitario que eligió libremente la soledad, busca el balance entre la libertad del animal y la dependencia respecto del otro. La libertad animal es lo que Jung consideraba como un exceso de civilización que termina creando, en esa misma civilización, al “animal enfermo”. De hecho, tenemos el ejemplo en la hiperconectividad actual que, paradójicamente, aísla, impidiendo una soledad saludable. La aparición del “animal enfermo” provoca –siguiendo a Jung– una distorsión en la civilización que se autopromueve en descalabros a distintos niveles de abstracción... Tal el macabro caso del “wokismo” que generó una soledad enfermiza a gran escala: el alejamiento del individuo respecto de sus propias decisiones morales y estéticas intelectuales (una soledad buscada desde la libertad de elección) y lo dejan en soledad, abandonado, frente a patrones ideológicos que van minando la fuerza moral necesaria para generar sus propias ideas.

Y las ideologías –lo vimos en “Ideas, ideales e ideologías”2– preparan el camino a un “Estado de Bienestar” que cancela la iniciativa privada. Se genera una soledad amoral respecto del sí mismo, y el individuo y sus contenidos se vacían en slogans y patrones de pensamiento predigeridos que, tramposamente y buscando afianzar los poderes de un Estado cada vez más grande y más inútil, aísla a la persona de su propia naturaleza ética e intelectualidad estética. Y resulta evidente en muchos países que el tamaño y la inutilidad del Estado son sus más efectivas herramientas de poder sobre el individuo, atentando contra su natural, espontánea y debida soledad.

Para Martin Heidegger, la soledad nacida de la libertad es un paradójico regreso a la existencia humana como un todo. Cuando el Hombre –dice Heidegger– padece de una existencia “inauténtica” se vuelve anónimo y equivalente a todos, esto es: sin valor propio. Su soledad es la de una roca en la montaña: igual a cualquier otra roca. En cambio, cuando la existencia se torna “auténtica”, el Hombre descubre su soledad más profunda y es allí cuando abre su camino hacia el otro. Si bien Heidegger no elevaba la calidad humana como un potencial vehículo hacia la plenitud de un dios, tenía en el Amor la salida hacia el prójimo... y esto sólo se puede lograr desde la soledad del reconocimiento de la propia existencia.

Karl Jaspers sigue un camino análogo: “... Lo que yo mismo soy, nunca es más cierto para mí que cuando me encuentro en plena disponibilidad, receptivo y abierto a las solicitudes ajenas... De modo que yo me vuelvo yo mismo, porque también el otro se vuelve él mismo en una lucha reveladora”. No se puede realizar la comunicación más que si se ha alcanzado la legítima soledad personal. Si se rechaza esa soledad, se crea el aislamiento que aísla toda comunicación con el otro y se llega a ser el “animal enfermo” de Jung.

Dice R. Jolfvet: “...la comunicación existencial está ligada al amor que tiende a humanizar y personalizar las relaciones, a unir las existencias por lo que cada una de ellas tiene de más personal”. Es propio de los animales “el ser hacia fuera”, explica Ortega y Gasset, mientras que en el Hombre le es propio “el ser hacia adentro”: sólo el Hombre puede buscar alguna forma de soledad, porque tiene un lugar “interior” donde recogerse y desligarse de las fuerzas externas.

Dice Ortega: “El servicio de la verdad impone inexorablemente al hombre la retirada a la soledad en sí mismo para ‘hacerse cargo’ de las cosas. En esta retirada a la soledad, el hombre toma contacto con su autenticidad”. Es más: según Ortega, de haber una verdad en el Hombre, ésta está en esa soledad, en “el Hombre interior” y su aventura espiritual exclusiva, pero es también desde este replegarse hacia la soledad de donde nace la necesidad de la compañía. En este mismo sentido, para Emmanuel Mounier, el Hombre tiene una dimensión carnal que debe ser extendida al prójimo como persona, en tanto que “donación, libertad, trascendencia de la naturaleza de sí mismo”.

El lenguaje de la soledad

El abandono de la cueva interior hacia el mundo, modeliza a la soledad como un punto de partida hacia el otro. Una relativización del entorno para que el otro sea valioso ante nuestra presencia y realidad. Pero ¿qué pasa en nuestra intimidad? La soledad es el componente principal –esencial– de nuestra ligazón con el entorno y tal enlace es como el “genoma” de nuestro lenguaje... pero tal genoma no es la palabra que se dice a alguien más: los lenguajes son, de por sí, silenciosos: somos nosotros los que decimos, no los lenguajes. Ellos se han formado en el entramado más abstruso y profundo de lo humano y están entrelazados con lo Total a través del inconsciente, y por eso participan del silencio que hay en el Hombre en soledad y es de donde nace la sensibilidad poética y moral como liberación de nuestra humanidad rumbo al prójimo. Cuando decimos, lo hacemos desde nuestra soledad.

El lenguaje tiene dos fuentes: una ligada a lo viejo, a lo relictual y está en los libros. La otra fuente está en lo generativo del lenguaje coloquial. Y no es que uno de esos lenguajes sea silencioso y el otro no. Ambos son silenciosos y sólo contienen objetos mudos: las palabras y sus relaciones, la gramática, y ambas constituyen formas silenciosas que dan fines al decir. El buen poeta sólo crea desde la soledad, y se quedará con el silencio de ambas formas y no con su aparatosidad, sus vínculos sociales, sus ruidosas fiestas de diccionario remilgado o de procacidad callejera. La trabazón social del lenguaje no poético –no amoroso: ni amante ni amable– sólo sirve para ancorarse, para quedarse trabado en una pose, en la trampa de la máscara que sólo sirve, a su vez y como las máscaras griegas, de amplificadores del sonido del silencio de aquel que no tiene nada que decir, transformando al silencio del lenguaje en un ruido ensordecedor, es decir: un silencio que en definitiva ya nadie oye. Es la soledad de la roca en el roquedal.

Hablar el silencio, en lugar de decirlo, tratando de acompañar esa soledad vulgar no poética, es, en gran medida, el mal de toda alma que ha confundido el ser con el tener. De hecho, se puede crecer de dos maneras: desde el interior, aumentando el caudal de su propio ser o mediante el agregado de cosas desde el exterior, aplastando con cosas (con “bienes”) aquello que somos. Y, al final, reemplazando lo que somos por lo que tenemos, transformando a esa cosa, el ‘yo’, en un objeto más que se pierde sepultado en una baraúnda de posesiones. Ese es el extremo de la soledad intrascendente, desamorada, claramente denunciada por el nacimiento y la muerte, pero que ni aun así motiva al vulgo a buscar una superación personal. Sólo cuando la soledad es descubierta como una epifanía se da el evertir de nuestra esencia hacia la vastedad de lo que nos rodea en una incontenible y redentora efusión del ser.

La soledad que se consustancia con el silencio que surge donde está todo dicho, que amanece en la consciencia y no necesita de compañía porque se es todos, lo es porque ama… Nuevamente tenemos a la soledad encarcelada en su libertad... pero no como una libertad que condena sino como una condena que libera. Es muy difícil para el Hombre hiperconectado actual alcanzar ese nivel de silencio y tal grado de pureza de soledad. Su yo permanece anclado en el ruido del hablar y en la soledad del amontonamiento… Con otros ‘yoes’ tan solitarios como el de él, la soledad en tanto que aislamiento psicológico, se acentúa provocando un grado de alienación social que induce a todo tipo de desajuste afectivo que no encuentra prácticamente límites… y ya no se puede decir: sólo se hablará.

Estaremos esclavizados por prejuicios y hábitos; la insistencia en concebir al yo como eje de un “entorno” que incluye a los demás como otros tantos objetos que giran a su alrededor; el apego a los “bienes” para “crecer desde afuera”; las constantes disputas internas de nuestro psiquismo entre intereses y desintereses, simpatías y odios… todo eso, junto al creernos inmortales y no darle perspectiva de temporalidad a nuestra mente para que cada acto valga en trascendencia, resultan en impedimentos para la serenidad del silencio que ya ha hablado y la soledad del que ya es uno con el otro.

Estos impedimentos para acceder desde la soledad al amor hacia el otro, se pueden resumir en los cinco que nos presenta el yoga: avidia o ignorancia; asmita o falso sentido del yo; raga o aflicción; dvesa u odio y abhinivesa o apego. Viendo esto, se entenderá la universalidad de estos cinco obstáculos que agitan el espíritu hasta volverlo una roca estéril; un espejo de agua donde no podremos ver el mundo y el cielo que en él se reflejan, porque estará agitado, desordenado y confuso… Y en ese desorden y confusión, el yo le ruega desesperadamente a su reflejo que le devuelva una respuesta a su nada existencial, sin entender que le está rogando a un reflejo que sólo puede devolverle el “yo” que ese mismo yo grita…

Por esa misma patología se enamoró la ninfa Eco de Narciso y por eso Narciso sólo fue imagen (“imago”: acabado, incapaz de transformarse) mientras que Eco, despreciada por el bello Narciso, se aisló en una caverna y se fue disolviendo hasta quedar de ella sólo su voz, que aún hoy sigue repitiendo lo último que uno dice. Así, la soledad se potencia en sí, hablando desde la ilusión de creerse el yo a sí mismo como estando en el reflejo (lo que Lacan llamaba “la locura de creerse ‘yo’” en la fase especular del desarrollo del niño), y la voz del grito primal de Arthur Janov, develando aquel conflicto nacido en la infancia y que deviene en nuestras neurosis adultas y que, en ellas, nuestro decires se vuelven abstrusos hasta lo absurdo (ab surdus: lo que nos deja sordos).

Un mundo de espejos y de ecos. Un mundo sin nadie... un mundo de solitaria soledad.

Los dos extremos de la soledad

¿Queremos ir hacia el otro como un acto de generosidad y amor o, si salimos de nuestra soledad, queremos huir de nosotros mismos? Y en todo caso, ¿por qué huir? Muy probablemente porque la soledad produce poco o nada materialmente. No hay éxitos que exhibir ni premios de los que jactarse. No se le encuentra fácilmente una utilidad y, con ella, una ganancia exhibible. No satisface ninguna fantasía de éxito.

Y así, la presencia y acción del yo en el psiquismo puede volverse insoportable al develar su falta de esencia: su máxima y estéril soledad yace en ser sólo una imagen sin futuro y un eco hueco en una caverna sin fin. Es que quedarse en soledad es lo que requiere de verdadero esfuerzo. El espejo de Narciso que nos habita –el no muy claro logro evolutivo de la autoconsciencia– quiere sólo comunicar el ruido del eco que lo constituye, repitiendo lo que el otro piensa en la mencionada mancomunidad de “yoes” como islas solitarias perdidas en el mar... y cada yo enviando su mensaje en una botella al otro. ¿Qué dirá el mensaje que nosotros (cada uno de nosotros) enviamos al otro desde nuestra soledad? ¿“Yo” o “Tú”?

El primer punto de anclaje de la soledad es, obviamente, el yo. Él está ahí solo y es lo que es, gracias a que está solo. Es un punto. Una nada que se arroga el sentido de todo. San Juan de la Cruz (s. XVI) estimaba que el punto de partida para conseguir una verdadera soledad desde la cual ir hacia el prójimo, es tener “la casa sosegada”. Cancelar los apetitos y las curiosidades. “Un desasimiento grande de todo”, dice Santa Teresa: “un arrancamiento de alma”: cortar todo enlace de nuestros intereses mundanos, plurales, a fin de poder quedar –dice Santa Teresa– “embebidos” en una sola cosa.

En paralelo, el hinduismo predicará el nanatvam na pasyati: el “no ver diversidad”. San Juan de la Cruz interpretaba que Dios pidió que el altar del sacrificio en el templo estuviera vacío “para que entienda el alma cuán vacía la quiere Dios de todas las cosas”. Como un desnacer, volviendo a ser ese uno excluyente que alguna vez se fue antes de ser “uno más” en el rebaño vulgar. Ese uno cuando era “auténtico”, siendo uno solo con el padre y la madre en el misterio del vientre... o aun antes, cuando sólo se era amor. Ser de nuevo esa soledad sin yo. Pero esta soledad es inconcebible: nos enfrenta a “el silente silencio de Dios” de Eckhart de Hochheim (s. XIII) o frente a “la noche oscura del alma” de San Juan de la Cruz.

Frente a ese desierto oscuro del eremita, la luz, al no chocar contra nada, se hace efectivamente, oscuridad3. Dice San Juan de la Cruz: “Esta es la propiedad del espíritu purgado y aniquilado acerca de todas particulares aficiones e inteligencias, que en este no gustar nada ni entender nada en particular, morando en su vacía oscuridad y tinieblas, lo abraza todo con gran disposición para que se verifique en él lo de San Pablo: ‘Nihil habentes et omnia possidentes’.” (“No tienen nada y lo poseen todo...”). Y ahí aparece el otro ancla de la soledad: Dios. En efecto: en el otro extremo del yo está la visión panteísta: todo es de dios y todo es dios, ese Dios judeocristiano absolutamente solo. Por eso escribe Eckhart: “El verdadero tener a Dios está en el alma, no en pensar en Dios uniforme y continuamente. El hombre no debe tener sólo un Dios pensado, porque cuando el pensamiento cesa, cesaría también Dios”.

Desde otra perspectiva, Dios y su soledad es el punto del mandala4 que es, asimismo, el punto de cruce entre los dos tramos de la cruz cristiana. En esa unidad estuvo el despliegue del dios, dado entre las oposiciones representadas por las manifestaciones vertical y masculina y su opuesto, lo horizontal y femenino. Su expresión es la cruz5 y su exaltación se da como un nuevo punto que creará una nueva y futura cruz rumbo a ser un nuevo dios: el círculo mandálico cerrado.

Para Nietzsche, en la soledad del Hombre superior se despliega el abrazo de la vida y no el imposible abrazo del Cristo muerto. La limitación en la visión nietzscheana choca contra la unidad del dios cristiano: solitario en la cúspide debe estar el Hombre en su amplio dominio de sí mismo y del mundo y no un dios... y en todo caso, será ese “superhombre” quien deba ser el crucificado en su propia naturaleza y como afirmación extrema de la vida como fuerza última. Así vista, la soledad sería la fecundidad y fruto de una voluntad expansiva y orgiástica. Una explosión de entusiasmo: en theos “con dios dentro”. Un anhelo por transmutarse a una esfera superior de valores donde el dios sea comido e incorporado como una nueva verdad interior: una suerte de eucaristía atea.

El Cristo de la cruz resucitará dentro de lo humano. El Dios cristiano no se hará Hombre sino que será el Hombre: tanto el superhombre de Nietzsche como el “Hombre superior” de Schopenhauer, en quien la soledad de la sumidad encontrará la justicia final. Porque la cima está hecha para un Hombre solo: no cabe otro... el otro es excluido. El Hombre queda, al fin, en soledad y libertad...

Pero ¿podemos entender en nuestra humanidad tal situación? Se trata de un mundo personal inconcebible para nuestro psiquismo. No es la quietud del éxtasis, que es, en definitiva, un conocimiento dinámico, ya que un ex-stasis es un “estar fuera” y eso, de últimas, es un “salir” de la soledad a través del amor. Por eso no es quietud, sino que es un salir de la falsedad, como en el Satori o el Nirvana, entrando a la soledad a través de la compasión. Así como se cuenta que el Buda deja en su lugar, animales al alcanzar su moksha o salvación, e integrarse a su soledad, Cristo entra al mundo de la soledad “inauténtica” entre los animales –el pesebre es la naturaleza prehumana– para enseñar la evolución hacia la soledad de ser uno con el prójimo. El cristianismo propone que su soledad sea un salir de la estasis para ser en el otro a través del amor, mientras que en el budismo se busca entrar en la soledad pura como un postrer acto de ese mismo amor... Un viaje cíclico y eterno entre Belén y Kushinagar...

La soledad como unidad convive con su contradicción, mientras se sienta alguna forma de empatía... aunque sea el cosificador a/pathos del psicópata. La unidad de la persona es una tarea que trasciende al individuo y en la cual encuentra su razón la humildad y solidaridad con los demás Hombres. Toda finalidad humana, todo solitario final del Hombre, es búsqueda y trabajo metódico, autolimitación y al mismo tiempo autoproyección, reconocimiento del valor y de la dignidad de los demás. Sin un fin determinado en que el hombre concentre y reduzca a la unidad toda la multiplicidad de sus aspectos y relaciones con el mundo y con los demás, el individuo solitario, el yo, la persona, no son más que generalidades vacías, que no pueden concentrarse en una sustancia viviente. Es la presencia del otro lo que nos da la legítima y última soledad.

Notas

1 Al respecto, ver nuestro artículo “La nada”.
2 Puede consultar el artículo en este enlace.
3 Recomendamos la lectura de nuestro artículo “Luz y sombra: metáforas de la materia”.
4 Para ampliar, acceda a nuestro artículo “Mandalas: lógica y simbolismo”.
5 Hemos tratado este tema en el artículo titulado “La libertad”.