Y de las tinieblas surgieron las manos que penetran la naturaleza y moldean a los hombres…
(Alfred Tennyson)
El sol ama nacer. Originarse a sí mismo. De hecho, la palabra “origen”, tiene vínculos con el latín oriri que, precisamente, quiere decir surgir, levantarse, aparecer, y con Oriente que viene del participio de oriri: oriens, orientis. “Ad orientem solem”: hacia donde el sol se levanta. Ya vimos en un anterior artículo1 que la palabra “sol” (una palabra notoriamente corta) se relaciona con su puntualidad: un punto único como fuente inagotable –e infaltable– de luz y vida… y se relaciona también con el “sur”, otra palabra corta, puntual, con validez en este sentido en el Hemisferio Norte, ya que en su contraparte austral, el sol declina hacia el Norte.
Como sea, y más allá de lo que enseña la Astronomía (que el sol se apagará en unos 5 mil millones de años), el sol es en todas las tradiciones un equivalente simbólico al surgimiento de la autoconciencia del Hombre. Tal como pasa con la palabra “sol”, el yo que brilla cada mañana al despertarnos en nuestro aparato psíquico, es otra palabra corta, seca, puntual. Es un punto que ilumina todo nuestro entorno (en torno al yo) y al que llamamos realidad: un paisaje iluminado –y creado– por nuestro yo.
Y así como amanecen el sol y el yo, en el Hombre como entidad simbólica, también amanece nuestro Adán: nuestro vínculo simbólico con nuestra identidad y con la del Hombre como especie. ¿Adán fue el primer Hombre sobre la Tierra? Aunque se lo suele interpretar como una cuestión cronológica, es dable entender que es, más bien, el primero cualitativamente. La historia egipcia del barro nutritivo tras las inundaciones del Nilo o el Éufrates dio origen el devenir simbólico del Hombre creado de la tierra humedecida: el elemento ctónico (terrestre) y el uránico (celestial) reunidos en la vida del Hombre… pero destacando su primacía cualitativa esencial respecto de toda la vida.
Él es primero como responsable del linaje ontológico y moral que de él desciende. Así, el Adán judeocristiano y el Adam islámico basan su preeminencia en ser un remedo de la divinidad… o más que en un remedo: lo basan en ser la imagen en tanto que imago es equivalente a ser algo completo: Adán es un Dios completo pero en potencia, de ahí hay que recalcar que ser imago no es ser Dios, aunque con él hayan aparecido frutos divinos, verdaderas primicias en el Universo como la conciencia, la razón, la libertad de arbitrio, la responsabilidad, la autonomía: a pesar de todo ese bagaje, no apareció el Hombre con una naturaleza divina en acto: a imagen de Dios pero no idéntico a Dios.
La materialidad será el obstáculo del Hombre recién creado para que desarrolle la “musculatura espiritual” necesaria para alcanzar por fin la divinidad en pureza de espíritu y cuerpo. Será necesario que el Hombre –tanto varón como “varona”– puedan romper el envoltorio carnal y el espíritu evertido, siendo una calidad superior de la materia, trascendente, “envolviendo” al cuerpo material y subyugando a esa materia inerte que, como tal, no responde a la voluntad si no es animada por el principio divino del cuerpo espiritual.
En este sentido, así como Dios queda enceguecido –simbólicamente, claro está– cuando regresa al Edén y no puede ver ni a Adán ni a Eva, ellos ya habían quedado enceguecidos y por ello deben abandonar el jardín y quedar consecuentemente ciegos a la presencia de Dios: la carne impide la visión del espíritu. Quizás esa sea la razón por la que, en Las Metamorfosis de Ovidio, la diosa Temis, la titánide que velaba por la ley divina, el orden, la justicia, la ley natural y las costumbres, le dan la receta a Deucalión y a Pirra acerca de cómo repoblar tierra de hombres y mujeres tras la decisión de Zeus de inundar la Tierra ante el final de la Edad del Bronce: “Retiraos del templo –de Delfos– y velaos la cabeza, y soltaos vuestros ceñidos vestidos, y los huesos tras vuestra espalda arrojad de vuestra gran madre”...
Los huesos eran, entonces, las rocas de Gea, madre de ambos, las que se fueron ablandando con lo húmedo: “De ahí que un género duro somos y avezado en sufrimientos y pruebas damos del origen de que hemos nacido. A los demás seres, la tierra con diversas formas por sí misma los parió, después de que el viejo humor por el fuego se caldeó al sol…”. El sol vuelve a ser el protagonista de aquellos primeros seres humanos, mientras Deucalión y Pirra les daban la espalda y se enceguecían con sus velos, los barros del Nilo y el Éufrates hacían su trabajo de mudar la tierra seca en seres humanos de barro maleable. Adán está presente aquí: él debió ganar en materialidad al precio de enceguecerse para con su carácter divino que lo habitaba: el mismo sol de cada mañana. Parafraseando a Rousseau, quedaría atrapado con cadenas de materialidad para que su libertad espiritual valiera.
La tradición judeocristiana pone a Adán en el triste papel de haber hecho lo de tantos otros personajes simbólicos: el de buscar alcanzar antes de tiempo lo que no debía ser alcanzado: la divinidad. La promesa de la serpiente de “ser como dioses” nunca se descarta. De hecho, todas las tradiciones más importantes lo incluyen de alguna manera, sin embargo, la occidental dominante desde hace siglos, a través del catolicismo y la mayoría de sus ramas protestantes, la niega. En general, los diferentes “Adanes” de las diferentes culturas –hayan sido primeros o no en la genealogía simbólica humana– padecen del mismo mal: el deseo. La presencia de “árboles prohibidos” (asimismo, luces o fuegos prohibidos, cualidades y poderes prohibidos, etc.) despierta la inequivalencia de lo “real” respecto de la equivalencia en la que viven los animales (y el psiquismo virginal de Adán y Eva en el Edén).
El Hombre, al segregarse del entorno –creando, precisamente una imagen real del entorno que reemplaza a la verdadera naturaleza– le da “peso” real o inequivalente (es decir, alejado de la plenitud de lo total o verdadero) a todo lo que lo rodea, diferenciando la totalidad a través de su interfaz psicológica con el ambiente, en términos de “cosas”. Es desde esta segregación que aparecen las diferentes estructuras mentales de posesión o poder, entre otras ilusiones análogas. Lo primero que el Hombre quiere, ante todo y tras estas construcciones psíquicas, es el querer. Y como decía Lao Tse: “Eres dueño de todo hasta que deseas algo, entonces ya no eres dueño de nada”.
¿Y qué es lo primero que se desea? Pues integrar lo disperso de las cosas del entorno a través de su nuevo agente movilizador, más allá de las funciones básicas para vivir, que es el recién nacido yo. La equivalencia original del todo, de la que se separa el Hombre y que insinúa en su lenguaje simbólico, es desear ser el “dueño” del universo de las cosas ilusorias que conforman la realidad. El proceso de descomposición de la totalidad que permite acceder a ese constructo de la realidad, genera el anhelo inconsciente de algo que en los animales se da de manera espontánea y unívoca y que en nosotros requiere de todo un aparataje de misticismos, creaciones artísticas, religiones, etc., para recuperar por unos instantes cierta noción de un “más allá” de la realidad donde se resuelven todas las diferencias que había generado, en el plano consciente, la realidad hecha de cosas.
Los mitos sobre este Adán que quiere recuperar la totalidad en su condición “caída” se vincula con una idea de pecado que no fue tal. Dijimos en el artículo “La mujer y su simbolismo”2: “Aunque resulta clara la oscuridad que Eva le traía al mundo, no había ningún pecado ‘original’ en la pareja dado que, aunque se desobedece el mandamiento de no comer del fruto del conocimiento (la maduración del espíritu en la carne), no existe todavía el conocimiento del mal y, por ende, ningún pecado…”.
Al amparo de este juicio equívoco acerca del “pecado original”, sin embargo, prosperó la idea de un uso absurdo de la libertad rechazando toda dependencia de Dios, lo cual llevaría, evidentemente, a alguna clase de muerte. Sin embargo –y como se dice en el texto de referencia–, se trata de un proceso de maduración del espíritu en su contacto con la carne transitoria que lleva a aquel, ahora atado a la carne, a conocer el dolor, la tristeza, la vejez y la muerte… así como el placer y la alegría. Y si bien aquellos duran más tiempo y el placer y la alegría duran mucho menos, las joyas de la corona del espíritu son el placer y la alegría. Y es contra estas “joyas” que el mito del “pecado original” se ha ensañado contra el Hombre, condenándolo impiadosa y absurdamente al pesimismo respecto de sí mismo. Pero hubo que esperar a otro Adán para que revirtiera esta situación –aunque se encargaron de recordarlo siempre clavado al dolor y a la tristeza–, y nos referimos, obviamente, a Jesucristo.
El segundo Adán
Jesucristo es el segundo Adán en orden cronológico, pero es el primero en un sentido místico: el primo prior, porque es “el más hombre de todos los hombres”. Dice en Hebreos 4:15: “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”. A título superior, el Cristo es el Adán primero en el orden de la naturaleza y en el orden de la Gracia. Reúne, como nuevo Adán, la naturaleza original del Adán edénico pero con las limitaciones de la carne porque su madre era de carne, hueso y sangre. Sin embargo, en el segundo Adán encontramos la chance de la gracia, la santidad y la vida eterna; cosas a las que el primer Adán había renunciado… pero no en contra de la Humanidad, sino para que la plenitud del Edén fuera posible de nuevo sin perder de vista ese ‘yo’ que la caída nos había entregado como don.
Hasta la llegada del segundo Adán, el libre albedrío flotaba a la deriva, pero con el segundo Adán ya hay una brújula, un Norte al que seguir. Así, el segundo Adán simboliza todo lo que había de positivo en el primero, elevándolo a la referencia final de lo absoluto y divinal… pero sin serlo del todo: el segundo habrá, como el primero, de entristecerse, sufrir y, finalmente, morir. Es la antítesis de lo negativo en el primer Adán, reemplazando la certidumbre de la muerte con la promesa de la resurrección y la divinización que le había prometido la serpiente al primer Adán.
San Pablo ha magnificado esta antítesis en ciertos pasajes: “El primer hombre, Adán, ha sido hecho alma viva; el último Adán es un espíritu que da la vida. Pero no es lo espiritual lo que aparece primero; es lo animal (lo psíquico), después lo espiritual. El primer hombre, salido del suelo, es terreno; el segundo hombre viene del cielo. Así ha sido el terreno, así serán también los terrenos; así es el celestial, así serán también los celestiales (los que devengan por virtud propia, en dioses). Y lo mismo que nos hemos revestido de la imagen de lo terreno, debemos revestir también la imagen de lo celestial” (1 Cor 15:45-50). Y en Romanos 5:12: ”Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un Hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los Hombres, por cuanto todos pecaron”.
Heredamos genéticamente el Pecado Original de Adán… pero se trata de una genética lógica. Más específicamente, de algo lineal: un caso de propiedad transitiva: “si A da B y B da C, entonces A da C”… algo que sabe a griego, como lo es todo lo relativo a este enjambre mítico helénico que había invadido la inteligencia “oficial” hebrea... pero ¿no es circular el tránsito del segundo Adán al primero? ¿No se completa un círculo con la muerte del Cristo en el Gólgota ya que ahí se creía enterrado al primer Adán?
De hecho, para Carl Jung, Adán es el “Hombre Cósmico”: se trata de ver en el primer Adán a un Hombre circular, que empiece y termine en él mismo. Será el Hombre profundo, el insondable, el gran “No” de la oscuridad nocturna que está muy lejos de ser negatividad, sino que sólo está en el lado opuesto al “Sí” pero dentro del mismo devenir desde lo material a lo divinal. De ese modo, el primer Adán es un “Sí” larvado. Es lo que se oculta tras la vegetación que cubre su desnudez… desnudez que concentra su potencial como creador de vida: allí reside la sacralidad del Adán encarnado: lo sagrado del cuerpo material está en su sexualidad.
En el Árbol de la Vida
Ya habíamos identificado la importancia del sexo en la materialidad del Hombre. En nuestro artículo “Simbolismo y metafísica del círculo”3 volvemos a ver el cuadrado en el dibujo del “Hombre de Vitruvio” de Leonardo: sus diagonales se cruzan sobre los genitales del hombre-modelo: la materialidad e inercia que simboliza el cuadrado se asocian al noveno sefirah del Adam Kadmon u “Hombre primordial” (también Adam Elyon: “el Supremo”) sobrepuesto como dibujo al dibujo del Árbol de la Vida.
En el Árbol de la Vida cabalístico o Árbol Sefirótico, los genitales se corresponden a la novena sefirah Yésod: el Fundamento, aportando la autoconsciencia y sumándose a las naturalezas emocionales e intelectuales de Tiféret (Belleza) y Netzach (Victoria) para darle al hombre el sentido de vivir una realidad… aunque la Verdad superior del Árbol, que le es invisible, inevitablemente lo determina. La sefirah Yésod funge como fundamento divino y canal vinculante entre las dimensiones superior e inferior del Árbol de la Vida, representando la estabilidad, la conexión y la lealtad. Yésod facilita la comunicación y manifestación de las energías divinas en el mundo físico, como puente entre los mundos espiritual y material.
El ser que nace del no ser material (el ser espiritual, invisible al Hombre de carne), atraviesa el velo de la Nada que separa ambas dimensiones dejando el espacio para el Adam Kadmon y el embrión en el vientre de la madre. El ser que se forma desde el barro y sus nutrientes (barros del Nilo y del Éufrates) será a imagen del Dios que lo creó, y por eso el modelo humano coincide con el Árbol Sefirótico en tanto que expresión de la voluntad divina… proveniente del Ayn o “Nada existente” hasta la materialidad absoluta de la décima sefirah Maljut o el Reino (proceso que ya analizamos en otra publicación4.
El segundo Adán, Cristo, simboliza el Sí en tanto que perfecta realización de todas las potencialidades del primero. Pero lo fascinante del segundo Adán es que sigue el modelo del héroe griego: muerto, resucitado y salvador, que convoca a una transformación interior. Escribe Raymond de Becker en Las maquinaciones de la noche:“El misterio de Jesús aparece por entero en esa necesidad que cada uno encuentra en sí mismo, de crucificar su parte más preciosa, de asesinarla, de escarnecerla y, gracias a esta crucifixión, recibir la gracia de la salvación… Es por ello que el corazón del hombre está sin cesar ensangrentado y luminoso, sufriente y glorioso, muerto y resucitado…”. Y del mismo modo en que Adán coincide en su anatomía con la distribución de las 10 sefirah del Árbol Sefirótico, su existencia caída abre la posibilidad del Árbol Qlifótico, que resume las fuerzas negativas como contraparte del anterior.
Generalmente representado a continuación del Sefirótico, se suele incluir a una serpiente que envuelve los troncos de ambos árboles. El Árbol Qlifótico es un canal que conecta con el inframundo permitiendo la trascendencia de las fuerzas negativas, contaminando la luz divina siempre presente en el Hombre, a través de la serpiente que se enrosca sobre ambos árboles (y que es la serpiente del Génesis, obviamente). Remata el concepto de lo bajo de Adán el Kybalión (el legado de Hermes Trismegisto) en su Ankh 44: “La oscuridad si no puede vencer, se revuelca en la inmundicia de sus emanaciones más corruptas y densas”, y en el Ankh 55: “Cuando la Verdad es amordazada por los miedos, la manipulación, la soberbia y la densidad humanas, pierde su divinidad y se convierte en Oscurantismo”. En pocas palabras: se abandona la luz interior de aquel sol inicial. Adán es el peligro cierto de esa densidad, la “causa final” aristotélica que arrastra hacia la sefirah Maljut (“el Reino”), la sefirah más baja que define la materialidad humana y que se prolonga en la negatividad del Árbol Qlifótico.
Las tradiciones judías, con influencias iranias y neoplatónicas, han trabajado acerca del simbolismo de los primeros capítulos del Génesis, tratando especialmente de congeniar una primera idea de que el Hombre era varón y mujer al mismo tiempo con la segunda que dice que Eva nace de una costilla de Adán. En principio, Adán signa al “hombre terrestre” creado por Dios con tierra (para algunos, del hebreo: adamah, “tierra labrada” o “tierra de los hombres”). Es llamado Golem y luego animado por el soplo de Dios en la nariz –la boca estará a disposición del Verbo, aunque esta idea no está del todo presente entre los judíos–. La arcilla más fina usada fue tomada del centro de la tierra, en el monte Sión (Har Tsiyyon) considerado el ombligo del mundo. Esa arcilla es, a su vez, todo el mundo. En el Talmud se describen las 12 primeras horas de la primera jornada de Adán:
La tierra se acumula.
La arcilla se transforma en un Golem.
Sus miembros son extendidos.
El alma es insuflada.
Adán se tiene en pie.
Nombra a los seres vivos.
Le es dada Eva.
La procreación de Caín y Abel.
La prohibición.
La desobediencia de Adán y de Eva.
El enjuiciamiento.
La expulsión del Jardín.
Al tratarse el Hombre primordial de un círculo simbólico, existen relaciones entre el primero y el segundo Adán: una leyenda afirma que Adán muere un viernes 14 de Nisán a la hora novena, prefigurando la muerte del Cristo y ya vimos en una ocasión anterior2, cómo la cruz del segundo Adán se clava en la tumba (en la cabeza) del primero, y así también se resumen en una sola estructura simbólica los árboles sefirótico y qlifótico. Según una antigua leyenda, Adán moribundo manda a su hijo Seth (cuyo nombre viene del Set egipcio y que será el futuro Satanás) a que vuelva al Paraíso para tomar un fruto de inmortalidad del Árbol de la Vida. El ángel encargado de la guardia del Paraíso se niega a darle un fruto, pero en cambio le regala tres semillas. Seth las plantará en la boca de Adán ya muerto y de allí crecería un árbol del que se extraerían los maderos para la Cruz. Seth es el vehículo por el cual se libera la naturaleza solar del Hombre, que reaparecerá en Jesucristo…
El sol ama nacer. El impulso de lo cósmico se expresa en lo humano (tanto “Hombre” como “Humano” provienen de “humus”: tierra) y lo hace como consciencia de sí con la misma insistencia y esplendor con la que el sol sale todos los días. Y esa consciencia brilla en nuestro Oriente como todo un sol por nuestra naturaleza expresiva, poética. Surge como la luz de un dios emana en cada sefirah del Árbol de la Vida. En aquel mítico Adán hubieron de ser todos los Hombres que serían en todos los futuros, incluyendo el camino futuro que habría de llevar a Belén y a la Cruz.
Hoy seguimos, curiosamente, los mismos senderos de la filosofía griega: acumulamos sobre nosotros atributos desde la antropología filosófica y la ciencia, pero no aparece clara la necesidad de decirnos qué somos. Seguimos haciendo la physis aristotélica. Seguimos relacionando al Hombre con el Universo como si éste fuera una polis griega a la cual le debemos las responsabilidades éticas y poéticas que caracterizan al Hombre… pero analizar al Hombre como persona, requiere entender que cada Hombre puntual –tú o yo– es Adán.
Lo que de nosotros aparece frente a nuestra cara es el prosops (persona) griego: lo que nos salta a la vista. Es nuestra propia máscara y ésta está espejada interiormente. Nuestra máscara, con la cual nos definimos y nos limitamos exteriormente refleja nuestra cara –imaginando la posibilidad de un exterior a la que llamamos “verdad”–... y es en esa cara en la que reconocemos lo que nuestra máscara nos dice de nosotros mismos y a la que le creemos. Y es en este ir y venir infinito entre mi rostro y su reflejo en su propia máscara (que me dice cómo soy), donde surge la herramienta psicobiológica y adimensional del yo, la que explica nuestra naturaleza real –no verdadera– por medio de una especie de hilemorfismo, dividiéndose en cuerpo y mente.
Siendo puntual, nuestra naturaleza yoica no es relacional porque las relaciones no son relacionales, pero a diferencia del yo puntual, nuestra naturaleza abierta al lenguaje (al Verbo crístico) nos hace paradójicamente relacionales. Buscamos irnos al otro desde la ficción del yo (“amad a tu prójimo como a ti mismo”), tomando a esa ficción como una plataforma desde la cual hacer pie y alcanzar lo que tiene de “otro” el otro. Esa fue la misión amorosa de Adán al aceptar el fruto: caer en la neurosis del yo para poder amar a Eva. Y en ese primer amor iniciar, a los tropezones, el camino de regreso a Dios, fuente de todos los amores… y de toda la luz solar del Hombre que pugna, desde siempre, por amanecer a través de la trágica opacidad de nuestra piel.
Notas
1 Acceso a nuestro artículo Cosmos.
2 Acceso a nuestro artículo La mujer y su simbolismo.
3 Acceso a nuestro artículo Simbolismo y metafísica del círculo.
4 Acceso a nuestro artículo Luz y sombras: metáforas de la materia.