El escritor y periodista Giovanni Guareschi dio una definición muy atendible de cómo puede llegar a entenderse la labor de un filósofo: es como un dentista, decía, que hace agujeros a los cuales no puede rellenar luego con aquello mismo que removió, por lo que debe hacer empastes y aleaciones que remeden lo que había originalmente... pero eso, ¿podría ser tomado como una respuesta a un planteo filosófico?

El agujero negro

El filósofo se parece también a un artista que descubre en lo más sencillo y cotidiano temas como para hacer preguntas de lo más interesantes, que llevan a plantearse problemas de todo tipo y calibre, pero ¿da alguna vez alguna solución? Las ocasiones en las que la filosofía fue usada como solución práctica, siempre llevó a problemas sociopolíticos muy serios, incluyendo guerras mundiales. ¿Hay algo entre las manos de un filósofo, por filoso que fuera, cuando filosofa? Ambrose Bierce, en su Diccionario del diablo, definía a la filosofía como «un camino de muchos ramales que conduce desde ninguna parte hacia la nada». Y es, efectivamente, lo que muchas veces uno siente: que el filósofo da vueltas y más vueltas alrededor de sus objetos -antiguos o contemporáneos, comunes u originales-, pero que lo único que termina haciendo es siempre eso: dar vueltas.

La filosofía no parece ir, sino que se limitaría a solo estar siempre ahí, metida entre las cosas socavando cimientos. Si la tomamos en serio, esas cosas cotidianas pueden quedar descompuestas hasta hacerse irreconocibles tras la multiplicidad de definiciones, aproximaciones o especulaciones que hace el filósofo; pero en el fondo del pozo, cuando queremos recoger, nos encontramos siempre con alguna clase de nada. Muchos caminos, pero ninguna salida: un laberinto de infinitas entradas, pero de ninguna solución.

La filosofía es una forma de acercarnos a la Nada... y no nos referimos a no tener «nada» en los bolsillos, en un recipiente o en una argumentación, sino a una nada más sustancial (valga el oxímoron), más fundamental que merezca una ‘N’ mayúscula. Un sustento de aquel Todo que hemos tratado ya varias veces. Una especie de locura del pensamiento, como quería Bergson llamando a la Nada una «pseudoidea», es decir, un delirio de la mente, que muy bien podría acompañar al Todo: otro delirio de la mente. Hasta podríamos empezar a ver entre el Todo y la Nada cierta cercanía que podríamos llamar teológica: ¿qué mérito habría en un dios que siéndolo Todo no tuviera un lugar para una Nada propia? Por eso los dioses solo se ven en los relatos: porque son el Todo y su Nada correspondiente, estar en todo es lo mismo que no estar... y no estar es la respuesta al problema de estar en todo.

Escribió el poeta y chamán galés Taliesin (s. VI): «He sido un jefe en la batalla, he sido una espada en una mano, he sido un puente que atraviesa sesenta ríos, estuve hechizado en la espuma del agua, he sido una estrella, he sido una luz, he sido un árbol, he sido una palabra en un libro, he sido un libro en el principio». Y si no hay cosa que Taliesin no haya podido no ser -pasadas o futuras- iría a ser también el Gral. Patton recordando haber sido un soldado de Julio César; Pitágoras reconociendo el escudo que había usado -siglos atrás- en la guerra de Troya o Empédocles de Agrigento: «He sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar». Y habrá sido el mismo soldado que viajó en el vientre del caballo y también fue el caballo hueco y la oquedad misma del caballo.

Lo Absoluto: ser el soldado, la mano, la espada, el acero, el empuje, el filo, la herida y la sangre liberada. Ser el victimario y la víctima: ser el Todo y la Nada. El que mata y el que el muere. Los que se gritan y el aire que fluye de ambos gritos: del que estuvo vivo en todas las batallas y del que morirá bajo el sol de los diferentes tiempos. Todo eso nos volverá una sola cosa inmóvil, siendo y dejando de ser todo en todo tiempo y espacio... El poético haberlo sido Todo anclado al devenir de sí mismo es una manera de reconocer en nosotros una versión de la Nada. Quod semper quod ubique quod ab omnibus: aquello que es «siempre y en todas partes y de todos» es el símbolo, aquel que revela lo que busca ocultar y que oculta aquello que muestra.

Nos dice Freud: «...ningún mortal puede conservar un secreto. Si sus labios están cerrados, parlotea con sus dedos; lo que lo traiciona se le escapa por los poros». Somos un libro de cristal: todas nuestras páginas se traslucen entre sí en todas direcciones de tiempo y espacio e incluso de identidad. El «yo» es al mismo tiempo el «todos». Nos creemos uno, pero desde nuestra identidad comienza el largo camino sin muros ni fronteras del inconsciente que se abre paso a través de la evolución de la psique: el inconsciente colectivo. Entre el globo del yo y la atmósfera que lo rodea (el resto del Universo es más que el Todo, es lo Absoluto) existe un horizonte de eventos. Es como en el agujero negro de la cosmología, solo que en lugar de intentar ver infructuosamente la singularidad que esta encierra, nosotros -nuestros yos- somos las singularidades a las que les es imposible ver aquello que las determina, su contexto ambiental, su ecología real.

En esta descripción metafórica, el horizonte de eventos visto desde el centro del agujero negro se parece a la primera tópica freudiana: la consciencia separándose y uniéndose al entorno inconsciente mediante el preconsciente, y en ese preconsciente es por donde se desliza el perfil del símbolo... siempre perfil, siempre sombra, nunca verdadero o falso, siempre distante de alguna verdad. El único vínculo que el símbolo mantiene es con la falsedad de la palabra consciente: todo es falso en la conciencia. Para la consciencia toda palabra es falsa, farsa, falta. Un «te amo» lo es en el silencio de la boca que besa y en los ojos que se cierran cansados de ver. Es falso en el decir, pero no en cómo lo dice. Todo lo que se dice y nos decimos no puede codificarse en términos del silencio inconsciente. En el inconsciente, la palabra no halla eco alguno ni interlocutor alguno: allí no hay nadie, no hay diálogos posibles.

La palabra del inconsciente aflora verdadera en el lapsus linguae. Surge la voz de la Nada del silencio medular de nuestras palabras. Espiritualidad, no cuerpos, para devolverle la Nada a la consciencia, calmarla y liberarla de la tiranía de la palabra y la exigencia de la verdad. Que el yo se desvanezca en la iridiscencia del libro traslúcido de lo humano, sin cielo ni tierra donde apoyar la litera literal de la literatura consciente. Que la Nada sea admitida. No en las cosas, no en el mundo ni en el espacio, sino en nosotros. Aceptar la pérdida, abrir la mente y dejar volar los fantasmas de la vida consciente. Vernos llenos de nada porque hasta el yo mismo debió abolir la pesadez, la melancolía... y volar, volar de nuestra mente, de sus mitos comenzando a vivir entre los fantasmas de los símbolos.

La tumba vacía, habitada por la Nada, es la boca que se abrió y dejó salir al Verbo y que, sin palabras, se llamó a sí misma a silencio, silencio pneumático, henchido con el primer soplo en la nariz: puro aire, pura Nada... y la Nada lo hace volar: por eso hay un ángel que le reclama a las mujeres que entran a la tumba vacía, que distingan entre la vida ilusoria, que merodea entre los muertos, y la de la Nada que ha resucitado y lo llena Todo. La Nada le hace espacio al Dios... tal el sentido de los «Sacerdotes Escorpión», aquellos que se abandonan a sí mismos yendo a los desiertos: Moisés, Jesucristo, Juan el que bautizaba, Abraham, Elías el profeta y tantos otros. Buscar la Nada, buscar aquellos sitios donde el mundo está derrotado y donde la ilusión del mundo humano desaparece: el desierto como metáfora de la Nada para que en ella se asentara la presencia de Dios. Para que la Nada se convierta en el Todo. Para que la Nada sea el trono de Dios.

En el centro del agujero negro cosmológico está la singularidad matemática. Suzanne Powell escribió: «El satori, cuando el yo es roto, no constituye una victoria, sino una derrota final, el devenir como Nada». Pintar desde el lienzo en blanco: «Dícele Jesús: Porque me has visto, Tomás, creíste: bienaventurados los que no vieron y creyeron». (Juan 20:29). Dichoso el que pinta desde la Nada, y no desde la mimesis, sin modelo, sin haber visto. El punto para Kandinsky: «...es el elemento primario de la pintura. Es la unidad más simple de la imagen. En él se sitúa el origen de la obra artística y es el origen del resto de las formas naturales. No hay nada por debajo de él». El punto como metáfora de la Nada subyacente es el punto o bindu entre las cejas hindúes: punto, cero, semilla, semen. Expresión del chakra de la intuición: intuir y no ver. Es la serpiente que se arrastra saliendo entre los ojos en el Ureus egipcio: la serpiente que ascendió desde el conocer al intuir. El Zaratustra de Nietzsche: «...allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir».

Lo material es Nada, está enterrado: para renacer hay que morir. Se siembra en útero o tierra. El Cristo en su tumba; el bautizado sumergido en el agua, el analizando deshaciéndose como cadáver mental en el diván-ataúd del analista, y si inquietan las posibilidades de la asociación libre, más inquietante es el silencio de la Nada de la tumba abierta, donde ha nacido la novedad de la Nada crística: las palabras deben antes morir en el silencio para poder oírlas. El silencio del muerto asusta. Susto, suscitar, del, latín suscitare: «levantar». El susto del silencio: ver que el muerto se levanta. Erección: el soliloquio del cuerpo que se desdice en el cuerpo del otro, hombre y mujer buscándose para poder cancelarse y ser la Nada que nuestro delirio busca desde que la consciencia nos traiciona en los brazos de nuestra madre y frente al espejo, la etapa especular lacaniana: «ese que está allá -en el espejo- soy yo». La madre es la Nada que debemos reencontrar. Decía Paracelso: «Quien entra al reino de Dios debe primero entrar a su madre y morir». Lo que nos da la vida es nuestra muerte. Útero y ataúd se identifican cuando la piedra llena de Nada -la tumba- deja salir al Verbo a la vida verdadera, la que no debe padecer una y otra vez el ridículo de esa falacia que es la muerte: «Morir me da vergüenza...», díjome mi madre días antes de fallecer. La muerte como el acto más privado y más público. La mudez e indefensión del cuerpo es la aparición ante todos de la Nada que nos constituía y que ahora se exhibe desnuda, ridícula (risible) sobre el lecho mortal. La muerte convoca -cuando hay y hubo amor- a la verdadera luz de todo lo que estuvo escondido tras el velo de la Nada.

La Nada y lo Absoluto

Atravesar el velo del símbolo es dejar atrás el mundo de las palabras silenciosas y licenciosas para adentrarse en la verdad corporal: la que habla su lenguaje de conocimiento carnal. El Verbo sacraliza al sexo y por eso, en el beso sexualizado, boca a boca, se clausuran entre sí las tumbas y las cavernas, y los espíritus escapan hechos carne y placer y ansiedad por vivir. En el silencio autoinducido del beso sexualizado, habla por fin el cuerpo, antes atrapado entre el Todo y la Nada. Ante el sexo sacralizado muere el dios-Logos de Freud. «¿Acaso el psicoanálisis no es un lujo?»- le preguntan a la psicoanalista Marie Balmary al término de una conferencia y ella responde: «Tiene usted razón, el psicoanálisis es un lujo. Como toda la vida espiritual». El espíritu fuera de lugar: lujo, luxación, dislocación. El cuerpo exhibido en su sitio como un horrible trofeo en la vitrina de la Nada. Las últimas palabras ahora son las de la piedra sobre la tumba, la lápida... los epitafios: las palabras que se repiten a sí mismas y que no necesitan de lectores, porque en la muerte las lee la Nada.

En mi epitafio -que escribí por si alguna vez alguien lo recuerda y manda grabar- rezará lo siguiente:

Soy la piedra que me evoca.
Soy en tu sol, noche secreta.
Fui como tú, dueño de una sombra
y como tú, un sueño entre dos fechas.

Las tumbas son antidemocráticas: el Todo al que se abren, la Nada que revelan, son pequeños reinos de solo un rey como habitante: el misterio que uno fue no es publicable. El que lee el epitafio no tiene derecho a opinión o interpretación alguna: es la voz del muerto, del silencioso... del poeta. El que lee el epitafio necesita del Todo y no sabe que está necesitando la Nada en la que habita el rey de la tumba. Un misterio se revela solo en la mudez de la piedra; en el secreto de la noche; en la oscuridad de la sombra y en la quimera de los sueños, es decir, en la poesía. La poesía desnuda la naturaleza de la Nada indescifrable, indecible, impensable. Ni este texto ni ningún texto en prosa puede decir el misterio de la Nada.

Hablar del Todo no es hablar de lo Absoluto. El Todo no puede incluir la Nada, lo Absoluto sí. El centro del agujero negro cosmológico, como metáfora del yo, es la Nada incluida en la idea inabordable de lo Absoluto. El «horizonte de sucesos», allí donde nada puede pasar sin perderse para siempre es el campo infinito en donde pastan los símbolos. El símbolo, intraducible en palabras y extendiéndose más allá de lo poético como fondo estético de sí mismo, es el que enlaza nuestra ilusión de pertenencia con lo que sigue: el espacio infinito y vacío de cosas y conceptos. La Nada del útero y de la tumba que cobijan un yo del cual no nos podemos desprender si no es a través de momentos especiales en los cuales, ese yo, demuestra su nada esencial: la poética; el amor; el orgasmo; el abandono a la nada del símbolo.

Le tememos a la muerte; a la vacuidad de sentido en las cosas. Queremos poseer el control. Control: Contre role, «contra el rollo» original, ese rollo que era copia del original y que le daba autenticidad a los documentos importantes en la Francia medieval. Lo auténtico: el «autos», el sí mismo, el control del discurso: el mito de la consciencia. El mito del tener y el miedo a encontrarse con las manos vacías: llenas de «nada» ... Nada cuando se anhela y Nada cuando se consigue. Los misterios del templo que nos esperan con manos y bolsillos vacíos (esto lo sabe el masón). Estamos demasiado acostumbrados a que la realidad sea prosaica y nunca misteriosa. Creemos demasiado en la democracia: la extendemos allí donde debería imperar el silencio de lo solemne y lo selecto. Nos burlamos de los reyes cuando no entendemos su expansión simbólica y social. Terminamos dando por sentado que lo «verdadero» puede y debe, por exigencia democrática, ser resumido en aquello que hasta el necio pueda leer. El nescire: el que no sabe es el que ahora lee.

Un mundo sin misterios es un mundo sin elegancia, sin gracia, un Todo deambulando como un monigote sin la Nada que le dé vida. El misterio, por el contrario, es la Nada como sustancia del Todo. La Nada es la piel final de lo infinito, es decir, la piel de lo Absoluto. Percibir esa Nada es el momento del entheos: del entusiasmo, de la locura sagrada. Del ímpetu del Todo desde y hacia lo Absoluto y que pasa por nosotros y nos convierte en una gran corriente de Nada que todo lo llena y puede. Un eslabón de una Nada prodigiosa, milagrosa, que no se agota en las Escrituras o en libros de texto para los necios que saben leer, sino que se prolonga en la red absoluta de la Nada... la misma Nada desde donde aparecieron, multiplicados, los peces, los panes y el vino... Esa misma Nada desde donde apareció el Universo todo que hoy nos habita.