El punto en cualquiera de sus manifestaciones podría recibir el nombre de símbolo de grado cero. Un proto símbolo al cual no tenemos pleno acceso pero que sentimos que es un inicio necesario para esta gradación. El punto se expande verticalmente como símbolo de grado uno, siguiendo la anatomía fundamental del Hombre: menhires, obeliscos, columnas lo atestiguan. Y en un mundo que se vive a sí mismo de contradicciones, la muerte se lleva lo vertical: siendo que la palabra «cadáver» quiere decir «lo caído», su opuesto será la extensión horizontal del punto: el símbolo de grado dos el que, con la vertical da el símbolo de grado tres: la cruz. En el cruce de ambas expansiones renace el punto como origen de todos los símbolos. Ahora bien, la vertical no contiene en sí misma su opuesto, ya que girada 180º, quedará indistinguible de su principio. Para conseguir la síntesis de lo opuesto tenemos que apelar a la primera figura del cuarto orden: el triángulo.

Considerando que esta figura puede tener un vértice hacia arriba o hacia abajo sin dejar de ser un triángulo, tenemos el primer símbolo que contiene en sí su propio opuesto. Para nuestro propósito escogeremos el triángulo equivalente a la vertical: con el vértice hacia arriba.

Analizando un triángulo simbólico le vemos una base ancha, estable. Se considera que tal base representa nuestra materialidad (René Guénon, La crisis del mundo moderno). El problema es que tal estabilidad no genera nada; lo estable es una meta final. Por eso, en la tradición judeocristiana, el barro es el final del proceso creativo de la divinidad, que, en su generosidad, se degrada desde la espiritualidad absoluta hacia la materialidad más baja e improductiva. De esta forma, cualquier movimiento desde lo más bajo, deberá ser ascendente, tal como explico en mi artículo El Símbolo: «El símbolo nos salva de la gravedad, de la caída y del nacimiento que implica muerte». En esta fuerza expresiva de lo existente, lo que lleva a que las cosas aparezcan, necesitamos volver hacia la unidad abandonada. El personaje simbólico de Adán es esperado, nuevamente y junto a su par, Eva («...ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada» -Génesis 2:23-) en el vértice superior del triángulo. Pero ya no será el triángulo del Padre sino que será del par Adán y Eva, para que sean la primera e imperfecta unidad. En el versículo siguiente leemos «Por tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.», se abandonará la dualidad de la estabilidad para alcanzar la unidad propia. El símbolo del triángulo cumple así su rol informativo respecto del sentido del existir: de la dualidad hombre-mujer, hacia la unidad divinal. Que el Hombre sea una unidad... un dios.

El ejemplo de Miguel Ángel

Muchos pensadores, ocultistas, religiosos y artistas han dejado expresiones emboscadas en sus obras a modo de referencia a conocimientos soteriológicos que luego se perderían con el tiempo y que solo serían rescatados por quienes ahonden en el tema y que expresan el descenso y el ascenso de regreso hacia la divinidad. Podemos tomar ejemplos de muchos autores diferentes, pero elegiremos a Miguel Ángel Buonarroti (1475-1565), -no suficientemente estudiado- que respalda en algo lo que sostenemos.

Por un lado, en el gran fresco de la Capilla Sixtina, en la Creación de Adán, la figura de Dios pasa su brazo izquierdo tras el cuello de una mujer, descansándolo sobre su hombro. Se la quiso interpretar como una Eva esperando ser «materializada», sin embargo, la posición del brazo induce más la idea de confianza sexual entre la figura de Dios y la misteriosa mujer. El mensaje es claro: siendo una sola carne llegaron a ser dioses, un padre y una madre celestiales. La base del triángulo había alcanzado la cima... y en la cima -en el vértice superior del triángulo- reiniciaban el proceso con los hijos que descienden hacia la materia. De la unidad alcanzada en la pareja, nuevamente la dualidad de varones y mujeres en el mundo material, en la base del triángulo, buscando la unidad de la carne y del espíritu a través del sexo y el amor: a través de la materia -la base del triángulo- y el espíritu -el vértice superior-.

Casi todos los bocetos y notas de Miguel Ángel se perdieron en el fuego. En efecto: en 1518 le ordenó a su asistente Leonardo Sellaio, que cuando muriera quemara sus bocetos. El 5 de febrero de 1591 Sellaio confirmó que prácticamente todo había sido quemado, perdiéndose información sobre el simbolismo de Miguel Ángel, quedando de él solo sus obras. Entre estos simbolismos podemos encontrar la presencia de un diente supernumerario ubicado entre los dos incisivos centrales normales de cualquier persona (el mesiodens). Este diente central está presente en la dentadura del Cristo de La Piedad y aparece en los frescos de la Capilla Sixtina, entre los personajes siniestros del Juicio Final (en la barca de Caronte) así como en la boca de La Sibila Délfica. Aparece asimismo en la figura del carcelero del fresco La crucifixión de San Pedro en la Capilla Paulina del Palacio Apostólico, en la Ciudad del Vaticano.

El significado de este diente no es claro por ser múltiple, pero su presencia en la figura del Cristo, del carcelero y los demonios, representaría al mal: uno llevándoselo consigo y los demás, constituyéndolo. El simbolismo del diente asume también el contenido de perfección, simbolizando la descomposición de lo material para que lo espiritual puede ser nutrido. Así, en este diente supernumerario, aparecen las características de lo material -con la posibilidad del mal- y las de su camino hacia la perfección en el dominio del tiempo (la Sibila) que media entre la base del mal posible y el vértice del triángulo de perfección divina. Además, este quinto diente cancela la simetría bífida en la lengua de la serpiente diabólica que se esconde tras la simetría bilateral de nuestros cuerpos.

Es asumida por algunos historiadores la homosexualidad en Miguel Ángel (no se le conocieron, sin embargo, ni hijos ni amantes varones o mujeres), pero sí un reconocimiento en sí mismo de pecados y remordimientos. Sus contactos con el Dante, Girolamo Savonarola y el cardenal Egidio da Viterbo, así como al Círculo de Viterbo y Vittoria Colonna, marquesa de Pescara, -de quien se dice habría estado platónicamente enamorado- lo llevaron a componer sus Rimas donde expresa una honda lucha interior:

Cargado de años y de pecados lleno
y con el triste hábito arraigado y fuerte,
cerca me veo de esta y la otra muerte,
empero el corazón alimento de veneno.
Ni fuerzas propias tengo, que tu ayuda requiero
para cambiar vida, amor, costumbre o suerte...

Así, Miguel Ángel esculpió el complejo simbólico del descenso y el ascenso a la divinidad, en su propia vida, a través de un esquema simbólico que lo ocupó desde su juventud (La Piedad fue esculpida cuando tenía 24 años), y se sumó a la constelación de artistas del Renacimiento que aún hoy nos conmueven. Su búsqueda de la cumbre lo llevó por los sigilosos peldaños del simbolismo, igual que a Leonardo o Durero. En sus artes suspendieron el comercio entre artista y contemplador en pos de lograr la síntesis final del símbolo en carne propia, mutando el mármol frío de la mitología personal por una atmósfera mítica de libertad que trasciende cualquier individualidad para alcanzar el nivel definitivo de lo humano... y en esa trascendencia buscar el camino hacia la unidad como dios.

La libertad

El vértice superior del triángulo superior tiene la posibilidad, como dijimos, de autorreferirse en su opuesto simplemente rotándolo 180º. Esta disposición simultánea aparece en varias composiciones simbólicas como, por ejemplo, en la Estrella de David o en el chakra Anahata del corazón, simbolizando amor, compasión, devoción y altruismo. En esta estructura dual están representados los caminos del descenso desde la divinidad a la materialidad del Hombre -la Creación- y su degradación voluntaria, generosa y amorosa, así como la potencialidad humana de ascender desde lo más bajo hacia la cúspide de nuestros triángulos que reaparecen, por ejemplo, en las pirámides.

Esta lucha permanente de opuestos -conocer la luz para ver la oscuridad; conocer el dolor para saber del placer- pone en marcha el mecanismo del libre albedrío: la disposición psicológica y espiritual de tener en nuestras manos nuestro destino de base o ápice en la figura dual de los dos triángulos. Pone en marcha, asimismo, los mecanismos de la culpa y el remordimiento y en marcha a todo lo humano como un ser que puede buscar, si lo desea, estar solo en la cúspide... condición propia de los dioses.

Decía el esoterista Marsilio Ficino, a fines del s. XVI, que el atributo único de cualquier dios de cualquier religión es la unidad. Aún entre religiones politeístas como la egipcia -a la que se le contaron entre dioses mayores y menores, unas 15 mil divinidades-, siempre hay una referencia final o inicial a un «Dios» único y un único «Padre Celestial»: «Yo soy un ser circundado de murallas / en medio de un Universo también circundado de murallas. / Yo soy un Solitario inmerso en mi soledad (...) Soy el Gran nudo del destino que descansa en el Ayer; / en mi mano reposa el destino del Presente» (Conjuro XLII del Libro egipcio de los Muertos). En la unidad parecen acabarse el tiempo y las alternativas. Los dioses crean, para acabar con esa unidad y destruir la Eternidad, el tiempo y destruyendo el estatismo absoluto de lo perfecto, generan las oposiciones y las alternativas. En ese proceso de descenso gravitacional inevitable, es que aparecemos en el barro donde iniciaremos el camino de ascenso hacia la unidad del dios perdido.

El camino a la libertad

Mientras esto escribo se desarrollan bombardeos en los suburbios de Kiev, capital de Ucrania. Gente que muere, gente que corre, gente que se amontona en estaciones subterráneas, gente que abandona sus viviendas, sus ciudades, sus paisajes, sus familiares, sus recuerdos e historias personales. Es la derrota del Hombre como alguien que pudo haber elegido un camino de avance y eligió, sin embargo, un camino de retroceso. Las nefastas tropelías del poder -más allá de toda postura ideológica o credo- desenmascaran los peligros de la superficialidad y del abandono de las miradas hacia lo alto o hacia lo hondo. El Hombre se vuelve incapaz de desarrollar una especial sensibilidad hacia lo que lo determina, hacia aquello de lo cual depende para existir. Aquello que no debe ser tocado, se queda virtualmente ciego a lo sagrado: estancado en lo humano e incapaz del ascenso a su condición de dios.

El espíritu del Hombre cuando está activo, cuando no se deja arrastrar por las corrientes de lo real, se ve atormentado por la curiosidad. Le fascina asomarse al vacío del abismo que desborda desde su interior. Lo seduce esa sensación de estar suspendido ante la antigua incógnita de lo humano. El espíritu del Hombre -cuando está activo- comienza a despojarse de su interés por los conocimientos positivos que aporta el conocimiento de lo que es vulgar y prosaicamente real. La luz barata que no orienta, sino que solo anestesia y tranquiliza al espíritu manso. La luz que nos deja en sombras porque nos aleja de la verdad, puesto que la verdad es toda luz. La verdad no tiene enemigos ni dueños: ella es dueña de todo. Y cuando el espíritu del Hombre se activa, su mundo intelectual se torna mágico. Le crecen alas de poeta. Su alma se vuelve hipersensible ante lo oculto y se sabe él mismo como un perfecto enigma... Y no es raro que, movido por el secreto, se aventure hacia sus propias mitologías mentales, inaugurando esos caminos propios que nadie ha hollado nunca antes.

El espíritu del Hombre -cuando está activo- se pierde voluntariamente en la niebla luminosa de lo que no puede alcanzar... y así habrá de ser un héroe; un héroe romántico e insociable que buscará transformar el misterio del alma que lo tortura, en el más profundo de sus secretos... Porque un Hombre sin misterios es una pequeña roca sin importancia, de esas que se patean por cualquier camino.

Aquel que abreva de palabras y pensamientos ajenos y no es capaz de generar su propia identidad intelectual, es un leve soplo de aire tibio que disipará el viento... Pero un Hombre que aprendió a reconocer en él sus misterios y la energía de su mente, en cambio, se transforma a sí mismo en un gigantesco palacio de roca que le presta su sombra a las montañas y le da sentido final al mundo. Un mundo que será suyo por derecho y no por poder.

Y cuando el Hombre se torna activo espiritualmente, comienza a modelar para sí la sombra de la eternidad. Se hace su mundo de esperanzas, de fe y desaliento... pero no de tiempo. Tiene memorias, recuerdos: algunos despiertos, otros dormidos. Para él, el niño de Heráclito sigue jugando a los dados y sigue bordando luces de amor en las sombras del ayer y al rozar el espíritu de la Eternidad se acerca a la intuición de su propia soledad. Su mano trémula tantea a ciegas la cúspide del triángulo... y entiende que allí solo habrá espacio para uno solo: para el nuevo «yo soy el que soy» que se avecina... un yo hecho de dos unificados por el amor.

Psicológica y socialmente no podemos estar solos, pero biológicamente es nuestra única condición de existencia: el nacimiento y la muerte así lo declaran. Y avanza sobre el misterio de la soledad que se le niega a su consciencia social, llena de nombres, palabras y pensamientos. La soledad no es un estado sino una esencia que se descubre… ¿Dónde empieza la soledad? ¿Hasta dónde puede llegar?

En la unidad que se intuye, caemos en la cuenta de que hemos compartido el milagro de la fugaz compañía de un amante, de una sonrisa, de un hijo o un reflejo que se disfraza de «yo» tras el vapor de un espejo, ¿Dónde empieza la soledad y hasta dónde puede llegar? ¿A quién le gritamos el miedo? ¿A qué pared? ¿A qué lecho mudo? ¿A qué silla vacía? Celebremos el poder partir e irnos hacia el lugar de nuestra herida. Bendigamos, con la caricia del tiempo, el leve pulsar de los arroyos: espejos líquidos donde se vuelcan los misterios de aquella infancia que cometiera la vida en el principio. Honremos nuestra sombra y nuestro silencio y nuestra sorpresa, por la tierra tan solemne; por el cielo tan piadoso; por los caminos que se derraman; por la distancia que nos recibe... Y aguardemos al amor que nos dará el secreto, único y bendecido de la libertad, con una pizca de presente y de todo el futuro en las manos. La verdad nos hará realmente libres, pero ¿Qué nos deparará la verdad y la libertad una vez conseguidas?