Ella es de ojos saltones y labios gruesos. Justo debajo de la nariz, con la que podría aspirar todo el zócalo del pueblo, se le asoma un bigote discreto. No pasa nada: podría ser apenas una sombra del sol pesado que, desde el cénit, le quema los brazos mientras se contonea hacia el centro de San Miguel de Allende. Nosotros la veíamos, junto a sus amigas de más de dos metros, desde el balcón de un bar: venían en desfile, con sus mejores vestidos y arreglos florales sobre la cabeza. Era la época.

Debajo de sus faldas —que se desprenden suavemente del suelo con el viento de septiembre—, se asoman hombres y mujeres por igual. A las mojigangas parece no importarles mucho. Saben que, a fin de cuentas, ellas son el centro de la atención. Incluso por encima del escándalo que hacen los trombones, trompetas y tambores. Solo ellas acaparan la mirada de todos los espectadores, que se pelean por alcanzar a verlas desde las terrazas y balcones.

Faldas al vuelo

Ya se nos había hecho costumbre ver el desfile del 16 de septiembre. Con las fiestas patrias, mi madre insistía en que visitáramos el pueblo para pasar el «grito» allá. Aunque nadie quería realmente hacerlo, íbamos de todas formas para disfrutar la casa. Originalmente, se había construido en el último extremo de la Cuesta de San José: ahí, donde se podía ver todo el pueblo desde arriba. La gentrificación y expansión urbana habían hecho, sin embargo, que pasara a ser una casa más de la calle, recién pavimentada con un empedrado desarmonizado.

A pie, con suerte, se podían hacer hasta 15 minutos al centro de San Miguel. Cuando apenas compramos la casa, nos emocionaba caminar de ahí hasta la parroquia. Luego perdió el chiste, cuando dejamos de ser turistas y los visitantes extranjeros nos empezaron a parecer nefastos. Para las fiestas patrias, ir al pueblo se volvió francamente insoportable: los miles de jóvenes disfrazados de locales —con sombreros de cuero, chalequitos de gamuza y botas de vaquero que no vienen al caso— hacen que caminar en paz se vuelva imposible. En más de una ocasión, los veíamos brindando alrededor de las cinco de la tarde. Antes de la medianoche, ya estaban tirados en el piso, con el sombrero del otro lado de la calle y sin manera de volver por donde venían. Ya en ese estado, me pregunté varias veces si les había dado tiempo de pagar la cuenta.

Conforme avanzaba la noche, la cosa se ponía peor. Aunque el gobierno municipal ponía seguridad casi en cada esquina del centro, las hordas de gente eran prácticamente incontenibles. Algunos de ellos iban a caballo, para controlar a la gente con un poco más de altura. Aun así, había señoras que verdaderamente pensaban que era buena idea bajar al zócalo con carriolas y niños llorando.

Ya para cuando la transmisión del «grito» terminaba, los policías no podían controlar a los caudales de personas que buscaban en dónde refugiarse del frío, del hambre voraz o del cansancio. Con el tiempo, sencillamente decidimos evitar las masas sedientas y quedarnos en la casa. Incluso desde la terraza, a unos 10 kilómetros de distancia, se les podía escuchar gritando.

En ese contexto, el desfile de mojigangas era tal vez el menos indeseable de los eventos patrios. Hechas mayormente de papel maché y tela, verlas pasear por las arterias principales del pueblo era un gusto de época —casi como los chiles en nogada. Se deslizaban entre las calles con facilidad, como si no pesaran más de 10 kilos, y eventualmente se detenían ante algún curioso que quería tomarse una foto con ellas. Para el recuerdo, decían. Luego emprendían el vuelo nuevamente, y sus faldas se hacían una con la brisa del Bajío.

Envuelta en sábanas

Ya corrían al menos dos años de resignación: mi madre había cedido ante la presión de los demás para no volver al desfile del 16 de septiembre. La verdad era que nadie quería estar ahí. El olor a sudor, los gritos, los empujones y la franca imposibilidad de sentarse a comer en paz hacían de las fiestas patrias un lastre. Ante nuestra desidia, ella dejó de insistir en que fuéramos todos juntos, así que bajaba por su cuenta a mirar el espectáculo.

Generalmente, quedábamos de vernos para comer en la casa. Mientras ella estaba en el centro, mi padre iba a comprar la comida y nosotras nos quedábamos haciendo cualquier otra cosa. Solo en ese contexto, estar encerradas en la casa parecía mejor idea que bajar al pueblo. Nos veíamos otra vez a eso de las tres de la tarde y nos sentábamos a la mesa juntos. Porque ese había sido el plan durante dos años, asumí que seguiría siendo la agenda para ese día. Me equivoqué.

Mi madre amaneció particularmente inquieta ese día. Había soñado con una mujer envuelta en sábanas, que le pedía ayuda a gritos debajo de cientos de telas blancas. «Parecía una madeja revuelta», insistía. No se acordaba de nada más. Durante todo el desayuno, no paró de hablar de eso. De la voz, de la impotencia. De las sábanas blancas.

Cuando mi padre le preguntó que qué idea tenía para el día, no dudó en bajar a ver el desfile de mojigangas. Él sencillamente resopló, y le dijo que iría a comprar la comida a eso del mediodía. Se ofreció a llevarla hasta el centro, pero luego recapacitó: ni siquiera podría llegar hasta allá con el coche. Como la vi todavía muy nerviosa, el ofrecimiento afloró como mala hierba:

—Si quieres, este año te acompaño.

Aceptó antes de que terminara la oración.

Canastas de flores falsas

En septiembre, la cuadratura de San Miguel se inunda con los suspiros gélidos del otoño desértico. Es difícil vestirse bien, porque el sol del Bajío es recio, lento e insistente. Más a eso del mediodía, cuando alcanza su punto más alto. Nunca entendí por qué el gobierno municipal insistía en organizar el desfile justo a esa hora.

Aunque todavía ni siquiera daba la una de la tarde, ya había colas interminables para entrar a los restaurantes. Ingenuamente, pensé que veríamos el espectáculo desde el resguardo de alguna terraza, lejos del tumulto y el ruido. Por ello, también, decidí bajar al pueblo con una cámara Polaroid que mi hermana me había regalado de cumpleaños. Hasta estrené cartucho: quería agarrar a las mojigangas desde arriba, cuando parecen fantasmas que se extienden por las avenidas, cargando canastas de flores falsas. A veces, a pesar de venían ataviadas con rebozos y faldas coloridas, me parecía que seguían una carroza funeraria. Si se les viera fuera de contexto —lejos del ruido y las fiestas—, un halo de solemnidad ciertamente las rodearía.

Cualquier intento de entrar a algún café fracasó. Nos quedamos a pie de calle, sobre las banquetas minúsculas que caracterizan al pueblo. Detrás de los trombonistas, mariachis y acordeones, las mojigangas inundaron las calles dando vueltas en silencio. La gente se maravillaba a su paso, arrobados. En algún momento me pareció que, entre la fascinación, no se inmutarían si alguna de ellas les soltara un bofetón accidental con la cola de la falda. Entonces, el desfile se detuvo.

Aunque la banda seguía tocando, las mojigangas dejaron de avanzar. Una de ellas, con un tocado de flores blancas sobre la cabeza, se estacionó justo enfrente de nosotras. El viento de septiembre hacía que las trenzas le flotaran sutilmente sobre la espalda. Debajo de las faldas, escuché a la persona que la dirigía toser. A mi madre se le antojó que ese era el momento perfecto para tomarme una foto con el títere. «¡Ponte con la mojiganga!», insistía.

Asumo que la persona escuchó, por debajo de las telas, y volvió la estructura para mirarnos. Mi madre tomó la Polaroid y se acomodó, como midiendo el espacio para que la imagen saliera completa. En ese momento, escuché el grito de un caballo desbocado. Justo cuando me volví para ver qué estaba pasando, me encontré con la mirada de la mojiganga a justo frente a mí.

Después de eso, solo fueron telas blancas, más gritos, y el sonido de un galopar que se hacía cada vez más lejano.

Desde arriba

No me enteré hasta después, pero los médicos no pudieron hacer mucho. El impacto del caballo terminó con gran parte de mis vísceras. La mojiganga acabó completamente destruida, y su huipil tejido a mano, embarrado de fluidos corporales que no le pertenecían. A partir de entonces, no me libro del desfile del 16 de septiembre. Ahora sí, me toca verlo desde arriba —lejos del ruido, de la policía montada y de las malditas mojigangas.