Necesito un descanso. De ti, de mí, de esta historia. No soporto sentirme empotrada en una vida a la que no sé cómo llegué. Empiezo a notar, a ratos, que una histeria esperpéntica me asalta. Y como dijiste tú una vez, soy demasiado inteligente para ser cursi. Y, sin embargo, estoy muy cursi. Así que me voy.

Mintiendo y como a remolque me voy. Camuflo mi viaje de cara a todos como una gran oportunidad laboral, pero la realidad es que salgo huyendo unos pocos días, insuficientes, para oxigenar mi cerebro que ya casi es perverso. He conseguido una comisión de servicio de dos meses para hacer magnas labores de cooperación cultural (cómo detesto esta terminología paternalista). Me da pena dejar a los niños, pero tengo que pensar en mantener cierto equilibrio.

Pareciera que te imito, saltando de país en país para huir hacia delante. Yo corro hacia la gran isla, pero me quedaré quieta, tratando de tapar tu recuerdo. El presente técnicamente no existe, así que voy a instalarme en el futuro. Solo me voy a permitir escribir una crónica. Esta que nunca te mandaré y nunca leerás. Esta con la mirada eurocentrista de la que soy consciente pero que no consigo evitar. La crónica de mi dElirio haBanEro.

Llegué a La Habana reviviendo ese miedo a la incertidumbre de la primera vez que estuve. El no saber qué Habana iba a encontrar después de haberla leído en tantos lugares, deseado en tantos sueños adolescentes. Esta vez se unía la zozobra de recuperar esa ciudad querida en semejante estado melancólico. La emoción ambivalente. Y la alegría al recordar el inconfundible olor a Cuba: mezcla de gasolina y humedad.

Por suerte, mi anfitrión en la isla fue el intelectual más coherente y legítimo de Cuba: aquel que dice lo mismo, y con idénticas palabras, dentro y fuera de la isla.

Bromeamos con que yo soy una europea con corazón cubano y él es un cubano con corazón europeo. Su calma me ayuda. El absoluto caos exterior me ayuda. La idealización de la ciudad y la idealización de un hombre, tú, ambas se pueden derrumbar de repente solo con el peso de la inmediatez miserable que las circunstancias imponen.

La Habana es la ciudad del ruido, de la algarabía, de la besadera. Me gustó recorrer los barrios habaneros y recordar las aventuras de Mario Conde, el expolicía que no lleva pistola y jamás corre porque fuma demasiado. Pensaba en la banda sonora ideal, escrita por la Credence, y en los tragos de ron que me tomaría con su amigo El Flaco. Esa generación cubana que no es la mía, que es la tuya, y con quienes compartes desengaño y melancolía. En tu caso, desde aquí, se me hace todo impostado.

Volví a la hospitalidad material de los que casi nada tienen, de los que poseen menos de lo imprescindible, pero mucho más de lo superfluo. Paradójica esa frontera entre lo necesario y lo que sobra. Contradictorias las escalas de valores de cada sociedad. Dramático lo que se llega a hacer para sobrevivir. Bellísimo lo que se consigue una vez que se ha sobrevivido. Me desoriento ante esa valoración del tiempo, del espacio, del amor y de las cosas, que me resultan tan ajenas.

Conocí a una joven desesperada por irse, por escapar de un sistema que vigila. Una joven que se cansó de la bolsa negra, de tener que matrimoniar con un casero de 70 años para conseguir el título de propiedad de su apartamentico comprado en dólares, de tener que engañar a turistas embrutecidos, de ver a su amigo Ponce –poeta brillante– pudriéndose en un agujero mugriento, de tantas cosas. «Estoy harta de inventar», me decía.

Conocí mujeres fuertes que estaban solas. Mujeres admirables que caminaban pausadamente con un niñito de la mano, algunas también con una gran barriga, como si el lento discurrir fuera una metáfora de su propia vida. Inquebrantables todas ellas, siempre con una sonrisa. Con la capacidad de amar intacta, como si cada nuevo hombre pudiera ser mejor, como si cada nuevo día fuera simplemente eso, un nuevo día. Con el sentido del humor intacto, recitando el tan habanero «no é fasi» a modo de irónica letanía.

Conocí a un psiquiatra que no medicaba a sus enfermos con delirios psicóticos. Creía que las alucinaciones eran la mejor manera de mantenerse en la realidad, que las alucinaciones daban más felicidad que el sopor automatizado de los sedantes. Algo en él despertó mi deseo y también mi ternura.

Conocí al homosexual arquetípico que tanto imaginé y del que tanto había leído. Esta vez era de carne y hueso, caminaba a mi lado por las calles del Vedado, me mostraba todos los pósteres del ICAIC y me hablaba de los años dorados de la Revolución.

Conocí a su madre, una matriarca negra omnipotente y omnipresente, tan poderosa en su vejez demenciada que no me la pude imaginar joven y espléndida. La casa, llena de gatas y perros, era bella de tan esperpéntica. La enorme terraza, en la que convivían armónicamente el Che y George Clooney, iconografía religiosa y gay, pájaros y peces, parecía autónoma de todo tiempo, simbolizaba claramente la vida de esos dos seres que se amaban, se odiaban y se respetaban.

Conocí a una escritora a la que había leído con mucha admiración. Me invitó a un té en su maravillosa terraza del Vedado. Me contó que, en su brote psicótico más grave, en pleno periodo especial, se dedicó a plantar en su jardín los ventolines vacíos de su hijo asmático, a ver si crecían otros nuevos.

Conocí el calor auténtico, infernal y húmedo, que nos iguala a todos en nuestro sudor justamente repartido, sudor socialista. Y las matas de mango como paraíso anhelado al doblar cada esquina. Y la vegetación majestuosa y arrebatadora, para la que Colón no tuvo palabras y seguimos sin tenerlas.

Conocí el mar inmenso y maldito. Ese Caribe mitológico, que se constituye en idea obsesiva de la grandísima paranoia cubana. Ese color azul de mar y cielo que saturaba el sensor de mi cámara, que ganaba a la tecnología punta por ser sobrenatural. Los cubanos no creen en Dios porque prefieren sentarse en el malecón y contemplar sin más. Aquí no hace falta la fe, están las pruebas.

Conocí a varios cubanos de belleza sobrecogedora, mezcla genética insólita de lo más orgulloso del español, lo más grandilocuente del soviético, lo más carnal del africano y, además, el calor.

Conocí la miseria y también la angustia de sentirla cerca sin esperarla. La contradicción interna de no querer ver lo que veía, de no querer aceptar la imposibilidad de la utopía. De no poder quedarme en la facilidad del extremo, en la comodidad de la inacción. Es mucho más doloroso pensar y ver, porque nada es lo que parece, nada es lo que era ayer. Y resulta agotador no escatimarle al sentido crítico y al mismo tiempo no dejar de gozar.

Conocí a una mujer que me dijo «ustedes están enamorados de la mugre y el polvo», y sentí un poco de vergüenza. Conocí a una trigueña linda que le escribía todos los días un diario a su hija no nacida, soñando con que naciera. Conocí la belleza suprema de un amanecer, sentada en el Malecón y sumida en el bendito sopor de los mojitos, el jazz y los amores platónicos.

Oigo tus besos, pero no los veo llegar, me escribió alguien una vez, en un amanecer discotequero y borroso. Esa noche yo veía llegar besos, pero mi indiferencia y mi perturbación los dejaban pasar de largo. Prefería seguir sumida en esa somnolencia casi serena que alcanza poquísimas veces a los que no tuvimos que luchar por casi nada.

Conocí a un niño de dos meses que se llamaba Rolexmarco. Y a su madre que me decía «ay, chica, no cojas lucha», intuyendo que yo la cogía con frecuencia y sin sentido. Los hombres nuevos ya no son ni hombres ni nuevos: ya casi solo queda el choteo, la resistencia y la conciencia de isla infinita o isla en peso. De fracaso en fracaso hasta la victoria siempre. Atenta a los cambios, atenta a los movimientos de los despachos y atenta a la calle. Parece que el capitalismo está en marcha. Y en Cuba es un capitalismo de bajo pre supuesto, asere.

Las etiquetas son siempre máscaras perversas del oportunismo ventajista, pero es que además ahora no sirven: ¿qué es ser europeo? ¿qué es el subdesarrollo? ¿contra quién es nuestra guerra? Pienso en las realidades que se enfrentan al paradigma: la violencia extrema del sofisticado México o de los países centroamericanos, las calles de Bogotá o Juárez, la falsa solidaridad con Grecia, nuestro trato a todos los refugiados. Me avergüenza mi tan interiorizado punto de vista de europeílla de segunda y trato de huir de los lugares comunes de la posizquierda, pero es difícil. En Cuba, si me tengo que etiquetar, me gustaría llamarme gallega.

En esos días me llené de vida. Los amigos habaneros, alcoholizados y exhaustos, me acompañaban. Pensé mucho. En el «no se puede olvidar lo que se sabe» de aquella novela de Belén Gopegui que una vez te regalé. Desde la política y la realidad llegaba siempre a mi estado de ánimo amor-dolor. Ocupaste mi mente esos días en la bella y atormentada isla. Mientras paseaba sola por el Malecón, sentía tu mano en mi pelo.