"Olvídalo, olvídame" esas dos palabras aparecieron un domingo de madrugada en mi pantalla de Whatsapp junto a su foto y su nombre "Marina", apenas apuntaba el día en Barcelona-España cuando aún entraba la noche en Cali-Colombia.

Habíamos coincidido durante la pandemia en una web internacional de contactos: ella 52 años, mediana altura, morena de cabello y de piel muy blanca, ingeniera militar, residente en Cali; yo José con algunos años más, estatura media, cabellos grises y piel morena mediterránea, diseñador de interiores, residente en Barcelona. Los mensajes escritos se sucedieron, primero intermitentes por la web. Luego las conversaciones diarias por Whatsapp fueron subiendo de tono, cada vez más calientes, tórridas, acelerando el pulso y levantando pasiones: aquello fue amor a primera vista, fuego, poco nos faltó para hacer "sexo verbal" a distancia.

Primera cita. Norte de África: Marrakech, Marakech, dunas de Erg Chebbi

Nuestra primera cita fue en Marrakech seis semanas después del primer web "contacto". Las coincidencias hicieron que ambos llegáramos a la misma hora en diferentes aviones, yo desde Barcelona (2.000 km), ella desde Cali (8.000 km) Los miles de kilómetros que nos habían separado se juntaron en un abrazo largo y un beso profundo.

Yo había alquilado por Internet una habitación romántica en un Riad frente a la plaza de Jemaa el Fna 1 (plaza de la cita con la muerte, porque allí se celebraban las ejecuciones y los torneos para dirimir amores y matrimonios).

La amplia habitación decorada con cristales de colores, cortinas y tapices al más lujoso estilo árabe, como en las mil y una noches, facilitó el encuentro pasional para mil noches más.

Pronto oscureció. Llegamos justo para cenar en un restaurante que ofrecía música marroquí en vivo y carta de suculentos platos: el cuscus de verduras y el tajin de cordero con pasas resultaron muy sabrosos acompañados de unas copas de vino tinto. Habíamos entrado en el restaurante al atardecer, la conversación se alargó, salimos con noche cerrada.

Perdidos en la Medina, no sabíamos si caminar hacia un lado o hacia otro, las callejuelas estaban desiertas, nadie a quien preguntar, solo un anciano en la esquina sentado bajo una farola. Nos acercamos a él para pedirle socorro, para que nos orientara el camino; le hablamos en francés, nos respondió en perfecto español porque había sido miliciano en la Guerra de España a favor de la República. Se ofreció para acompañarnos, enseguida descubrimos que era ciego, nos llevó hasta el Riad. El guardián de la casa nos esperaba impaciente en la puerta, se alegró al vernos llegar. El anciano ciego se despidió con una reverencia.

Viajamos juntos por el Marruecos interior (Marrakech, Sahara, desierto de Erg Chebbi, Ifran, Fez) en coche privado con guía, alternando el sol cegador, las sombras, la luz deslumbrante del desierto, las gentes vestidas multicolores, noches bajo las estrellas, encuentros pasionales en la Jaima. Los días fueron tórridos.

Pasábamos los atardeceres en la azotea de los Riad bajo la luz de la luna escuchando la llamada del Imán a los fieles para el último rezo del día. Fueron pasiones de mil y una concentradas en siete noches. Fueron solo 7 noches juntos, suficientes para compartir nuestros labios y jurarnos fervores eternos.

Manteníamos el fuego a distancia mediante largas conversaciones: yo desde Barcelona-España, ella desde Cali-Colombia.

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Segunda cita. Hispanoamérica: Bogotá, Cali, Isla de San Andrés

El segundo viaje fue por Colombia. Nos citamos en Bogotá. Marina me recogió en el aeropuerto internacional con su nuevo coche negro, blindado. Nos alojamos 2 noches en un hotel de la capital, cerca del Museo del Oro. Paseamos en un free tour por las calles turísticas de La Candelaria y fuimos de visita al lindo pueblo de Raquira. Nos alojamos en Medellín, y viajamos en su coche hacia Cali.

Habíamos cenado en un restaurante de carretera, una comida ligera acompañada de vino blanco bien frío. Se nos hizo tarde, ya era noche cerrada cuando volvíamos hacia el hotel cerca de Cali.

Marina conducía su coche deportivo negro de alta gama, digamos que era un vehículo demasiado llamativo. Circulábamos por la autopista a velocidad media, ella agarrando el volante con las dos manos, trazando las curvas con delicadeza, parecía un vals. Su larga cabellera rizada flotaba en el aire, sus labios carnosos dibujaban una sonrisa, toda su cara reflejaba felicidad; apagándose, no paraba de mirar el retrovisor: dos faros de un coche grande pegados tras el nuestro todo el tiempo.

Marina aceleró, aceleró aumentando a velocidad vertiginosa, yo alternaba mi mirada entre la carretera, nuestros faros que se perdían en cada curva y sus manos firmes con cara decidida. El cuentakilómetros había pasado de 120 y ya estábamos por encima de 190km. El vals se había convertido en concierto heavy, nuestro coche volaba con nosotros dentro, el otro seguía detrás acosándonos; mi corazón se aceleraba. Yo miraba en cada curva los trozos de carretera que se iluminaban y desaparecían rápido, sus manos con agarre firme y el cuentakilómetros, en silencio, con mi pulso alterado; ella había recibido entrenamiento para conducir en situaciones peligrosas.

Se desvió hacia la derecha por un sendero lateral, era una carretera estrecha de doble sentido, vacía a esa hora, aunque aflojó un poco mantuvo la velocidad por encima de 130; frenó en seco. ¡Ya no nos siguen! —gritó cayendo sobre el volante apoyando la cara sobre los brazos—. Lloraba. Acaricié sus cabellos, acaricié su cuello. Se calmó y seguimos despacio sin mediar palabra hasta llegar al hotel. En nuestra habitación, ya tranquila, me explicó lo ocurrido: un vehículo nos había seguido desde la salida del restaurante: quisieron secuestrarnos.

Aquella noche no pude dormir, aquella noche tuve conciencia de la vida en Colombia, de vivir en peligro, de sentirse siempre acechado, siempre vigilado por guerrilleros, paramilitares y delincuentes comunes. Ya es la segunda vez que nos asaltan problemas por salir de los restaurantes demasiado de noche, antes fue en Marrakech.

Acordamos dejar el coche en un aparcamiento vigilado y tomar un avión hacia la isla de San Andrés, en el Caribe colombiano cerca de Nicaragua. Ya habían pasado las vacaciones de Semana Santa, se marcharon los turistas y la ciudad quedó muy serena; tuvimos unos días de paz. Allí disfrutamos de excursiones en barca, buceando juntos por aguas cristalinas entre peces de colores y admirando hermosas puestas de sol en la playa.

Fue un largo viaje por tierras de Colombia que duró 15 días, siempre atentos a los controles militares y alertados bajo los riesgos de las guerrillas; después, la escapada a las playas de Isla de San Andrés, a la sombra de los cocoteros nos sirvió para relajarnos.

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Peces de colores en las aguas de San Andres.

Tercera cita. Sur de Europa: Barcelona y Costa Brava

La recogí en el Aeropuerto Internacional de Barcelona, solo traía un maletín de cabina. Marina me miró fija, esperando, sus ojos negros, labios rosados y la sonrisa lasciva me penetraron. La abracé suave por la cintura, luego abrí un espacio entre los cuerpos y caminamos juntos hasta el aparcamiento. Era media tarde, lucía sol de primavera. Fuimos en mi coche hasta lo alto de la montaña, la cima de Montjuic, frente al Museo Nacional, con la ciudad a sus pies. Las escalinatas estaban llenas de turistas contemplando la ciudad desde lo alto. Nos sentamos en medio de todos y estuvimos esperando en silencio, cruzando sonrisas cómplices, hasta la puesta de sol. Convertimos mi apartamento de soltero, un desván luminoso, en nido de amor.

Durante su estancia en la capital admiró las playas de arena fina y el mar Mediterráneo en calma. Visitábamos calles y museos durante el día, llegó al éxtasis en el monasterio de Pedralbes (de 1.327). Incluso se deslumbró durante una escapada hasta las playas de la Costa Brava para ver los acantilados y el choque de verde pino y azul marino. Nos bañábamos desnudos en playas solitarias, en aguas cristalinas; en la arena escribió dos nombres y un corazón.

Marina se mostraba en público retraída, fría, algo distante, en nuestras excursiones diurnas; al caer las noches, en la cama, era un culo inquieto, un tornado, nunca sabías cómo se iba a colocar. Dormimos 7 noches juntos más algunas siestas; en verdad digo que mucho no dormíamos, porque pasábamos, las noches enteras, ambos sin pegar ojo: cuando uno caía rendido, el otro le despertaba y cuando uno paraba el otro seguía con figuras acrobáticas. Algunas noches ella ponía música de violín en su smartphone, el Adagio de Haydn para violín, luego se desbocaba.

Habíamos visitado el barrio antiguo de Barcelona, las ruinas romanas, el paseo del lujo y el Parque Güell, de día. La última noche fuimos a cenar en un restaurante de comida fusión. Al salir, magia, mi coche había desaparecido del aparcamiento, un papel verde pegado en la calzada rezaba "Vehículo retirado por la policía". Éste fue el tercer incidente nocturno, uno en cada país, uno en cada continente.

Era nuestra última noche juntos. Tuvimos que regresar a casa en taxi. Llegamos de madrugada. Marina entró directa al baño. Yo la esperaba tumbado en la cama con la espalda apoyada en la pared y mi camisa desabrochada. Salió del baño envuelta en el camisón de gasa traslúcida que ya había desplegado en Bogotá; mostrando el smartphone, con picardía, lo reposó en la mesita de noche. Susurró una melodía que yo no conocía. Marina caminó hacia mí despacio, contorneando las caderas a ritmo de cumbia. El camisón se abrió cerca, me atacaron dos volúmenes blanquísimos y dos fresas; ofreció el vientre y el vello del pubis, perfumado, abrió con sus dedos los labios mojados, una perla rosada brilló. Sonó un bolero y... volvimos a empezar.

Fuimos dos peleando cuerpo a cuerpo, carne con carne, alternando quién poseía a quien. Así corrieron los días y las noches, durmiendo sin dormir. Hasta que el último abrazo nos separó en el frío Aeropuerto de Barcelona.

El viento borró los nombres sobre
la arena.
El tiempo convirtió lo vivido en
recuerdos,
el futuro en sombras.

Durante esos tres años hablábamos poco de nuestra relación, vivíamos los momentos gozando juntos: Tres encuentros en tres países de tres continentes. Durante los viajes vas acumulando fotografías, quieres conservar momentos, emociones vividas, abrazos, insinuaciones. Hay que cultivar lo que has sembrado, hay que cuidar las flores para mantener el fuego, para que la distancia o enfríe las pasiones. Si no las riegas a menudo solo quedará humo en el aire y una carpeta llena con cientos de fotos digitales que puedes eliminar en décimas de segundo con un solo clic. Los amores en tiempos de Tinder, ¿son así?

Saltan lágrimas y un sabor amargo en el estómago. Cierro los ojos. Aparecen en mi memoria los muchos momentos que hemos estado juntos, como una película que pasa a ratos en color, otros en blanco y negro: tres citas pasionales, tres años, en tres continentes. Al abrirlos, busco las fotos, pienso en borrarlas. Conversaciones calientes por Whatsapp, cientos de fotografías guardadas, recuerdos... ¿es todo borrable con un clic?

"Olvídalo, olvídame", con dos palabras y un clic empieza el duelo, cada uno emprende su camino con nuevas ilusiones. Ahora son nuevas vidas, en Cali y en Barcelona, separadas por 9.000 km, hay mucha agua de por medio, mucho océano. "Olvídalo, olvídame" en la pantalla, con solo dos palabras se cerró un ciclo. Cada uno >construye su propio camino, las vidas siguen.

Caminante, no hay camino, se hace camino al andar2.

(A. Machado)

Notas

1 Plaza Jemaa-el-Fna. En disfruta Marrakech.
2 Antonio Machado. En Zenda libros.