Desconfianza

Me acuerdo bien de cuando los padres pasaron a recogerla por primera vez. En una consulta anterior, que ellos mismos me solicitaron, se mostraron escépticos con respecto al método. Como profesionales de la salud, no pensaban que pudiera aportarle algo más a una hija que les había traído «problemas constantes» durante años. Pero se veían cansados, hartos y, de alguna manera, con ganas de buscar un último haz de luz para ella.

Mi consultorio estaba en un espacio compartido sobre la calle de Tonalá, en la Colonia Roma. A los señores les quedaba cerca, según me dijeron, porque trabajaban dos turnos en el Hospital General. El primer acercamiento lo tuvo la señora, vía telefónica. Era martes. Fue una llamada breve en la que me pedía dos opciones de horarios, porque su vida laboral la tenía atada a su escritorio en el hospital. Tal como me lo pidió, le envié dos opciones por correo electrónico. Dos minutos más tarde, confirmó la invitación para ese mismo jueves a la una de la tarde. No volvimos a tener contacto hasta que hablamos en persona.

Ambos llegaron a la consulta. Se les veía tensos. Dos médicos que fácilmente podrían atender más de 20 familias al día, mientras llevaban un registro interminable de casos a la vez. El señor no habló mucho, al ser «un hombre muy reservado», en sus palabras. Ni siquiera al sentarse en el sillón del consultorio se retiraron las batas de laboratorio. La que dirigió la reunión más bien fue ella. Describió a su hija como introvertida, tozuda y necia. Habían intentado antes con otros profesionales en el pasado —todos recomendados por las autoridades escolares—, que sencillamente dejaron de intentarlo por lo difícil que era tratarla. Hicieron el compromiso de hacer que su hija llegara a tiempo, porque les interesaba ver resultados «muy pronto».

—Intentémoslo —les ofrecí.

No les pareció suficiente:

—No necesitamos más intentos —me cortó la mujer—. Quiero tener su compromiso.

Se los garanticé con una sonrisa. Inmediatamente después les indiqué la tarifa y formas de pago que tenía disponibles. Ajustamos fechas y, antes de que salieran, ya tenían agendado un primer acercamiento para el miércoles de la semana entrante. Antes de retirarse, me agradecieron con un ademán seco. Estoy casi segura de que, al salir, la mujer se fue llorando.

No sé dibujar

No entendí la envergadura del caso hasta que la conocí. Debo de admitir que, en mis años de práctica, ya había visto varios similares. Sin embargo, solo cuando llegó a mi consultorio pude ver realmente de qué se trataba. Escueta, minúscula y casi esquelética, Esperanza era incapaz de mirarme a los ojos detrás de los marcos de un par de lentes inmensos, con unos armazones que le dejaban marcas pesadas sobre la nariz.

La dejaron en la puerta, según me dijo. De primera impresión no supe cuántos años tenía. Por las ojeras profundas y la condición de la piel, bien podría tratarse de una anciana. Más aún por la joroba discreta en la que se arqueaban sus hombros, como si cargara una coraza dura e impenetrable sobre la espalda. Sin embargo, el nacimiento abundante de cabello revelaba que estaba, al menos, en la flor de su veintena. Lo llevaba corto, apenas rozando las orejas. Bajo la luz del sol, fácilmente podría pasar por pelirroja. Bajo la sombra rayaba más en lo castaño, con destellos ocasionales de mechones güeros. Apenas tenía una línea por labios, que apretaba fuertemente, como un par de puertas encadenadas.

Pude observarla con detenimiento desde el umbral del consultorio sin que se diera cuenta. Estaba de espaldas inicialmente, sentada en el sillón de terciopelo verde la sala de espera. Se sobresaltó cuando la saludé:

—Buenos días, Esperanza.

No me volteó a ver inmediatamente. Traía encima una gabardina de gamuza café claro, aunque no estaba haciendo mucho frío. Se retiró los lentes y los recargó en su regazo brevemente. Se talló enérgicamente los ojos. Solo después de volverse a colocar los armazones me volteó a ver, con los párpados enrojecidos. Sobre los labios vi algo parecido a una sonrisa. Continué:

—Pásate.

Se paró con dificultad. Avanzó hacia mí con parsimonia. Me esquivó para entrar al consultorio y se sentó en el extremo derecho del sillón. Me senté justo enfrente de ella. Solo entonces me di cuenta de que tenía los ojos color miel. Antes de que le dijera nada, se aclaró la garganta y me dijo con una voz gutural, que parecía no corresponderle:

—Lamento decepcionarla, pero no sé dibujar.

Luego clavó la mirada en la pared detrás de mí.

—¿Es usted psiquiatra?

No me miraba.

—No, Esperanza. Soy psicoanalista. ¿Has estado antes con…?

Los lentes se le empañaron detrás de lo que parecían lágrimas gordas, gordas, gordas. Después de eso, no contestó ninguna de las preguntas que le hice en toda la sesión.

Polaroid

Esa misma noche, recibí un correo de una dirección que no reconocía. Vi la notificación en mi celular mientras me preparaba un té para cenar. Decidí no abrirlo hasta sentarme en mi escritorio, porque todavía tenía citas que enviar para la semana siguiente. Prendí la luz del cuarto. Una vez frente al monitor en el estudio, me dispuse a ver de qué se trataba.

No tenía asunto especificado, pero traía adjuntos varios archivos de imagen. Los descargué todos. Algunas eran fotografías tomadas en el centro histórico de la ciudad. Aunque eran a color, parecían viejísimas. Otros más eran dibujos hechos a lápiz, con leyendas en la esquina inferior izquierda que parecían no tener nada que ver con la imagen. Me llamó la atención particularmente uno de volcanes, hecho con crayolas, que decía con letras rojas en una caligrafía apretadísima «No quiero estar aquí».

Todos parecían ser archivos escaneados de material físico. Estaba cuidadosamente curado, intercalando las fotografías con los dibujos. Tenía símbolos inscritos en códigos que no supe identificar. Al final, en una fotografía polaroid tomada frente a un espejo, apareció el rostro de Esperanza. No sonreía. No traía lentes, pero miraba directamente a la cámara. Detrás de sí, había una sombra que parecía no ser de ella, a pesar del golpe duro del flash. Sentí frío. En ese momento, se fue la luz en el departamento. Todo se apagó, menos el monitor, desde donde la chavita me miraba sin miedo. Cerré sesión y me fue a dormir. No me pude quitar su mirada de encima en toda la noche.

Te estoy viendo

El fin de semana pasó sin eventualidades. En los días siguientes, sin embargo, a la puerta del consultorio llegaron paquetes extraños, sin especificaciones más que mi nombre y un sello de «frágil» sobre el papel revolución que los envolvía. Todas las cajas eran del mismo tamaño, aunque los artículos en el interior no parecían tener relación entre sí. Llegaron tres: un escapulario, una caja musical y, finalmente, una caja llena de hojas blancas. Todos llegaron entre el lunes, el martes y el miércoles, exactamente a la una de la tarde. El último, coincidentemente, llegó justo en el momento en el que debería de haber empezado la consulta con Esperanza.

Entré de nuevo al consultorio y lo dejé sobre mi mesa. Mientras la esperaba, abrí nuevamente la caja con las hojas sin usar. Nada. No tenían nada escrito, no olían mal, no tenían un tacto distinto al de cualquier paquete de papel multiuso. Las levanté y, justo antes de depositarlas de nuevo en la caja, escuché cómo algo golpeaba contra el piso. Debajo de la silla del escritorio, encontré la polaroid de Esperanza, que me miraba desde el piso. Al reverso de la fotografía, escrito con un marcador rojo, estaba la leyenda «Te estoy viendo». Guardé la imagen en la caja y pedí que se tirara a la basura inmediatamente.

Esperanza no se presentó ese día. De hecho, por más que intenté contactar a sus padres, nunca logré encontrarlos de nuevo. Los números habían sido deshabilitados. Cuando intenté escribir a la dirección de la que había recibido el material, me llegó un correo de rebote en el que se me indicaba que no existía. Nunca se volvió a presentar a consulta. Un miércoles, meses después, justo antes de atender a un paciente a la una de la tarde, encontré la misma polaroid pegada con cinta adhesiva en la puerta de mi consultorio. En el reverso de la imagen, decía: «Aquí sigo». En ese momento, decidí presentar mi renuncia y mudarme a otro lugar, lejos de su mirada insistente.