El cristiano realiza su vocación en la Iglesia, en comunión con todos los bautizados. De la Iglesia recibe la Palabra de Dios que contiene las enseñanzas de la ley de Cristo (Ga 6, 2). De la Iglesia recibe la gracia de los sacramentos que le sostienen en el camino. De la Iglesia aprende el ejemplo de la santidad; reconoce en la Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa santidad; la discierne en el testimonio auténtico de los que la viven; la descubre en la tradición espiritual y en la larga historia de los santos que le han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del santoral.
(1992, Catecismo de la Iglesia Católica, Nº 2030)
El anterior punto del Catecismo responde a la pregunta de cómo vive el cristiano su unión con la Iglesia y para qué sirve dicha unión. Sin irrespetar jamás la libertad de cada creyente, el catolicismo sostiene que la fe es una experiencia que no se vive de forma solitaria sino en comunión. Es un equilibrio entre su vocación personal y única junto a un esfuerzo colectivo e institucional. A través de la Iglesia recibimos la Palabra y gracia de Cristo en la tradición apostólica, dones que nos animan y guían para ir creciendo en santidad con el ejemplo de los santos empezando por Nuestra Madre la Virgen. No somos una religión individualista, no podemos alejarnos jamás de la Iglesia.
Una consecuencia inevitable de este principio es cuidar de ella, que en el fondo es cuidar de nosotros. No podemos ir a misa solo los domingos o cuando los sacramentos requieren nuestra presencia, debemos tener vida parroquial como mínimo. Por esta razón cuando anhelé crecer de manera consciente en la espiritualidad cristiana al cumplir los 25 años sabía que debía incorporarme a las actividades de la parroquia eclesiástica de San Bernardino (Caracas) cuyo párroco en ese momento era el presbítero diocesano Carlos Luis Sirvent (párroco desde 1990 hasta 2004, luego fallecería).
El párroco estaba rodeado de un conjunto de señoras (vi muy pocos hombres, es la verdad) y jóvenes, que pasaban las tardes en la casa parroquial, el templo y sus alrededores. También hacíamos uso de las aulas del colegio parroquial, y esos muchachos siempre estaban revoloteando en ese pasillo que va de la avenida Cristóbal Mendoza bordeando el templo hasta llegar al estacionamiento que da para la avenida Carlos Soublette. Por dos años disfruté de este ambiente de alegría, aunque siempre estaba un poco fuera de lugar. La razón era que no había personas de mi generación porque estaba entre adolescentes y mujeres que iban de 60 a 70 años. Serví de “monaguillo” porque iba todos los días a misa, y pude ver como muchas veces el párroco iniciaba la misa cansado de tantas actividades en medio de una creciente ausencia de vocaciones sacerdotales. Se encomendaba y podías notar el cambio al realizar la acción más importante de un presbítero.
El padre Sirvent estaba lleno de sueños y de aquella época recuerdo que buscaba con el “consejo económico” generar fuentes de ingresos permanentes para el funcionamiento de la parroquia eclesiástica y de esta forma no depender de las limosnas de la misa. Entre sus ideas estaba crear un aporte mensual voluntario de los fieles pero con un monto fijo, e hicimos unos sobres y base de datos para ello. Otro proyecto al cual me incorporé fue el de ampliar la catequesis más allá de la formación de la Primera Comunión y la Confirmación, con el fin de superar la superficialidad doctrinal generalizada. El padre anhelaba hacer una recuperación física de todo el templo que venía deteriorándose con el paso del tiempo. También quería lograr que todos esos muchachos y señoras que apoyaban a la parroquia salieran en misión frecuente dentro de todos los espacios, visitando cada casa e institución.
El padre Sirvent me dijo muchas veces que lo ideal sería que el párroco pudiera atender a todos los que se acercaran a pedir consuelo, dirección espiritual, confesión y los Sacramentos; pero que lamentablemente el trabajo administrativo lo agobiaba. Su gran sueño era atender a las barriadas de San Bernardino para mejorar su nivel de vida, y que en vez del barrio ir al templo parroquial que todos los vecinos se integraran a las comunidades populares en una gran campaña de caridad, solidaridad y crecimiento espiritual. Algo importante se logró posteriormente al deslave de Vargas (1999) que también ocurrió en San Bernardino dejando 8000 damnificados, de esta forma liderizaría con los vecinos afectados la fundación de “ACA 2000” (Asociación Civil Anauco) que lograría quitar los sedimentos y reconstruir las casas pero con una estructura resistente y que tuviera un sistema para evitar las consecuencias del deslave.
Todo esto era la vida parroquial (¡e incluso y necesariamente mucho más!), como nos dijo el papa Francisco: “¡Soñá! Ábranse a cosas grandes, ábranse y sueñen. Sueñen que el mundo con vos puede ser distinto” y recuerda que “nadie se salva solo”. Algunos no tendrán tiempo suficiente para tener una fuerte integración con la iglesia local, pero no puedes ser extraño a ella y solo ir a misa los domingos. Desde ese entonces siempre me presento a cada nuevo párroco y veo en qué puedo ayudarlo, a pesar de que mi vocación matrimonial y como padre de familia –¡en tiempos de crisis humanitaria!– reduciría mi tiempo para esta responsabilidad como cristiano. A finales del 98 Nuestro Señor me concedió algo que anhelaba: estudiar en Europa, y no me integré a la respectiva parroquia porque tenía una vida nómada, pero fue otra experiencia espiritual que relataremos en nuestra próxima entrega.