Vivimos en un mundo dominado por el gran avance tecnológico, donde el celular va de la mano de cada uno de los habitantes del planeta. Detalle relevante, independiente de la situación socioeconómica, cultural, política o territorial del personaje. El celular es nuestro actual rey Midas. A pesar de ser tan diminuto, esta maquinita tiene capacidades o poderes infinitos. Este sí que es un verdadero milagro, comprobable. El mayor de sus milagros ha sido permitirle a cualquier ciudadano del mundo tener voz y poder de expresión a su alcance. Este aparato vino a democratizarnos la vida. Nos ofrece, a precio de liquidación, la oportunidad de tener el mundo en nuestras manos. El mundo a solo un clic de distancia. Anhelo no conseguido por los políticos durante siglos. Otro detalle, no menor, es haberle dado trabajo a nuestro dedo pulgar, siempre tan inútil y remolón desde su nacimiento.
Este luminoso artefacto de bolsillo ha logrado lo más difícil de conseguir: posibilitar el contacto entre los más de ocho mil millones de habitantes del planeta. Nos permite conocernos, dialogar, independientemente del lugar físico que habitemos. A través de las redes podemos obtener una auténtica radiografía de cada uno de nosotros y del mundo. Nos muestra nuestros juicios y prejuicios, la inequidad existente en el planeta, los dogmas políticos y religiosos que nos dominan y limitan, las luchas de poder que nos dividen y producen miles de víctimas, las censuras y miedos que nos imponen quienes ostentan poder. Nos permite escudriñar las vidas de nuestras amistades, vecinos, amantes y del millón de amigos.
Este maravilloso aparato también nos permite apreciar y compartir las bellezas de esta aldea global. Sin necesidad de viajar, podemos adentrarnos en su naturaleza, en las profundidades de los océanos, en las alturas de las montañas, aprovechar el conocimiento que está depositado en las mejores bibliotecas del mundo. Visitar los más fantásticos museos, participar en las vernissage de las importantes galerías de arte, ver los mejores espectáculos deportivos y culturales, conocer en detalle los avances científicos y tecnológicos.
Las redes sociales pusieron fin al silencio de la gente común, del ciudadano de a pie. Se terminó el tiempo en que aquellos que tenían acceso al poder de la prensa escrita, radial y televisiva dictaban los mensajes que todo el resto consumíamos. Títulos y bajadas de textos que pasaban a ser nuestras verdades. Esta nueva realidad solo está restringida en países con dictaduras. Países donde gobierna un solo partido en alianza con las fuerzas armadas.
Esta nueva tecnología es una potente arma comunicacional a nuestro alcance, pero no está exenta de complejidades. Como ha sucedido con todos los grandes inventos —el fuego, la rueda y la energía nuclear— tiene su lado positivo y peligroso. Ocho mil millones de verdades, de opiniones, que hoy se expresan simultáneamente. Pero como suele suceder cuando tenemos un juguete nuevo, nos volvemos locos. Todo el mundo se siente con el derecho de usarlo para desahogarse y decir lo que por generaciones tuvo que callar o rumiar en el anonimato. Hoy todos alzan la voz, predican su verdad, increpan a quien no comulgue con ella y, con la complicidad de los likes del millón de amigos, funan. Esto ha permitido que en mucha gente reine hoy el pesimismo y la violencia, muchas veces no solo verbal.
Pero, como suele acontecer, pasado un tiempo regresa la calma y la paz vuelve al redil. Es el costo a pagar por esta arma liberadora.
Mi sentido común me indica que la gente no ha cambiado, que no es más agresiva que la de antaño. Estoy convencido de que la realidad actual no es peor que la pasada. El celular y las redes sociales nos entregan información que antes no teníamos. Para corroborar esta opinión, los invito a plantearse el siguiente ejercicio mental. Háganse esta pregunta: ¿cuál habría sido nuestra reacción, y la de la mayoría, si en el siglo pasado hubiera existido el celular y las redes sociales?
Empecemos por mencionar que durante el siglo pasado hubo dos guerras mundiales, con un resultado de cerca de ochenta millones de muertos. En esas cifras están incluidos los muertos en los campos de concentración de Hitler y los miles de muertos en los Gulag de Stalin. Estas últimas víctimas, silenciadas por un sector político que aún no se explica qué pasó. En ese mismo siglo pasado fueron lanzadas por Estados Unidos dos bombas atómicas contra dos ciudades pobladas por miles de inocentes. Se calculan más de doscientos mil japoneses muertos por efectos de la radiación. El colonialismo europeo reinaba en África, a piacere. Solo en el Congo se calculan cerca de veinte millones de muertos. El régimen sudafricano de apartheid sobrevivía a pesar de las sanciones de la ONU y del bluff del boicot europeo. Mientras, el ciudadano Mandela pasaba 27 años en prisión.
Recuerdo muy bien cuando por primera vez aterricé en el aeropuerto de Johannesburgo, en agosto de 1983. Quedé impresionado con la cantidad de aviones Jumbo de diversas líneas aéreas europeas estacionados allí, a pesar del boicot. Continuando con la cartelera de atrocidades del siglo XX, ¿cómo poder olvidar la guerra de Vietnam, tan inhumana como el genocidio que realiza el gobierno de Israel hoy en Gaza? No olvidemos la guerra de Corea, el quiebre de nuestra democracia y las víctimas del golpe de Estado en Chile. Las múltiples dictaduras militares que asfixiaban nuestro continente. Aquí hago una pausa para recordarles la pregunta: ¿cuál creen ustedes que habría sido nuestra reacción en esos años si hubiera existido el celular y las redes? Con toda seguridad, ese ayer nuestro habría sido tan agresivo e inquisidor como el presente.
Como decía, somos los mismos, pero ahora todos tenemos voz. La diferencia es que hoy estamos empoderados por la tecnología. Visitando las redes finalmente podemos conocer lo que piensa cada persona y saber quién es quién de nuestro millón de amigos. Estamos viviendo la atomización del pensamiento, situación que naturalmente dificulta la democracia y atrasa los acuerdos. Pero es el costo a pagar que nos permite vivir con más libertad la democracia.
No podemos olvidar que fue la falta de libertad en todas sus acepciones la que nos derrumbó el muro y la utopía.
Para quienes no nacimos como nativos digitales, estos nuevos medios, más la IA, nos obligan a repensar la forma de encarar nuestra formación como agentes culturales y cómo abordar la práctica y desarrollo de nuestra actividad artística. La masividad de información a nuestra disposición, sin duda, muy pronto nos llevará a concluir que quien siga ignorante es por decisión propia. Es tiempo de actualizar a los nuevos tiempos los añejos métodos de enseñanza. Hay que dejar de lado la pizarra. Hoy debemos tener un gran plasma como pizarrón, con conexión a internet y un profesor que sea un motivador, un experto en enseñar cómo sacar provecho a este revolucionario medio tecnológico, en cuyas entrañas se almacena toda la sabiduría, conocimiento y riquezas que el hombre ha podido recabar a lo largo de su historia. Además, con la IA, poder recrear en imágenes cualquier aspecto de nuestro pasado en la Tierra. Todo esto a solo un clic de distancia.
Eran otros tiempos cuando nuestros artistas, nacidos en este país perdido al sur de ninguna parte, para conseguir reconocimiento internacional y poder soñar con vivir de su arte, emigraban a las metrópolis del primer mundo. Gabriela Mistral y Pablo Neruda tuvieron que peregrinar por el mundo para finalmente ambos ser coronados con el premio Nobel. Roberto Matta debió vivir en EE. UU., Francia e Italia para que aflorara todo su mundo interior en la pintura. Su hijo, Gordon Matta-Clark, para ser quien fue, no tuvo que vivir en Chile: fue norteamericano. Raúl Ruiz, para ser considerado por la élite del cine europeo, debió radicarse en Francia y aceptar que afrancesaran su nombre a Roul Ruiz.
Alfredo Jaar emigró inmediatamente después de egresar de nuestra universidad para asentarse en Nueva York y así lograr imponerse como artista interviniendo Times Square. Claudio Arrau vivió desde muy pequeño en Alemania. Lucho Gatica saltó a la fama internacional desde México. Jodorowsky emigró del país a los 24 años, hoy es ciudadano francés. Claudio Bravo, desde muy joven, se estableció en España. Roberto Bolaño vivió en México y España; solo venía de visita al país. Detengo aquí la lista, ya que la nueva realidad con los nuevos medios ya no hace necesario salir del país para conseguir el tan apreciado reconocimiento.
Es tiempo de dejar de exigir todo al Estado. Violeta Parra, Nicanor Parra, Víctor Jara, Gracia Barrios, Balmes, Gonzalo Rojas, Hernán Rivera Letelier, Lemebel, Marcela Serrano, Andrés Pérez, Francisco Coloane, Raúl Zurita, Elicura no llegaron a ser lo que son gracias al Fondart.
Al Estado debemos exigirle que fomente el arte y la cultura en la educación, pero no que se haga cargo de nuestra carrera artística.