...Y con el mazo dando.Tal parece seguir siendo el aserto o leitmotiv al que se aferra, muy particularmente, la Iglesia española en esta nueva etapa de su recorrido a lo largo de su ya dilatada historia. Un momento de graves tensiones que confrontan a esta sacrosanta institución con cambios que parecen irreversibles en el conjunto de nuestras sociedades contemporáneas.
Los ciudadanos comprenden, y aun aceptan en muchos casos, que la Iglesia condene el aborto, aborrezca la eutanasia, rechace el divorcio, anatematice prácticas sexuales calificadas como «aberrantes», mantenga el celibato como conditio sine qua non para ejercer el sacerdocio y defienda al ejército de pobres que suelen depender de sus obras benéficas. Todo ello ha sido integrado en el imaginario social como propio de su ser y que, por extensión, da un sentido profundo a su identidad.
Lo que resulta más difícil de digerir, sin embargo, es que un eximio representante como es el actual Presidente de la Conferencia Episcopal Española, Luis Argüello García, interfiera el normal desarrollo de nuestra vida política y solicite elecciones anticipadas. Que el señor Argüello, como ciudadano, defienda los valores de la derecha extrema (PP) y de la extrema derecha (VOX), con los que comulga, nos parece razonable y forma parte del juego político que, como sociedad democrática, nos hemos dado.
Pero no podemos consentir ni toleramos que este príncipe de la Iglesia, manipulando a su antojo el cargo que ocupa, sancione el normal desenvolvimiento de un Gobierno que, le guste o no, ha sido elegido democráticamente y goza de todos los requisitos que, de acuerdo con nuestras leyes, le permite continuar el normal desarrollo de sus funciones. Los mecanismos previstos en nuestra Constitución para la convocatoria de elecciones están perfectamente redactados, y nadie ajeno a los mismos es quién para determinar el calendario o las condiciones en que las mismas deben celebrarse. Que quede claro.
Otro cantar, del que sí debe ocuparse este eclesiástico, es el de reconciliar consigo mismos y con la elevada institución a la que representa, a tantos españoles como han sido objeto de abusos y atropellos por parte de la misma, a saber: sevicias sexuales en sacristías y seminarios, palizas en reformatorios, robo de bebés durante la larga noche del franquismo y parte de nuestra democracia, así como inmatriculaciones de bienes inmuebles cuyo registro no queda claro o está en entredicho.
Para Luis Argüello, que tiene en su haber el pundonor de haber participado en algún momento de su vida estudiantil en el movimiento antifranquista, debería ser una obligación, en su doble vertiente de ciudadano y prelado, condenar sin fisuras la terrible vergüenza que supone para cualquier creyente que la Iglesia Católica prestara todo su apoyo y entusiasmo a la Cruzada que ensangrentó España durante la explosión social de 1936-1939… y aun después, durante una larga y cruenta posguerra. Asimismo, revindicar sin excusas ni paliativos, el derecho que asiste, a más de ciento cincuenta mil republicanos españoles, de ser enterrados dignamente en lugar de permanecer insepultos en no importa que campos, barrancos, simas o cunetas en las que fueron ultimados sin juicio ni garantía alguna de cualquier derecho.
En la retina de no pocos españoles queda, también, la imagen de una Iglesia que dio amparo a una cohorte de asesinos que tuvieron la desfachatez de desfilar bajo palio en no pocas procesiones y actos celebrados por esa Iglesia.
¿Para cuándo, entonces, el tan necesario mea culpa que pacifique el ánimo y purifique la conciencia de tantos compatriotas como andan enfrentados a lo largo de estos días por temas que no se han resuelto en modo alguno? ¿Qué espera la Iglesia para hacer suya la Ley de Memoria Democrática y obrar en consecuencia con la letra y el espíritu de la misma?
En lugar de tratar de volver al pasado y preservar modos y procedimientos de otras épocas, más propias del Concilio de Trento que de nuestros días, la Iglesia debería emprender un lento pero imparable ejercicio de renovación aceptando, entre otras realidades, la de una sexualidad que no puede ni debe ser reprimida; la práctica del sacerdocio a mujeres que deseen ejercerla; la supresión del celibato y la expulsión de su seno de tanto pervertido como emplea la unción sagrada de su credo en constreñir, domeñar y desviar de su natural objeto impulsos vitales que no han adquirido, todavía, la capacidad de elegir por sí mismos.
Incluso quienes no somos creyentes, quienes por la gracia de Dios seguimos siendo ateos, agradeceríamos que tantas y tan excelsas virtudes fueran patrimonio común de una sociedad más libre y dueña de su destino.
Si tal proceso, como así nos tememos, no fuese comprendido en absoluto —ni siquiera en parte—, no tendríamos más remedio que invocar los versos de ese poeta prometeico, que viejo, pobre y trasterrado, murió en su exilio de México.
Obispos buhoneros:
volved las baratijas a su sitio,
los ídolos al polvo
y la esperanza al mar.
(León Felipe Camino Galicia, Estamos en el llanto)