Tanto para los historiadores locales como para la memoria colectiva de Cartago, la casa de Anacleta es aquella que aparece en múltiples fotografías del viejo Cartago, ocupando la visible y estratégica esquina donde, ya iniciado el siglo XX, se construiría el mítico Teatro Apolo. La imagen inconfundible de esa vivienda marcó, durante décadas, el pulso cotidiano de la ciudad. Sin embargo, aunque imborrable en la memoria visual de Cartago, aquella casa no fue escenario de los acontecimientos más decisivos de la vida de Anacleta, como hemos explicado a lo largo de este artículo.
Cuando Anacleta se trasladó a esta casa, ya habían pasado los grandes momentos que marcaron su vida: el destierro político de su familia, la muerte de su esposo, la Batalla de Rivas —donde perdió a su hijo Zenón—, la ilustre visita del expresidente peruano José de La Mar y, sobre todo, la captura del general Francisco Morazán en su propio hogar. Todos estos eventos —cruciales en su vida, pero también en la historia de Centroamérica— han sido, con el tiempo, equivocadamente trasladados por la memoria popular a la casa de la esquina del Apolo, en parte debido a la imprecisión historiográfica.
No se trata simplemente de un cambio de acera —aunque ambas casas estuvieran separadas apenas por una calle—; se trata de restituir la verdad sobre el lugar donde ocurrieron los hechos, pues la confusión ha otorgado a la casa de la esquina del Apolo un protagonismo que en realidad no le corresponde.
En la casa de Anacleta, en esa esquina del Apolo, no hubo estruendos, ni discursos memorables, ni bailes de sociedad, ni celebraciones oficiales, ni grandes acontecimientos históricos. Por el contrario, en ella solo se escuchó el eco pausado de los días tranquilos, esos que, también forman parte del entramado de la historia. Fue este el refugio perfecto para una mujer que ya había atravesado un torbellino de avatares, que solo cargaba duelos y recuerdos, y que encontró, en esas paredes gruesas y en su fragante huerto, un oasis donde el tiempo se distraía con lo más ínfimo.
Ya desprovista de grandes ambiciones, Anacleta se dedicó al cuidado del hogar, pero, sobre todo, a velar por su hija, María Manuela, que comenzaba a extraviarse en el progresivo e irreparable deterioro de la mente.
Teatro Apolo de Cartago, hacia el año 1930. Este edificio se inauguró el 5 de mayo de 1914, en el sitio donde estuvo la última casa habitada por doña Anacleta, en el corazón de Cartago. Foto de Manuel Cubero (1885-1957), de la colección de Ronald Brenes Fernández (1983-2021), propiedad de la señora Vanessa Carpio Araya.
La mudanza a esta casa representó un cambio de residencia, pero también el inicio de un capítulo de recogimiento y contemplación. Lejos del bullicio de los grandes sucesos, Anacleta se abrazó a lo cotidiano: la suave luz de una lámpara cayendo sobre los cuadros tristes de la sala; las sombras de un arbusto moviéndose como un reloj de sol en la pared; la lenta marcha del recuerdo recorriendo los rincones de la memoria.
Los archivos antiguos permiten rastrear la historia de esta propiedad desde 1608, cuando fue habitada por Juan de las Alas, y luego por Jerónimo de Retes. Hacia 1740, el capitán Francisco Javier de Oriamuno, gobernador de Cartago, tenía su casa en esta esquina. Posteriormente, en 1752, el solar fue adquirido por Gabriel Marco Ocaña y su esposa doña Joaquina López del Corral mediante una transacción de capellanías. En ese mismo año, doña Ángela de Alvarado y Jirón asumió la propiedad con la hipoteca dejada por el matrimonio Ocaña-López del Corral.
La propiedad fue heredada luego a su hija, doña Antonia Flores, quien en 1796 la vendió a don Joaquín de Arguedas. En 1807, su viuda, doña Manuela Conejo, vendió parte de la casa, en la esquina, al capitán y comerciante José Santos Lombardo (Índice de Protocolos de Cartago, tomo V), quien en ese momento pasó a ser dueño, tanto de esta esquina como de la casa de enfrente, propiedad esta última que en el año 1829 le vendió a Pedro Mayorga.
Tras el terremoto de 1841, la casa quedó destruida y para 1846 el solar aparece vacío, aún citado como el que fue de la finada Manuela Conejo (Índice de Protocolos de Cartago, tomo VI).
En la década de 1850, Zenón Mayorga Arnesto, el hijo mayor de Anacleta, adquirió el solar y construyó allí una casa que, más tarde, heredó a su madre (Registro Nacional de Costa Rica, Certificación literal de la finca 7939, año 2024). Alrededor de 1857, tras la muerte de Zenón, Anacleta se mudó definitivamente a esta nueva vivienda.
En 1858, Anacleta amplió su propiedad mediante la compra de la casa contigua al oeste, perteneciente a doña Petronila Oreamuno. Se trataba de una estructura de bahareque, con horcones de guachipelín y madera de cedro, techada en teja, con jardín y huerta (Archivo Nacional de Costa Rica. CR AN CR-AN-AH-LYCH-000097-001-417). Es muy probable que esta nueva adquisición estuviera destinada a actividades comerciales.
Fue entonces, en esta etapa madura de su vida, cuando Anacleta habitó la casa tal como la describen con detalle dos crónicas publicadas en septiembre de 1942. La primera, firmada por Francisco María Núñez en el Diario de Costa Rica (13 de septiembre), ofrece una descripción literaria y sensorial de los espacios internos, la decoración y la atmósfera de la vivienda. La segunda, aparecida dos días después en La Tribuna (15 de septiembre), complementa esa visión con detalles sobre el huerto, el corral de vacas y el estilo de vida doméstico de doña Anacleta.
Núñez señala que la estructura de la casa imponía respeto por su solidez: gruesos muros de adobe, ideales para resistir el frío y los vientos gélidos de Cartago. La pared orientada al este —es decir, hacia la Plaza Principal— contaba con varias ventanas; una de ellas, protegida por rejas de hierro forjado al estilo español, exhibía en su parte alta un escudo decorativo. Otras, con rejas de madera, lucían columnas torneadas que recordaban una sarta de bolitas, un ornamento heredado de la arquitectura colonial.
El ingreso principal, en la parte norte, conducía a un zaguán resguardado por un grueso portón que dejaba entrever un corredor interno. Desde allí se accedía a una antesala y luego al salón principal. Este era un espacio austero, pero con aire de nobleza: una mesa central con sobre de mármol, sillones de cuero con tachuelas de bronce y dos consolas con espejos de cuerpo entero. Las paredes, semioscuras, estaban decoradas con cuadros antiguos que, envejecidos por el tiempo, parecían flotar en un silencio solemne. Para los niños, dice Francisco María Núñez, aquellas caras envueltas en marcos dorados inspiraban una mezcla de fascinación y temor.
Las habitaciones se distribuían alrededor de un patio interior. Ventanas coloniales abrían la vista hacia un jardín de delicias, donde crecían higueras, duraznos, y otras especies que brindaban sombra, fruto y aire fresco. Hacia el fondo se extendía un huerto y más allá, un corral donde diariamente se ordeñaban vacas robustas. A pesar de su edad y posición social, Anacleta era una mujer práctica: vestía con pulcritud sencilla y dirigía las labores domésticas con la eficacia de quien había aprendido a administrar un hogar en tiempos difíciles.
Pero quizás el rasgo más intrigante de la casa —y el que ha despertado mayor fascinación entre las personas— fueron sus subterráneos, como relatan en detalle tres fuentes periodísticas y que despertaron (¡y aún despiertan!) especial interés en la memoria colectiva cartaginesa: el diario La Información (17 de julio de 1910), que reportó el hallazgo de un subterráneo al levantar el piso de la casa después del terremoto de 1910; El Noticiero (17 de julio de 1910), que describió los túneles y una caja de hierro hallada bajo la tienda de don Felipe Martín en el mismo momento; y El Cartaginés (29 de septiembre de 1904), que señalaba la complejidad arquitectónica de la casa construida por doña Anacleta, incluyendo vericuetos, subterráneos y entradas ocultas, en la tienda de don Felipe Martin.
Estas galerías de mampostería fueron descritas por el amarillismo periodístico como una red de pasadizos, muros huecos con resortes secretos y recámaras escondidas. Algunos aseguraban que habían servido para ocultar perseguidos políticos; otros, que fueron utilizadas por falsificadores de moneda como escondite. La caja de hierro hallada en 1910 —que contenía únicamente clavos— frustró las ilusiones de quienes soñaban con un tesoro. Es cierto que bajo esta casa, como también bajo otras viviendas antiguas de Cartago, existían galerías de ladrillo; sin embargo, todo indica que eran probablemente remanentes de una red pluvial en desuso. Afortunadamente, tras el terremoto, tanto Manuel de Jesús Jiménez como Mario Sancho Jiménez se apresuraron a desmentir el carácter legendario que ciertos relatos intentaron atribuirles.
Volviendo a los acontecimientos de la casa, en algún momento entre los años 1860 y 1867, esta acogió también una actividad comercial (Monografía de Cartago, 1930). Se presume que Anacleta alquiló parte de su propiedad al alemán Arturo Kopper, quien habría establecido allí una tienda o comisariato. Con el tiempo, la propiedad fue adaptándose a las necesidades urbanas de Cartago, sin perder su carácter de casa familiar.
En 1876, Anacleta solicitó formalmente el título posesorio de la finca que habitaba desde casi dos décadas, una casa ya convertida en su refugio final, con sus 46 metros de frente por 22 de fondo (Registro Nacional de Costa Rica. 2024). Ese acto legal no fue un simple trámite, sino una afirmación de pertenencia sobre una propiedad llena de recuerdos y voces del pasado. Allí, entre el silencio de las tardes, el murmullo del agua corriendo por las acequias, el bullicio semanal del mercado los jueves en la Plaza Mayor, y el eco constante de la Fuente de los Leones1, en el centro de la empolvada plaza, transcurrían sus días con una lentitud serena.
La casa se integraba así al ritmo vital de la ciudad: los pregones lejanos, el repique de las campanas, los pasos de las vecinas que se detenían a conversar unos minutos bajo su alero. Y en medio de todo aquello, Anacleta —ya vencida por la edad— se dedicaba al mantenimiento de la casa, y al cuidado amoroso de su hija.
El 20 de agosto de 1878, doña Anacleta falleció en esta misma casa, rodeada de los objetos, los aromas y los sonidos que la habían acompañado durante más de dos décadas. Su muerte marcó el cierre de una existencia caracterizada por el coraje, la precocidad en todo, y una memoria poblada de recuerdos sublimes y dolorosos. Fue, además, el inicio del lento desvanecimiento de su figura en el imaginario colectivo cartaginés, paulatinamente sustituida por la leyenda —esa forma imprecisa pero poderosa de la memoria— que con el tiempo envolvió tanto a su persona como a su casa.
Si esta historia tratara solamente de la vida de Anacleta, este habría sido el final. Pero hablamos de sus casas. Y como su última casa siguió su propia travesía, cambiando de manos, de rostros y de función, aquí continuamos hablando un poco más de ella:
La propiedad pasó entonces a su única hija, María Manuela, quien ya mostraba signos avanzados de demencia. La casa, que había sido escenario de memorias compartidas, se convirtió en un espacio de cuidados, silencio y desvelo. María Manuela vivió allí asistida por cuidadores hasta su muerte en 1891.
Fue entonces cuando la finca se puso en venta pública y fue adquirida por el comerciante don Juan Hernández Pacheco, figura destacada del comercio josefino. A su fallecimiento, la propiedad pasó a manos de su hija, doña Mercedes Hernández Golcher, y de su esposo, el doctor Eduardo J. Pinto.
Durante los años siguientes, el inmueble fue alquilado a distintos comerciantes, incluyendo la firma Herrero y Cía. y luego a don Felipe Martín, quien montó allí su lujosa tienda en 1904.
Fue precisamente en esta tienda donde ocurrió, en la noche del 27 de septiembre de 1904, un episodio que sacudió al vecindario y quedó registrado en las páginas del periódico El Cartaginés. Esa noche, bajo el amparo de la oscuridad, un grupo de ladrones ingresó a la propiedad no por la fachada principal, sino desde el patio trasero de la casa del doctor Carlos Volio Jiménez, cuya propiedad colindaba con la tienda por el lado sur, en el interior de la manzana2.
Aprovechando la oscuridad y la disposición del terreno, forzaron una puerta secundaria, cruzaron un pasillo de servicio y accedieron al salón comercial de don Felipe Martín. Con evidente conocimiento del inmueble, recorrieron con calma los distintos espacios de la tienda, abrieron gavetas, rompieron vitrinas de exhibición y sustrajeron dinero en efectivo, relojes, pañuelos de seda, perfumes y otros artículos de lujo. El robo fue descubierto a la mañana siguiente por los empleados, quienes hallaron desorden, vidrios rotos y las huellas de un ingreso meticulosamente planeado.
La descripción detallada de la casa en la crónica periodística estimuló de inmediato la imaginación de los cartagineses, y ya desde entonces se avivó la leyenda de que aquella, más que una simple vivienda, escondía rutas invisibles que solo algunos conocían. El episodio alimentó las historias orales sobre pasadizos secretos y empezó a crear el aura de misterio que aún hoy envuelve a esa propiedad, aunque ya no exista la casa.
Para el momento del terremoto de 1910, el inmueble aún pertenecía a la familia Pinto-Hernández, aunque se encontraba arrendado. El sismo destruyó la propiedad, pero algunos vestigios de la antigua casa lograron sobrevivir. Sin embargo, con el tiempo, todo fue finalmente demolido, y durante años, los escombros de aquella construcción permanecieron esparcidos en el lugar, como un testimonio mudo del pasado.
A finales de 1910, una parte del solar —la misma que Anacleta había adquirido a Petronila Oreamuno en 1858— fue vendida a don Carlos Arias Gutiérrez, donde establecería la famosa funeraria La Última Joya. En la actualidad, esta propiedad está ocupada por un negocio llamado Centro Comercial El Erial.
En 1912 murió doña Mercedes Hernández Golcher y la casa pasó a ser propiedad absoluta del Dr. Pinto, quien la vendió ese mismo año a doña Marta Echeverría Alvarado y a su hijo Carlos J. Peralta Echeverría.
En 1913, la finca —en ruinas— es adquirida por la Sociedad Colectiva A. Moreau e hijo, quienes en abril de 1914 completaron la construcción del Teatro Apolo sobre ese mismo solar (Gómez-Vargas Sonia. Estudio Declaratoria Patrimonial del Teatro Apolo. 2010). Finalmente, el 5 de mayo de 1914 se inauguró oficialmente el teatro, descrito por la prensa de la época como una joya arquitectónica de estilo renacentista y con estructura antisísmica, símbolo de una Cartago que renacía sobre los escombros del terremoto.
Mausoleo de doña Anacleta Arnesto, en el Cementerio General de Cartago, erigido en 1895. Foto: Sergio Orozco Abarca. 2019.
Conclusión
Este artículo nació de una sospecha, pero se escribió con una certeza: la historia, cuando se repite sin verificarse, puede volverse irreconocible.
Ni Anacleta se llamaba Anacleto, ni escondió a Morazán, ni fue su amante, ni la casa fue esa casa, ni en ella existieron túneles secretos que condujeran hasta la laguna de doña Ana, en Paraíso. Tampoco fue la anfitriona del velorio del expresidente La Mar, ni su linaje se extinguió con ella.
Las casas de Anacleta —esas tres esquinas vivas de Cartago— son mucho más que antiguas construcciones de adobe o piedra, hoy desaparecidas bajo el cemento moderno. Son símbolos de una vida extraordinaria, intensa, contradictoria y profundamente entrelazada con los vaivenes del siglo XIX.
En cada una se vivieron episodios esenciales de su existencia: en la primera, su infancia, forjada en la severidad conventual del viejo Cartago, atenuada por el afecto de su madre y de sus tías; en la segunda, la niñez de sus hijos, el fragor político, el comercio y la tragedia; en la tercera, el retiro, la viudez silenciosa y la contemplación. No fueron simples casas para ella: fueron mapas íntimos donde se trazó su vida, con la pasión de sus ideales y con el peso de las derrotas.
Aunque hoy esas gruesas paredes han sido reemplazadas por tiendas y restaurantes iluminados por luces de neón, los cimientos siguen allí, hablándonos desde la profundidad del tiempo. En sus umbrales —ya vacíos—, la imaginación nos invita a escuchar el eco lejano de las campanas, las voces que rezan, los pasos que se detienen ante las ventanas coloniales.
Anacleta no solo vivió en la historia: la escribió con actos concretos. Cuando entregó una parte considerable de su fortuna para la fundación del Hospital de Cartago, selló con generosidad su vínculo con esta ciudad. Ese hospital, que ha salvado miles de vidas desde entonces, bien pudo haber llevado su nombre.
Cartago le debe mucho a Anacleta. Ante todo, ser ella ejemplo de mujeres que, sin buscar protagonismo, terminaron siendo columnas silenciosas de una época.
Y si hoy sus tres casas ya no existen —apenas sobreviven en antiguas fotografías—, nos queda el recuerdo vivo de que, en cada esquina donde estuvieron, hay todavía una sombra que respira, una presencia que espera ser reconocida y una historia que, por fin, encuentra su lugar.
Recuperar la historia de estas tres casas es, ante todo, un acto de reparación.
Nota
Segundo relato de la serie: Las tres casas de Anacleta: segunda casa. En Meer.
1 La Fuente de los Leones fue la fuente central del primer acueducto de la ciudad, inaugurado en 1873. Importada desde Inglaterra, fue destruida o desmantelada hacia 1892, según consta en las actas municipales de Cartago. Junto con ella se instalaron otras dos fuentes de menor tamaño, ubicadas en las plazas de San Nicolás y La Soledad. De las tres, únicamente sobrevive la que, probablemente, perteneció a la plaza de San Nicolás, y que hoy se encuentra en la plaza de la Basílica de los Ángeles. Se trata de la obra de arte público más antigua que se conserva en Cartago.
2 La propiedad del Dr. Carlos Volio Jiménez corresponde, en la actualidad, a una antigua casa de madera, en el sector sur de la manzana. Dicho inmueble pertenece a la Junta de Educación de Cartago y comprende tanto la casa como un parqueo público (Parqueo Mundo), cuya entrada se ubica en el sector oeste de la misma manzana, frente al edificio del Banco Nacional.