De los primeros años del matrimonio Mayorga Arnesto se sabe muy poco. Quizá lo más destacado sea el nacimiento de sus dos hijos: Zenón, en 1822, y María Manuela, en 1825, además de algunos otros datos aislados.
Pero, ¿en dónde vivieron los recién casados? Gracias a los protocolos coloniales de Cartago, que detallan los linderos de una propiedad vendida por doña Antonia Pacheco a don Manuel Quijano el 6 de julio de 1822, sabemos que Pedro Mayorga —ya casado en ese momento— poseía una vivienda situada al sur de la casa Fajardo, en la misma cuadra. Esta propiedad se ubicaba aproximadamente a unos cincuenta metros al sur de la esquina suroeste de lo que hoy es la escuela Ascensión Esquivel, en el barrio Asís (calle central, entre avenidas 6 y 8). Todo parece indicar que esa fue la primera residencia conyugal de Pedro y Anacleta.
Esto es todo lo que, por ahora, puede contarse sobre los primeros años del matrimonio y su primera residencia. Pasemos, entonces, a referirnos a la otra casa que habitaron junto a sus hijos hasta la muerte de Pedro, y acerca de la cual sí contamos con abundante información histórica, aunque a menudo divulgada con poca exactitud.
El capitán José Santos Lombardo, figura clave en el período de la Independencia de Costa Rica, falleció en 1829 dejando tras de sí una compleja situación financiera. Ese mismo año, su viuda, doña Micaela Conejo, debió enfrentar una considerable deuda heredada de su esposo, que incluía un préstamo de quinientos pesos, más intereses, otorgado por el presbítero Félix Alvarado1. Aunque el albacea Rafael Gallegos, hermano del difunto, estaba encargado de gestionar el pago, la deuda seguía sin resolverse.
En ese contexto, Pedro Mayorga, que era un hábil comerciante, vio una oportunidad y adquirió la casa de doña Micaela mediante una transacción destinada exclusivamente a saldar la deuda y redimir una capellanía. Así, en medio de sus apuros económicos, la viuda perdió su hogar, pero pudo cumplir con sus obligaciones, mientras Pedro se convertía en el nuevo propietario de la vivienda.
Probablemente construida después del terremoto de 1822, aquella era una casa de cal y piedra2, situada en un punto neurálgico de la ciudad: diagonal noroeste de la Plaza Mayor de Cartago, en la esquina donde hoy opera el edificio González. Por tanto, distinta de la casa ubicada en la esquina del Apolo —situada justo al frente—, esta fue el verdadero escenario de los grandes acontecimientos históricos que marcaron la vida de Anacleta y de Pedro.
Con el paso del tiempo, Pedro fue adquiriendo otras casas y solares hacia el norte, dentro de la misma manzana, hasta que el 30 de junio de 1842, Juana Calles —por medio de su hijo Pedro Guevara— le vendió la casa y el solar situados en el extremo norte de la manzana, probablemente una estructura en ruinas a causa del terremoto de 1841.
La propiedad en cuestión llegaría a convertirse en la vivienda más extensa dentro del casco urbano de Cartago. Solo podía comparársele la de don Juan José Bonilla y doña Teodora Ulloa, ubicada al frente, hacia el este, en el mismo solar donde, en tiempos coloniales, funcionaba la casa de los Gobernadores, y que hoy corresponde a la esquina suroeste del Palacio Municipal. En dicho terreno se construyó, en 1859, la famosa casa de las niñas Espinach, según lo consigna Mario Sancho Jiménez en su ensayo Las casas solariegas del antiguo Cartago (1933).
Así fue como la propiedad de Pedro y Anacleta llegó a abarcar toda el ala este de la manzana, con una extensión de cien varas de sur a norte. En la actualidad, esa franja de terreno se extiende desde la esquina donde se ubica el edificio González hasta la botica García, frente al mercado municipal.
Ya en el siglo XX, al pasar a manos de nuevos propietarios, la finca fue subdividida en varias propiedades, como puede observarse aún hoy: cuatro edificaciones bien definidas, ocupadas por distintos comercios.
La casa de habitación se ubicaba en la esquina sur del terreno —el sitio exacto donde hoy está el edificio González—, mientras que el resto de la propiedad cumplía funciones diversas: albergaba la casa comercial, un solar, un huerto, un jardín, un taller de platería, corrales para ganado doméstico, entre otros espacios.
En 1841, la propiedad sufrió el impacto del devastador terremoto de San Antolín, uno de los más trágicos en la historia de Cartago. Según el informe del jefe político superior, don Telésforo Peralta, solo doce casas sobrevivieron al sismo. La Tribuna (31 de agosto de 1941) confirmó que la casa de doña Anacleta fue una de aquellas pocas edificaciones que resistieron el trágico sismo.
Resulta sorprendente y digno de análisis que muchos historiadores y figuras influyentes de la vieja Cartago hayan confundido la ubicación de la casa, creyendo que los hechos más importantes de la vida de doña Anacleta ocurrieron en su casa tradicional. Mario Sancho Jiménez, Manuel de Jesús Jiménez, Jesús Mata Gamboa, Francisco María Núñez, Luis Ferrero Acosta, y autores actuales también, sostuvieron que todo ocurrió en la casa del Apolo.
Además, casi ninguno —si no es que ninguno— de aquellos autores menciona la existencia de la otra casa. No obstante, cronistas como Francisco María Iglesias Llorente (1825-1903) y José María Figueroa Oreamuno —quizá por haber sido testigos presenciales de ciertos hechos— sabían con certeza que los acontecimientos fundamentales ocurrieron en la casa ubicada donde hoy funciona el edificio González.
Aunque los protocolos coloniales y los estudios registrales respaldan de manera categórica esta versión, si aún quedara alguna duda, resulta fundamental considerar el artículo publicado en La Información el 17 de julio de 1910, titulado: “En las ruinas de Cartago, trabajadores descubren misteriosas galerías subterráneas donde fueron encontrados restos humanos”. Dicho artículo afirma:
En ese tiempo el comandante Mayorga y su esposa vivían no en la casa donde hoy ha sido descubierto el subterráneo [en la casa del Apolo], sino en otra casa situada a 75 varas al norte, que fue últimamente habitada por la familia Troyo. Todo hace suponer que ambas casas estaban comunicadas y que el general Morazán conoció aquel refugio, pero prefirió correr su suerte. Acaso no se imaginaba la tremenda justicia que en él iba a hacer el pueblo costarricense, que al día siguiente lo fusilaba en esta capital.
La casa habitada por la familia Troyo era precisamente la que don José Ramón Rojas Troyo compró a doña Anacleta, transacción que será explicada en detalle más adelante. Cabe aclarar que, aunque el cronista menciona una distancia de 75 varas, en realidad la propiedad comprendía todas las 100 varas hacia el norte.
José Ramón Rojas Troyo (1832-1887), comerciante, cafetalero, coleccionista y benefactor cartaginés. Pariente de Anacleta, y padre del famoso poeta Rafael Ángel Troyo Pacheco. Su increíble colección de objetos arqueológicos, recogidos en sus fincas de Cartago, sirvió como punto de partida del Museo Nacional de Costa Rica. Don José Ramón compró a Anacleta la casa de la esquina González, en 8,000 pesos, el 5 de marzo de 1872. Foto del Museo Nacional de Costa Rica.
Otro artículo de La Información, del 19 de julio de 1910, aporta datos similares:
En la otra casa de doña Anacleta fue descubierta otra misteriosa galería. El redactor de este periódico estuvo ayer en Cartago a visitar la galería subterránea recientemente descubierta en la casa del doctor Pinto [la casa tradicional de Anacleta, en la esquina del Apolo]… y fuimos luego a visitar la otra casa perteneciente a doña Anacleta Arnesto de Mayorga (la casa la esquina del edificio González).
En esta segunda casa vivió doña Anacleta desde el año 1829, cuando tenía apenas 20 años, hasta mediados de la década de 1850, cuando decidió mudarse a la casa del frente, que heredó tras la muerte de su hijo Zenón, ocurrida en 1856.
A lo largo de los años, esta casa fue escenario de múltiples episodios significativos. Aquí nos centraremos en cinco de ellos:
La instalación de su casa comercial o tienda.
La permanencia del expresidente peruano José de La Mar y Cortázar.
El exilio del matrimonio en 1835, tras ser expulsados por orden del presidente Braulio Carrillo.
El célebre episodio morazánico de 1842.
Y finalmente, la venta de la casa, cuando doña Anacleta ya era una mujer mayor.
La casa comercial de Pedro Mayorga y Anacleta
Pedro Mayorga, además de su participación en actividades militares y su interés en la minería y la platería, fue un hábil comerciante, como lo demuestra la forma en que adquirió toda el ala este de la manzana donde se encontraba su hogar. Junto con Anacleta, compraron varias propiedades en Cachí, Urasca, Paraíso y San Rafael, entre otros lugares, consolidando así su presencia en la región. Ambos demostraron una notable capacidad para los negocios: Pedro, en bienes raíces, minería y comercio detallista, y Anacleta, quien había aprendido las artes del comercio en la casa Fajardo, especializada en la compraventa de mercancías.
Según Jesús Mata Gamboa (Monografía de Cartago, 1930) y Arrieta (1935), Pedro y Anacleta poseían un comercio en su propia casa, donde vendían una amplia variedad de productos. Mata Gamboa señala que "entre los mejores negocios de tienda establecidos en Cartago hacia 1860 se encontraba el de don Pedro Mayorga, ubicado en el costado norte del Teatro Apolo, el cual fue posteriormente vendido a don Arturo Kooper". Por su parte, Arrieta afirma: "Los Mayorga Arnesto adquirieron la propiedad por compra a don Santos Lombardo y realizaron mejoras en la construcción, especialmente en el local comercial esquinero que daba frente a la Plaza Mayor".
Es importante señalar que, para el año 1860, Pedro Mayorga ya no podía haberse encargado del negocio, pues falleció en 1851. Por lo tanto, el comercio al que se refieren ambos autores debió haber sido administrado posteriormente por Anacleta.
A pesar de que la Monografía de Cartago ubica la tienda en la esquina del Apolo, es mucho más probable que el comercio se encontrara en la casa anterior, ubicada en la esquina del actual edificio González, ya que en esa propiedad residieron entre 1829 y mediados de la década de 1850. Fue precisamente en ese período cuando el negocio habría estado en pleno funcionamiento en dicha casa, con la excepción del intervalo entre 1835 y 1838, durante el cual Braulio Carrillo los expulsó del país.
Incluso después de la muerte de Pedro, Anacleta continuó administrando tanto el comercio como las propiedades familiares. Un documento publicado en el Boletín Oficial del 22 de diciembre de 1853 la menciona, en ese período, ejerciendo como comerciante en Cartago3.
¿Cómo era la tienda de los Mayorga Arnesto?
Aunque no se dispone de una descripción específica de la tienda de Pedro y Anacleta ni de su ubicación exacta dentro de la amplia propiedad, es posible inferir su estructura y funcionamiento a partir de las descripciones de otros comercios de la época en San José.
En estos negocios, las mercancías solían estar organizadas de manera desordenada, con productos apilados y colgados en diversos lugares del local, detrás de un mostrador. Según el autor Carlos Jinesta (Braulio Carrillo y su tiempo, 1940), las tiendas de la época ofrecían una amplia variedad de artículos tanto al por mayor como al detalle: "tazas, cuentas de vidrio, agua de colonia, cortes de gasa, jabón amarillo y negro, guitarras, acordeones, botas, baldes de madera, machetes, espuelas, cinchos de hierro, botellas de tinta y guarapo, paraguas, telas, escopetas, pañuelos de cambray, sacos de gangoche, entre muchos otros".
Wilhelm Marr, viajero alemán que visitó Costa Rica en 1858, describió una tienda típica en San José:
Entré en una tiendecilla mezquina situada en la calle del Carmen. Detrás del mostrador, rodeado de un verdadero caos de objetos, se encontraba el tendero junto a su esposa, moviéndose entre montones de mercaderías. Había tazas, vasos, hachas, juguetes, velas de estearina, telas de seda, escopetas, sables, candeleros, aceite de oliva, jabón amarillo, paraguas, bastones, látigos, sombreros, botas y ollas de hierro. No parecía haber espacio para respirar y, sin embargo, la pareja atendía a los clientes con rapidez y destreza.
(Ricardo Fernández Guardia. Costa Rica en el siglo XIX, antología de Viajeros. 1982)
A partir de estos relatos, no resulta difícil imaginar la tienda de Pedro y Anacleta como un espacio bullicioso, colmado de mercancías variadas que atraían a los compradores cartagineses. Algunos productos colgaban de estanterías; otros se apilaban sobre los mostradores o se amontonaban en los rincones, guardados en sacos de todos los tamaños. Detrás del mostrador, Pedro y Anacleta atendían personalmente a los clientes: medían telas, pesaban productos y negociaban precios con destreza. Se sabe que, al alcanzar la madurez, su hijo Zenón también se integró a la actividad comercial familiar, colaborando en la atención del público, en la administración del negocio e incluso viajando a Jamaica, a Guatemala y a otros países para traer mercancías.
De esta manera, la tienda de los Mayorga Arnesto habría sido un punto de encuentro para los habitantes de Cartago, donde se adquirían productos esenciales de la vida cotidiana y se fortalecían las relaciones comerciales en la comunidad.
El expresidente peruano José de La Mar en casa de Anacleta
El mariscal José de La Mar y Cortázar, nacido en Cuenca (Real Audiencia de Quito, Virreinato del Perú) en 1776, fue un pilar en las guerras independentistas de América del Sur, antes de asumir la presidencia del Perú en 1827. Derrocado en 1829 por una revolución, viajó en la goleta Mercedes rumbo a Costa Rica, donde desembarcó en Puntarenas y, tras un breve paso por San José, se instaló en Cartago, ciudad que le recordaba su tierra natal, por su aire fresco y calma constante. Acompañado únicamente por el coronel Pedro Bermúdez, La Mar falleció el 12 de octubre de 1830 en Cartago, a los 54 años, sucumbiendo a la melancolía y a una frágil salud.
Su entierro, celebrado al día siguiente, se realizó con una solemnidad sin precedentes en la Vieja Metrópoli, con el apoyo del gobierno. Dos testigos de peso dejaron constancia de aquel evento, para la posteridad. Francisco María Iglesias Llorente, quien tenía cinco años en ese momento, lo recordaría años después como “suntuosos funerales” que reflejaban el respeto hacia el prócer (Un Recuerdo. Revista de Costa Rica. 1920). Por su parte, José María Figueroa Oreamuno, de diez años entonces, escribió en su Álbum de Figueroa: "Yo presencié su entierro en Cartago estando joven, fue uno de los entierros más solemnes que se vieron en aquella época... un cortejo majestuoso, acompañado por autoridades y los siete esclavos que seguían al general". Ambos confirman que La Mar fue sepultado con honores en el cementerio de Cartago.
Doce años después, en 1842, los restos del expresidente protagonizaron un nuevo capítulo vinculado con la casa de Anacleta. Un año antes, en 1841, el general Francisco Morazán, durante una visita a Lima, había prometido repatriar los restos del general La Mar al Perú.
El 2 de septiembre de 1842, ya como Jefe Supremo de Costa Rica, Morazán ordenó la exhumación del cuerpo, la cual se llevó a cabo el 9 de septiembre en el panteón de Cartago. Según el acta oficial, los restos fueron identificados por el vicario de estado José Gabriel del Campo, acompañado por el jefe político Telésforo Peralta, el cura interino Rafael del Carmen Calvo, el cirujano Pablo Alvarado y el capitán Pedro Mayorga, esposo de Anacleta. Luego fueron depositados en una urna de finos acabados para trasladarlos al Perú. Morazán encomendó al capitán salvadoreño Félix Espinoza, oficial de su confianza, que los llevara a San José como paso previo.
Sin embargo, el plan se frustró debido al caos político. El 11 de septiembre estalló una sublevación que derrocó a Morazán, quien fue ejecutado cuatro días después en San José. El 13 de septiembre, ante la crisis que se vivía, el jefe político y el vicario decidieron que el cura interino de Cartago, el padre Calvo, custodiara la urna en una pieza de la iglesia parroquial, hasta que el gobierno supremo dispusiera su traslado al Perú.
En dicha pieza de la iglesia permaneció la urna funeraria hasta el 16 de octubre de 1843, cuando el gobierno ordenó su entrega al marino alemán Eduardo Wallerstein, representante de la dama peruana Francisca Otoya. El cura Calvo, en cumplimiento de dicha disposición, supervisó la apertura de la urna para verificar que contuviera efectivamente los restos; posteriormente, la cerró con llave y le colocó ocho sellos oficiales.
Finalmente, la llave y la urna fueron entregadas al presbítero Juan Manuel Carazo, quien actuó conforme a las recomendaciones del encargado del traslado, el señor Wallerstein. Este último firmó el recibo de la urna y de la documentación correspondiente, mientras se gestionaban los trámites oficiales (Villarán, M.V., 1847. Narración biográfica del gran mariscal D. José de La-Mar, y de la traslación de sus restos mortales de la República de Centro América a la del Perú.). Estos son los hechos objetivos e incontrastables.
Sin embargo, entre los rincones de esta historia surge una versión que sostiene que los restos de La Mar reposaron en la casa de doña Anacleta y Pedro Mayorga tras la exhumación. Algunos historiadores, entre ellos Franco Fernández E. (Crónicas y tradiciones de Cartago, 2008), sostienen que la urna fue llevada a la casa de Anacleta y su esposo Pedro Mayorga, un hogar célebre por acoger a desamparados. Fernández menciona que "En esta casa se guardó por varias semanas los exhumados restos... y al velorio asistió lo más selecto de la sociedad cartaginesa", un acto que, agrega Fernández, “fue interrumpido en la madrugada del 14 de septiembre, al llegar el general Morazán acompañado del Ministro y Capitán Vicente Villaseñor”.
Anacleta, reconocida por su piedad, parece una candidata lógica para custodiar los restos, especialmente debido a su cercanía política con Morazán. Un informe del comandante Juan Freses Ñeco, fechado el 28 de octubre de 1842, menciona que la llave de la urna, descrita por Anacleta como una pieza de oro, estaba en poder de Félix Espinoza, entonces encarcelado por su pertenencia a las huestes morazánicas. Este detalle sugiere que Anacleta conocía la urna en detalle, pero no es suficiente para confirmar que esta hubiera estado en su casa. Por otro lado, las fuentes primarias, como el acta de exhumación y las certificaciones de José María Castro (1843), indican que los restos fueron trasladados directamente a la iglesia parroquial el 13 de septiembre, sin hacer mención de Anacleta ni de su casa (Villarán, 1847).
Sí existen indicios de que La Mar pudo haber vivido en la casa de los Mayorga antes de su muerte. José María Figueroa señaló en el plano de Cartago (1801-1821) que en la esquina donde se ubicaba la casa de Anacleta (hoy edificio González) “murió el general La Mar, peruano”.
Asimismo, la novela General de seis esclavos, de Miguel Salguero (2006), recrea los últimos días de La Mar en dicha residencia. Cabe recordar que los Mayorga Arnesto eran propietarios de esa casa desde 1829. Por ello, resulta perfectamente plausible que La Mar los haya visitado y quizás hasta se haya hospedado en su casa durante un tiempo.
Por su parte, Francisco María Iglesias (Un Recuerdo. Revista de Costa Rica. 1920) menciona que en la casa de Anacleta, ubicada en la misma esquina (hoy edificio González), “se albergó, en su triste destierro, el general La Mar, acompañado de sus fieles adictos”, aunque no afirma que los restos hayan permanecido allí tras la exhumación.
Otras fuentes confiables como Cleto González Víquez (Peruanos ilustres en Costa Rica. Revista de Costa Rica. Agosto 1925) y el acta oficial de la exhumación se centran en la vida, muerte y traslado de La Mar, sin respaldar la teoría de los restos en la casa de Anacleta.
¿Estuvieron realmente los restos de La Mar en la casa de Anacleta? La falta de evidencia deja la pregunta abierta, pero además existe un vacío importante entre el 9 y el 13 de septiembre de 1842. Cleto González Víquez admitió: “Ignoramos hasta ahora en qué lugar y de qué modo se guardaron los huesos de La Mar” en esos días. Esto abre la posibilidad de que la urna estuviera temporalmente en la casa de Anacleta, especialmente si se considera que La Mar pudo haber fallecido allí.
No obstante, los documentos oficiales confirman que el 13 de septiembre, los restos del mariscal fueron trasladados a la iglesia parroquial, bajo custodia del presbítero Calvo (Villarán, 1847). Esto descarta que hubieran permanecido en la casa de Anacleta durante la captura de Morazán, ocurrida entre el 14 y el 15 de septiembre. Por tanto, a la luz de dichos documentos, no es posible, bajo ninguna circunstancia, que la llegada de Morazán a la casa de Anacleta en la madrugada del 14 haya interrumpido el velorio del mariscal.
El destierro de Anacleta y Pedro.
Uno de los episodios más dramáticos en la vida de doña Anacleta tuvo lugar en 1835, cuando ella y su esposo, Pedro Mayorga, fueron desterrados de Costa Rica por orden del presidente Braulio Carrillo. Este hecho, motivado por la firme oposición del matrimonio al régimen dictatorial de Carrillo, pone de relieve la tenacidad de ambos al desafiar el poder establecido y afrontar el exilio con mucha entereza.
En 1835 tuvo lugar la llamada Guerra de la Liga4, cuando las ciudades de Alajuela, Heredia y Cartago se aliaron en armas contra el gobierno de Braulio Carrillo. El triunfo final de Carrillo contra las provincias sublevadas consolidó el poder del mandatario; pero no logró extinguir del todo las brasas de la rebelión.
Entre los más decididos opositores se contaban los Mayorga, junto a otros notables cartagineses como Félix Chavarría y Vicente Calderón, quienes tramaron un complot para derrocar al dictador. El historiador Ricardo Fernández Guardia (Ferrero, 1949) refiere que la conspiración incluía al sargento mayor Manuel Quijano, hombre de confianza de Carrillo y custodio de un almacén de armas. Sobornado por los conjurados, Quijano prometió entregar el arsenal la noche del 24 de diciembre de 1835. Sin embargo, el plan fue descubierto a última hora, lo que desató la ira inmediata de Carrillo, quien ordenó la formación de un consejo de guerra para juzgar a todos los implicados.
Quijano logró escapar de la muerte, pero fue condenado a degradación militar y al destierro. Por su parte, los Mayorga y otros cómplices también recibieron un duro castigo. Francisco María Núñez señala que, antes del juicio, Carrillo había dispuesto que fueran ejecutados si en su casa se encontraban armas o personas armadas. Por fortuna, no se halló nada comprometedor, y la sentencia se limitó a cuatro años de destierro, además de la confiscación de sus bienes, incluida su residencia y su casa de comercio.
Así, Anacleta y Pedro, acompañados por sus hijos —Zenón, de doce años, y María Manuela, de diez—, y por un fiel servidor llamado Francisco Coto, abandonaron el calor de su hogar y el mundo que conocían, para emprender el penoso viaje del destierro hacia Nicaragua, a lomo de mula, con el alma en vilo y sin la más mínima certeza de volver a pisar su tierra.
Aquel trayecto fue una odisea que puso a prueba los límites de la resistencia familiar. Que todos lograran llegar sanos y salvos a Masaya parece, a la distancia, un milagro. En Nicaragua albergaban la esperanza de encontrar refugio y reunirse con el padre de Anacleta, don Lorenzo Arnesto, quien –como vimos-- administraba las fincas de su tío, el presbítero Rafael Arnesto de Troya.
Pero el destino les tenía reservada una nueva prueba: el cólera azotaba Nicaragua con furia implacable y cobró la vida de don Lorenzo en Masaya, antes de que la familia pudiera siquiera abrazarlo (Núñez, 1929). A la herida del exilio se sumó entonces el espectáculo macabro de decenas de féretros desfilando hacia el cementerio: una visión jamás imaginada, que quedó grabada en sus almas como una mezcla de terror y desolación, mientras se preguntaban, en silencio y con angustia: “¿Seguiremos nosotros?”
Poco se sabe sobre la vida de la familia en Masaya. La escasez de registros detallados deja este capítulo en penumbras, y su reconstrucción exigirá un trabajo de investigación más profundo en el futuro. Jesús Mata Gamboa, en su Monografía de Cartago (1930), sugiere que el matrimonio se dedicó al comercio de granos, aunque es posible que también hayan incursionado en la platería, oficio que Pedro Mayorga conocía desde su juventud. Lo cierto es que, en 1838, tras cumplir su condena, regresaron a Costa Rica, con nuevas cicatrices, pero también con la firme determinación de reconstruir su vida después del destierro.
El retorno a su hogar marcó el inicio de una nueva etapa para los Mayorga Arnesto, quienes, con gran tenacidad, se dedicaron a reconstruir su fortuna. Francisco María Núñez relata cómo la generosidad de doña Rafaela, madre de Anacleta, se manifestó en un donativo de cinco mil pesos, una suma considerable para la época, que llegó como un alivio providencial. Con este impulso, la familia retomó el comercio, estableciendo nuevas importaciones desde Jamaica. Con el paso de los años, Zenón, ya en su juventud, comenzó a integrarse al negocio familiar y a forjar su propia fortuna mediante el comercio y la compra y venta de propiedades, siguiendo el ejemplo de trabajo de sus padres.
Doña Anacleta retomó las riendas del hogar con la energía de siempre. Luis Ferrero (1949) la describe en sus quehaceres cotidianos: al alba, su figura esbelta, envuelta en ropajes oscuros con encajes de blancura impecable, se movía entre la bruma de la ciudad, supervisando el ordeño de sus vacas en el corral empedrado o barriendo los corredores —no por falta de ayuda, sino por su carácter incansable—. Ya fuera avivando el horno, cosiendo sus vestidos o cuidando la huerta, Anacleta encarnaba la esencia de una mujer curtida en las faenas y los reveses de la vida.
Siguiendo con el antagonismo entre Anacleta y Braulio Carrillo, ocurrió que durante el segundo mandato de este, en el año 1839, la villa de Paraíso se alzó en rebeldía en un acto encabezado por Teodoro Picado Solano, bisabuelo del futuro presidente Teodoro Picado Michalski. La revuelta fue sofocada con rapidez y severidad, y Picado fue condenado a muerte. Aunque no se hallaron pruebas de que Anacleta estuviera implicada en la conspiración, era conocida su amistad con el líder insurrecto. Movida por la lealtad y la compasión, Anacleta reunió con presteza ochocientos pesos entre sus allegados y se presentó ante Carrillo para suplicar el indulto de su amigo. Receloso e impenetrable como siempre era, Carrillo desestimó la súplica y rechazó la oferta, infligiendo un nuevo agravio a Anacleta. Lejos de amilanarse, ella encontró en la causa federacionista centroamericana una vía de reivindicación moral, un eco de su resistencia silenciosa frente a la tiranía (Ferrero, 1949).
El episodio morazánico
El pasaje más inolvidable en la vida de doña Anacleta, sin duda, es el “episodio morazánico” de 1842: el momento culminante en la vida de Francisco Morazán, cuando fue capturado en Cartago, poco antes de su fusilamiento en San José. Sin embargo, como lo demuestra la evidencia documental presentada en este artículo, dicho acontecimiento no ocurrió en la casa tradicional de Anacleta —en la esquina donde estuvo el Teatro Apolo—, sino en su residencia anterior, situada en la acera opuesta al norte, donde hoy se encuentra el edificio González. Fue en esa casa, en la que ella vivió desde 1829 hasta mediados de la década de 1850, donde realmente se desarrollaron los hechos.
En abril de 1842, el general Francisco Morazán, último presidente de la extinta República Federal de Centroamérica, desembarcó en Puerto Caldera al mando de una pequeña fuerza armada compuesta principalmente por veteranos centroamericanos, en su mayoría salvadoreños y hondureños. Mediante una maniobra conocida como el “Pacto del Jocote”, logró derrocar al gobernante Braulio Carrillo y asumió el poder como Jefe Supremo de Costa Rica, con el respaldo de una Asamblea dominada por sus partidarios. Su objetivo era claro: reconstituir la unión centroamericana bajo los ideales liberales que ya había defendido en la década anterior (Fernández-Guardia R. Morazán en Costa Rica, 1943).
Sin embargo, su gobierno fue breve. Las medidas impopulares --el reclutamiento forzoso, la imposición de nuevos tributos para financiar la campaña militar y los abusos cometidos por sus tropas-- generaron un descontento generalizado que derivó en rebelión. En septiembre de ese mismo año, las fuerzas opositoras, lideradas por el militar portugués Antonio Pinto Soares, lo enfrentaron en Alajuela, con derrota para las tropas morazanistas. El líder huyó acompañado por los generales Cabañas, Saravia y Villaseñor hacia Cartago, ciudad donde aún contaba con numerosos seguidores.
Un artículo de periódico con motivo del centenario de su muerte describe así su llegada a Cartago: “A las 6:30 de la mañana, con la fresca, medio escondidos todavía en las densas nieblas cartaginesas, un pelotón de a caballo fue entrando en Cartago; lo integraban Morazán, su hijo Francisco de catorce años, Saravia, Villaseñor y Vigil. Los cascos de las bestias sacaron fuego de las piedras de la calle frente a la casa de doña Anacleta” (La Tribuna, 15 de septiembre de 1942).
Según Ricardo Fernández Guardia (1943), Pedro Mayorga, esposo de Anacleta, había ofrecido su casa para alojar a Morazán. Sin embargo, posteriormente traspasó la comandancia de Cartago a su segundo al mando, Juan Freses Ñeco y partió hacia Matina con la supuesta intención de visitar a su hijo, dejando al caudillo instalado en su residencia. Algunas fuentes interpretan esta retirada como un acto de traición, ya que facilitó la captura del general. No obstante, doña Anacleta, firme partidaria de Morazán, desconocía las intenciones de su esposo y permaneció inquebrantable en su decisión de recibirlo y protegerlo. Como señaló Francisco María Iglesias Llorente, “Doña Anacleta, injustamente calumniada de traición, cumplió debidamente con las leyes de la hospitalidad” (El Cartaginés, 22 de julio de 1904, p. 2).
Según Fernández Guardia, la residencia, como muchas casas señoriales de la época, tenía varias salidas y se comunicaba fácilmente con otras viviendas contiguas (Fernández-Guardia. 1943).
Sendas crónicas publicadas por La Prensa Libre (1895) y La Información (1910) revelan un detalle impresionante de la casa, que guardaba un secreto en su nivel superior. Había allí un desván --un altillo de techo bajo y espacio reducido-- que sirvió de refugio para el general. No era aquel un aposento de lujo ni un cuarto de huéspedes, sino una buhardilla austera, ubicada sobre una habitación común. En ese espacio oscuro y silencioso, Morazán halló techo y lealtad, aunque fuera por unas pocas horas. Muchos años después, cuando la propiedad pasó a manos del acaudalado comerciante José Ramón Rojas Troyo, este decidió derribar la casona, pero tuvo la previsión de conservar el desván intacto, comprendiendo que aquel rincón polvoriento albergaba el susurro final de un proyecto político fallido e inolvidable de la historia patria.
La siguiente referencia, tomada del artículo de La Información, corresponde al período inmediatamente posterior al terremoto de 1910, cuando, entre los escombros de casas y edificios de Cartago, se descubrieron elementos arquitectónicos antiguos de valor histórico. En particular, se halló el desván en la propiedad, que al momento del sismo estaba ocupada por el Hotel de Cartago, también conocido como Hotel Weldon; pero cuya estructura era parte de la antigua casa de Ramón Rojas Troyo y familia. El artículo relata lo siguiente:
Estábamos allí en compañía del coronel Zúñiga Montúfar cuando fue descubierto, en el piso del dicho cuarto [en la casa de la esquina González], una trampa formada con las propias tablas, que daba acceso a una entrada exactamente igual a la descubierta en la casa del doctor Pinto [la casa del Apolo] y que conecta con una galería igual a las anteriores. El encuentro fue sensacional, máxime cuando se notó que la entrada estaba orientada en el mismo sentido que la galería existente en la otra casa de doña Anacleta Arnesto. Esa galería demuestra lo que antes dijimos: que Morazán no quiso huir, sino que se abandonó a su suerte.
(La Información, 19 de julio de 1910)
Fue allí, en ese desván cargado de tensión, donde se produjo uno de los diálogos más dramáticos del episodio, cuando doña Anacleta le preguntó al general:
—“¿Con qué elementos podemos contar para hacer resistencia a las fuerzas enemigas?”
Morazán respondió, con tono grave:
— “Con ninguno, porque el señor Villaseñor --aquí presente-- se ha opuesto en absoluto a que se arme a Cartago. Ya ve, señor Villaseñor --le increpó--, si usted hubiera armado a este pueblo, que siempre me ha apoyado, hoy tendríamos medios de defensa” (Monografía de Cartago. 1930. p. 173).
La acusación fue tan fulminante que Villaseñor, dominado por la culpa, desenvainó su espada y se infligió una herida profunda, aunque no mortal. Acto seguido, el general Saravia —ministro de Gobierno—, al comprender que se desvanecía toda esperanza de defensa, extrajo una ampolla de veneno que llevaba oculta entre su traje, la bebió con rapidez y cayó muerto casi al instante.
En medio de aquel caos, cuando la muerte ya rondaba como un ave enloquecida por los aleros del desván y había cobrado su primera víctima, doña Anacleta intentó salvar la vida de Morazán. Preparó las bestias y reunió con premura los pertrechos necesarios para la fuga. Le entregó un pequeño saco de cuero con tres mil pesos en oro y, conmovida por la gravedad de la escena, lo urgió a que salvara su vida huyendo por la vía de Matina.
Pero Morazán, fiel a sus principios y a sus hombres, respondió con firmeza: —“Señora, me es muy duro salvarme yo, dejando abandonados a mis compañeros de armas. No. Debo correr la suerte que me toque”.
Así lo hizo. Se rindió ante las fuerzas que lo perseguían y fue conducido a San José, junto con el herido Villaseñor. Doña Anacleta, abrumada por la inminente pérdida de su gran amigo, lo vio partir desde el umbral de su casa, con el corazón oprimido por la impotencia. Al día siguiente, 15 de septiembre de 1842, Morazán y Villaseñor fueron fusilados frente a la esquina suroeste del actual Parque Central de la capital.
En resumen, en aquel dramático episodio, el protagonista fue Morazán; la heroína, Anacleta; pero el escenario de la captura no fue el que indicaba la tradición histórica, sino el que los documentos callaban —y que hoy, por fin, podemos nombrar con certeza.
La venta de la casa
Como se ha señalado, Anacleta residió en esta casa desde 1829 hasta mediados de la década de 1850. Ya viuda —pues Pedro Mayorga había fallecido en 1851—, decidió trasladarse a la vivienda del frente, la cual heredó tras la muerte de su hijo Zenón en 1856, caído en la guerra contra los filibusteros. Para entonces, Anacleta era propietaria de ambas casas: la antigua, situada en la esquina donde hoy está el edificio González, y la nueva, donde a inicios del siglo XX se construiría el Teatro Apolo.
En 1869 comenzó a funcionar el edificio del Colegio de San Luis Gonzaga, primera casa de segunda enseñanza de Costa Rica. Este edificio se construyó en el sector oeste de la misma manzana donde estaba la antigua casa de Anacleta. En ese lugar hoy se erige el Paseo San Luis, llamado antes Bazar San Luis, Mercadito, o Mercadito de Carnes. Muy pronto, ante el crecimiento constante de la matrícula estudiantil, el colegio se vio en la necesidad de ampliar su planta física.
En 1871, aunque doña Anacleta ya no residía en aquella casa, seguía siendo su propietaria. Por esta razón, las autoridades del colegio consideraron la posibilidad de adquirirla. Según las actas municipales del 3 de abril de ese año —citadas por Víctor Lizano Hernández en la Revista de los Archivos Nacionales (1943)—, la Municipalidad de Cartago debatía con urgencia cómo resolver la creciente falta de espacio. El ayuntamiento había invertido más de 50,000 pesos en el edificio principal y otros 8,000 en una estructura anexa.
Por tanto, se planteó la compra de la casa de doña Anacleta, quien solicitó 8,000 pesos al contado, una suma considerable para la época. Ante la imposibilidad de realizar esta compra, se comenzaron a evaluar otras opciones en los alrededores. Este episodio confirma que, para entonces, Anacleta ya no habitaba la casa, ya que habría resultado inusual que se negociara su compra si esa fuera su única vivienda.
Como el colegio no aceptó el precio que pedía doña Anacleta, un año después —el 5 de marzo de 1872— ella formalizó la venta del inmueble a don José Ramón Rojas Troyo. Así consta en la escritura pública levantada en el Juzgado Civil de Cartago (Archivo Nacional de Costa Rica. CR-AN-AH-LYCH/000019). Anacleta, ya de edad avanzada, declaró que vendía, por sí y en nombre de sus herederos, “una casa construida de cal y piedra que mide 26 varas de frente, situada en un solar que mide el mismo frente por 100 varas de fondo”.
El inmueble colindaba, al norte, calle en medio, con la casa del presbítero Joaquín Alvarado y sus hermanos; al sur, también calle de por medio, con otra casa de la vendedora —su casa tradicional en la esquina del Apolo—; al este, con las casas de doña María Camacho, doña Teodora Ulloa de Bonilla y doña Mercedes Bonilla de Espinach (casa de las niñas Espinach); y al oeste, con el Colegio de San Luis Gonzaga y la casa de doña María Josefa Guzmán. La compraventa se formalizó por 8,000 pesos. En el documento se declaró que el inmueble había sido adquirido “por gananciales en la sociedad conyugal con su finado esposo Don Pedro Mayorga, a quien perteneció antes, según consta del título supletorio”.
Es inevitable imaginar que, de haberse concretado la compra de la casa de doña Anacleta por parte de la Municipalidad de Cartago, el Colegio de San Luis Gonzaga habría terminado por ocupar casi toda la manzana, o incluso su totalidad. Para entonces, ya era propietario del sector oeste, de modo que la adquisición de aquella propiedad habría permitido una expansión natural hacia el este, consolidando así su hegemonía física y simbólica en el corazón de la ciudad. Sin embargo, aquello no llegó a suceder, y la propiedad que alguna vez le perteneció siguió su propio destino, al margen del crecimiento institucional del colegio.
Una vez en posesión del inmueble, don Ramón Rojas Troyo procedió a demoler la vieja estructura, con la intención de levantar su propia residencia y establecer un negocio. No obstante, como hemos señalado, decidió conservar el antiguo desván en respeto a su historia. Impregnado de memoria y de silencios, aquel oscuro desván fue preservado como una reliquia incrustada entre las nuevas paredes, como una cicatriz viva del pasado reciente.
La nueva casa de don Ramón, con su buhardilla histórica, se mantuvo en pie durante muchos años como uno de los puntos de encuentro más distinguidos de la ciudad. Fue, sin duda, el más exclusivo: allí se recibía a presidentes de la República, se celebraban opulentos bailes y banquetes, y albergó un célebre museo de piezas arqueológicas, extraídas de sus fincas de Cartago. Por disposición testamentaria de don Ramón, dicha colección fue donada en 1887 al recién fundado Museo Nacional de Costa Rica, institución que encontró en ese invaluable legado su punto de partida.
En la Monografía de Cartago (1930) se consigna que, hacia 1880, don Ramón y su hermano Juan habían establecido allí un negocio, es decir, al lado de su casa, dentro de la propiedad. Tras la muerte de don Ramón en 1887, la propiedad pasó a su viuda, doña Dolores Pacheco, y a sus hijos.
Antes del terremoto de 1910, la casa se alquilaba como parte del Hotel de Cartago, conocido también como Hotel Weldon. El 4 de mayo de ese año, el devastador terremoto arrasó con casi toda la ciudad y redujo casi a escombros la edificación, a pesar de haber sido una de las más sólidas de Cartago. Sorprendentemente, el viejo desván logró resistir aún por un tiempo más, como si se negara a desaparecer del todo.
Finalmente, la estructura fue demolida para dar paso a nuevos comercios impulsados por doña Lydia Troyo Pacheco de Corredor Latorre, hija de Ramón y Dolores. Sin embargo, estos establecimientos fueron arrasados por un voraz incendio en 1917. Doña Lydia falleció en 1919, y para 1928 la propiedad había pasado a manos de Lydia Jurado Acosta, cuñada de Lydia Troyo y esposa del célebre poeta Rafael Ángel Troyo Pacheco, también hijo del matrimonio Troyo Pacheco (Monografía de Cartago. 1930). Para entonces, en la esquina funcionaba la cantina “El Rialto”, regentada por don Rodolfo Brenes Torres, y, algunos años más tarde, en la década de 1950, la cantina “El Águila”, bajo la dirección de don Rogelio Centeno Roa.
Notas
Primer relato de la serie: Las tres casas de Anacleta: primera casa, infancia. En Meer.
1 El mismo que vendió la casa Fajardo al Pbro. Rafael Arnesto de Troya en 1804, según vimos anteriormente.
2 Cal y piedra, o calicanto. A continuación, la explicación de esta técnica constructiva, que muy amablemente me proporcionó el arquitecto y escritor costarricense Andrés Fernández Ramírez, para su incorporación en este artículo: “Este tipo de construcción se empleaba cuando no se conocía la técnica de la sillería de piedra, o bien no se contaba con un maestro cantero ni con la piedra adecuada, como ocurrió en nuestra provincia en distintas épocas. En el calicanto, el cimiento consiste en una profunda zanja excavada directamente en el terreno, rellena de piedra, con el ancho requerido por el muro que se va a levantar. Sobre una capa de mortero de cal se colocan, a mano, grandes piedras irregulares que, por su forma, se calzan con otras más pequeñas, hasta llegar al guijarro, siempre empleando el mortero. Se utilizaba una formaleta en el lado exterior para alinear las caras más ‘planas’ de las piedras grandes, mientras se trabajaba por el interior, donde se iba ‘formaleteando’ conforme el muro crecía en altura. Al llegar a cierto nivel, se aplicaba una capa de mortero sobre la que se colocaban dos hileras de ladrillo, para aplomarlo todo cuanto fuera posible y continuar hacia arriba. El remate seguía un procedimiento similar y, finalmente, se instalaban sobre la fábrica las grandes soleras de madera que sostendrían la estructura del techo. Esta técnica no era común en viviendas, por su alto costo; era común en estructuras como iglesias, rastros, edificios de gobierno, etc.”
3 “Lista de los Comerciantes que en cumplimiento de órdenes del Gobierno se han inscrito hasta la fecha en la matrícula respectiva”. Boletín Oficial, 22 Dic., 1853. Año 1 (6); P. 24.
4 La segunda guerra civil costarricense, entre setiembre y octubre de 1835, desatada, principalmente por la derogación de la Ley de la Ambulancia.