David Vázquez
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David Vázquez

Desde que tengo memoria, me gustan las historias. Las que me cuentan, las que veo, las que escucho, las que leo, las que parten de hechos contrastados, las que no pasan de rumores improbables, las que me puedo llegar a imaginar, las que ni eso, las que entiendo y las que no. Por creer que leyendo mucho podría conocer la mayoría de las que merecen la pena, me apunté a la carrera de Filología Hispánica. Durante unos años, reí leyendo El Quijote y contuve la respiración con las novelas de Benito Pérez Galdós, pero también descubrí que puede que Shakespeare no sea para tanto y que, leída una comedia de capa y espada, leídas todas. En definitiva, aprendí a perder el respeto a los clásicos, que es el primer paso para aprender a leer de verdad.

Porque ni muchas de las historias que muchos dicen que son interesantes lo son ni merecen el olvido todas las que acaban en un cajón.

Después, tras un tiempo dedicado a la enseñanza y a dar tumbos, pensando que tal vez podría contribuir de vez en cuando con una buena historia, así que cursé el Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS. Aprendí a ser periodista, o al menos lo intenté. Por esas bromas que gasta a veces el destino, con el paso de los años terminé dedicado principalmente al periodismo económico.

Porque la vida es eso que planeas mientras te pasan cosas. O al revés. No sé, lo leí en una taza. La cuestión es que, hace cosa de un año, después de casi una década dedicado en exclusiva a los medios de comunicación, decidí darme un pequeño respiro. Leí la contraportada del libro de mi vida y, aunque tenía algún capítulo afortunado, puede que incluso notable, sentí que le faltaba fuerza, intención, coherencia. No me extrañó: a mis textos muchas veces les pasa lo mismo.

Los últimos tiempos los he dedicado a intentar volver a ser quien soy. Si piensas que es fácil, te reto a que lo intentes, a que mires a los ojos al ilusionado joven que fuiste una vez y le rindas cuentas acerca del adulto que eres.

Bueno, pues en esas ando yo. Porque, en todo este camino, mientras escribía y leía, empecé a fijarme, y junto con la atención llegó un hallazgo: no solo me gusta escribir razonablemente bien, sino que disfruto cuando los demás también lo hacen. De manera natural, sin que nadie lo pidiera (al menos, al principio), empecé a corregir y editar a quienes escriben a mi alrededor. Una coma que falta, otra que sobra, una tilde que se escapa, una subordinada que se rebela, una frase que estaría más cómoda en otro lugar, un párrafo que desvía el sentido de un texto, otro que algún lector puede echar de menos.

Recordé los orígenes, lo leído y lo vivido. Lo hago cada vez que pulso las teclas. Lo hago con lo que cuentsan los demás. Lo estoy haciendo ahora.

En lo que me encuentro a mí mismo y me reconcilio con la realidad sin perder muchos jirones, de vez en cuando enseño algo de Literatura, imparto algún taller o modero un club de lectura. Mientras, sigo tratando de aprender el oficio de contar como se han aprendido siempre los saberes antiguos: a fuerza de hacer, de equivocarme y de copiar a los que saben. Y editando, corrigiendo y redactando: mucho, cualquier cosa, siempre. Porque, aunque no te lo creas, sigo buscando buenas historias, y creo que lo haré hasta que la mía propia se acabe.

Mientras tanto, de vez en cuando tengo alguna idea, una opinión: poca cosa, en general, lo que oigo aquí y allá. Muchas veces, lo dejo pasar. Pero en otras ocasiones, pocas, me siento y, con una disciplina impropia de mí, trato de poner negro sobre blanco algo que merezca la pena. No siempre lo consigo, pero aquí tienes todos mis intentos. Deja que te muestre.

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