La poca honestidad que me queda después de años viviendo del periodismo me obliga a arrancar con una confesión: apenas he podido terminar 14 de abril, el extraordinario libro de crónicas históricas de Paco Cerdà.

El motivo es que me gusta demasiado. Me gusta Cerdà, buena gente, tipo brillante, una mente rapidísima y de afiladísimo humor al que conocí hace casi 10 años en un congreso sobre la historia de Xàtiva al que nunca he sabido muy bien por qué fui, pero al que no me he arrepentido nunca de haber ido. Y me gusta su 14 de abril, un compendio de reportajes deliciosamente escrito. Me gusta tanto que me duele.

Publicado hace un año por Libros del Asteroide, 14 de abril parte de una pregunta: ¿qué historias podría haber escrito un periodista que, recién levantado, se topa esa misma mañana con la proclamación de la Segunda República en España? ¿Cómo eran las vidas de quienes, de un modo u otro, protagonizaron las primeras horas de tan señalado día? ¿Qué hilos conectan a los grandes personajes que aparecieron décadas después en los libros de texto con los hombres y mujeres anónimos que, muchas veces de manera inesperada y contra su voluntad, acabaron pagando con sangre lo que sucedió en mitad del caos de una jornada tan esperanzadora como cruel? ¿Qué fue el 14 de abril de 1931, qué significó de verdad ese día?

Como a lomos de una máquina del tiempo fabricada con papel de periódico, Cerdà, reportero entre reporteros, se ha liado a investigar, esquela va, breve viene, la historia detrás de las historias que se publicaron aquellos días. Decía Gabriel García Márquez que el buen periodismo vuelve a los lugares que una vez han sido noticia para contar qué sucedió con ellos después. Si esto es verdad, el ejercicio de Cerdà es poco menos que impecable. 14 de abril está extraordinariamente bien documentado y todavía mejor escrito, como si los muertos se hubieran levantado de entre sus tumbas para tomar un café con el autor y contarle, con todo lujo de detalles, lo que les sucedió aquel día: un ejercicio periodístico de primer orden.

Tanto que duele.

Duele porque he sentido que cada una de sus historias me ha señalado con dedo acusador:

Tú, juntaletras de tres al cuarto, plumilla con ínfulas, escribidor sin obra, ¿por qué no eres capaz de escribir cosas así, por qué no eres capaz de llegar tan lejos? ¿Acaso no lo tienes tú más fácil, que tienes a tu alcance toda una actualidad cotidiana? Tú, que no tienes que dejarte los ojos intentando rescatar historias de entre legajos de principios de siglo, ¿no tienes acaso todo a favor para al menos escribir con las mismas ganas de contar las cosas bien? ¿Es que tus lectores merecen menos?

Durante los últimos meses, por cada noticia escrita sin el debido celo informativo, por cada reportaje terminado perezosamente y de manera apresurada y por cada entrevista realizada mientras pensaba en cuánto quedaba para que llegara el fin de semana casi me han dado ganas de pedir perdón al puñetero libro.

El motivo es que 14 de abril es un recordatorio: así de bien deberíamos escribir los periodistas siempre.

Pero no lo hacemos, y la culpa, me van ustedes a disculpar, no es solo nuestra. El oficio no vive días difíciles, vive días imposibles. Los salarios son cada vez más escasos y las jornadas en las redacciones son cada vez más largas para todos menos para quienes salen por la tele, que son por cierto aquellos que, teniendo la oportunidad de denunciarlo, no lo hacen jamás.

Las noticias han dejado de ser noticias para convertirse en textos cazadores de incautos, razón por la que los titulares han dejado de contar lo que ocurre para convertirse en acertijos.

Los periodistas ya no somos periodistas porque nos hemos convertido en metralletas, en loros de repetición que nos vemos forzados a escribir en un solo día dos, tres, cinco, ocho, diez historias, da igual. Cuantas más, mejor; ya saben, más incautos. Y lo peor no es que, con este panorama, la calidad de lo que escribimos haya descendido drásticamente: lo peor es que parece que ha dado igual.

Los dueños de los medios se jactan de abrir cada vez más periódicos y más secciones en sus periódicos con el dinero que reciben del partido político de turno. Como respuesta, los supuestos profesionales nos limitamos a sonreír para salir en la foto y danzar a su alrededor por si nos cae alguna migaja y podemos anunciar en Twitter esa fiesta en la que nos creemos muy importantes, pero en la que todos se han ido y ya solo quedamos nosotros, nuestra flamante incorporación: «¡Nos leemos!».

Y no sigo, que me caliento.

Recuerdo que apenas llevaba unos meses cursando el máster de periodismo que me alejó de mi destino como profesor de literatura y me acercó al de redactor cuando, en una de sus visitas a Madrid, cené con Paco Cerdà y su pareja, Puri Mascarell, una profesora universitaria de literatura que también es verdaderamente extraña: le gusta leer y le gusta enseñar. Vamos, no me digan ustedes si no hay que ser extravagante.

En un aparte, le confesé a Cerdà, como el que habla de alguien de clase:

—Paco, tío, creo que me gusta el periodismo.

En vez de reírse de mí, de compadecerse o de hablarme con ese insufrible complejo de superioridad con el que los que llevamos ya algún tiempo en esto nos dirigimos a quienes apenas están dando sus primeros pasos, Cerdà acercó el rostro y, casi en un susurro, a modo de confidencia entre dos colegas afectados por la misma dolencia, contestó:

—Yo soy tan friki que desde adolescente colecciono portadas míticas de periódicos rollo el New York Times.

No sé muy bien por qué, pero aquellas palabras me hicieron sentir un poco menos solo.

Desde entonces, cada vez que siento la tentación de perder por completo la fe en lo que hacemos cada día la legión de plumíferos de vuelo rasante al que orgullosamente pertenezco, trato de pensar que, tal vez, en algún lugar, a lo mejor a alguien le gustan nuestros reportajes, por imperfectos que sean, y que tal vez haya incluso quien fantasee, como hacía en su día yo, con ver su nombre junto a una ciudad encabezando el reportaje del día, la historia que nadie se quiere perder.

Pero, sobre todo, trato de recordar, como Cerdà reivindica con su 14 de abril, que, por encima de todo, escribo por el placer de contarlo.