Mientras escribo estas líneas, Pablo Rivadura Duró, más conocido como Pablo Hasél, un rapero español, está a punto de pasar sus primeras horas en la cárcel. Sus delitos son enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona. Estos, dicen las autoridades, están recogidos, al menos, claramente en una canción y en algo más de 60 tuits, ofensa arriba, ofensa abajo.

El enaltecimiento del terrorismo, la verdad, me cuesta localizarlo, más allá de un par de trinos que denuncian las sistemáticas torturas de la policía a presuntos miembros de bandas terroristas ocurridas durante años en España. Se trata de hechos documentados de sobra, como recordó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que el pasado enero volvió a condenar a España por no investigarlos. Ofensas a Sus Majestades, para qué nos vamos a engañar, sí que hay unas cuantas. La mayoría están en esta canción, que dejo enlazada con el único objetivo de que evitemos escucharla. Pongo, además, algunas estrofas a modo de advertencia para que nadie las ande reproduciendo por ahí sin querer:

Vengo a desmontar ese cuento para niños.
El rey no nos salvó del fascismo.
Hizo lo que más convenía a su cuenta bancaria.
Y limpió el sable al dictador durante demasiados años.

Felipe está nervioso porque la falacia de su padre
ya no le sirve a él, aunque son capaces
de hacer que salve la capa de ozono
con tal de que cien familiares más chupen del trono.

Pablo Hasél está en la cárcel por decir lo que no se puede decir. Porque una cosa es que España sea una democracia plena y consolidada donde se respetan derechos fundamentales como la libertad de expresión, y otra muy distinta sacar los pies del tiesto. ¿O es que acaso no ha visto respetada su libertad de expresión Francisco Beca, general de división retirado que, en un grupo de WhatsApp, calificó al dictador Franco como «irrepetible» y opinó que había que fusilar a los 26 millones de españoles que votan a partidos de izquierdas? Pasan los meses y, por ahora, ni una llamadita de la fiscalía. ¿No da eso tranquilidad?

Tampoco pasó nada con los 200 policías que integraban el grupo de WhatsApp en el que se insultaba a la exalcaldesa de Madrid Manuela Carmena, al tiempo que se deseaba que hubiese sido ejecutada junto con sus amigos en el despacho de abogados laboralistas que fueron asesinados por la extrema derecha en 1977. Hay que decir que en aquel animado encuentro también se aconsejaba «matar a todos los moros», y hasta algún que otro «Heil Hitler» se le escapó a algún agente especialmente travieso. Pues bien, la justicia estimó que no había caso, devolvió placas y pistolas y hoy todos patrullan las calles velando por el orden, la seguridad y la paz. ¿No es esto el mejor síntoma de que la libertad de expresión goza en España de excelente salud?

Lo que pasa es que, como es natural, hay cosas que se pueden decir y cosas que no se pueden decir. El calendario ha querido que el ingreso en prisión de Hasél coincida con los carnavales, unas fechas especialmente señaladas en un país mucho más católico de lo que estamos dispuestos a reconocer. Los carnavales, desde tiempos inmemoriales, siempre han sido el último fiestón, la última alegría para el cuerpo antes de entrar en el periodo de sacrificio, penitencia y arrepentimiento que culmina con la Semana Santa. Durante el carnaval, las convenciones sociales quedan suspendidas y cada cual puede ser cada cual disfrazándose de otro. Los límites entre lo que se puede decir y lo que no se difuminan.

En Cádiz lo saben mejor que en ningún otro lugar. Descubrí sus carnavales antes de nacer, en el año 92, cuando a escasos dos meses de dar a luz a un blanquísimo niño pelirrojo, mi madre dedicó el febrero de aquel año a entretener las madrugadas escuchando el ir y venir de aquellas extrañas agrupaciones. Cuartetos, comparsas, chirigotas y coros desfilaron ante mi vieja para su descanso y regocijo, pues por unas horas conseguía olvidarse de mis patadas. Si es verdad que los niños que escuchan a Mozart desde el útero materno desarrollan el intelecto, yo, entre cuplés, pasodobles, popurrís y estribillos, debí de desarrollar la ironía.

La ironía permite decir no diciendo, caminar en el alambre. En 1999, el poeta Juan Carlos Aragón se presentó en el Teatro Falla con Los Yesterday, una chirigota que contaba la historia de unos hippies porreros y caraduras cuya única preocupación era pedir más dinero a papá y mamá para seguir viviendo sin dar palo al agua. Pero, como en carnavales cualquier cosa es posible, entre broma y broma, Los Yesterday se arrancaron con un pasodoble para la historia:

Aunque diga Blas Infante: «Andaluces levantaos».
Perdón que no me levante, pero estoy mejor sentao'.
Bueno, voy a poner de pie, voy a dejar de tonterías.
Venga, una dos y tres: «Qué bonita Andalucía».
Vamos a ponernos serios, que vamos a cantar el himno:
«Los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos».
Lo que fuimos antiguamente, pobrecitos y vasallos,
siervos de terratenientes y de chulos a caballo.

Si este pueblo se disparata con la boda de una matavacas y la niña de una duquesa.
Si este pueblo se le arrodilla a una espada y a una mantilla, este pueblo me da vergüenza.
Menos rollos de verdes mares, de campiñas y de olivares, que así luego nos luce el pelo.
Castas, después te ponen la serie de Emilio Aragón, pim, pom, con sus castas,
y aparece en el más ínfimo escalón de su estrecha jerarquía,
el servilismo mamón de las marmotas de Andalucía.

Más de 20 años después, pocos en Cádiz discuten a Los Yesterday como una de las mejores chirigotas de todos los tiempos.

Hay, al menos, un par de maneras de decir lo que no se puede decir. La primera es, como hizo Aragón, poner las ideas en boca de gente, en principio, poco respetable. La segunda es hacerlo diciendo lo contrario. En su película El dictador, el personaje interpretado por Sacha Baron Cohen, un sanguinario dictador árabe de un país ficticio, se planta en la sede de la ONU y lanza el siguiente discurso:

¿Por qué odian tanto las dictaduras? Imaginen que EE. UU. fuera una dictadura. Podrían hacer que el 1% de la población tuviera todas las riquezas. Podrían ayudar a que sus amigos ricos lo fueran aún más reduciendo los impuestos y sacándoles del apuro cuando apostaran y perdieran. Podrían ignorar las necesidades de los pobres en salud y educación. La prensa parecería libre, pero estaría controlada en secreto por una persona y su familia. Podrían pinchar teléfonos, torturar a presos extranjeros, manipular las elecciones, mentir sobre los motivos por los que van a una guerra. Podrían llenar sus cárceles de un grupo racial en particular, ¡y nadie protestaría! Podrían conseguir asustar a la gente con los medios de comunicación para que apoyaran políticas que van en contra de sus intereses. Ya sé que para ustedes esto resulta difícil de imaginar, pero, por favor, inténtelo.

Dado que la condena de Hasél demuestra que en España no se puede decir lo que no se puede decir, yo propongo que probemos a decir lo que sí se puede decir.

En esta línea, uno puede afirmar con toda tranquilidad, por ejemplo, que el rey emérito fue siempre un monarca con un comportamiento ejemplar. También se puede decir que nunca le fue infiel a la reina Sofía, que nunca se fue de putas y que jamás empleó dinero de los fondos reservados para comprar el silencio de mujeres como Bárbara Rey, por muchas pruebas que existan de lo contrario y por mucho que la propia Rey lleve años sosteniendo que estas historias son ciertas.

También se puede decir que el rey Juan Carlos I salvó la democracia la noche del golpe de estado del 23-F de 1981. Lo hizo a pesar de que su mensaje en defensa de la Constitución se emitió por televisión ya de madrugada, más de cuatro horas después de iniciado un golpe de estado que muchos calificaban ya como una auténtica chapuza. Durante estas horas, ni el rey dudó un segundo si apoyar el golpe de estado ni la reina Sofía tuvo que recordarle jamás lo que pasó en Grecia cuando su hermano apoyó el golpe de los coroneles.

Se puede decir que el rey Juan Carlos I no ha robado nunca. Las primeras indagaciones emprendidas por la fiscalía suiza en este sentido terminarán en eso, pequeñas pesquisas preliminares que no conducirán a ningún sitio. Esto ocurrirá en cuanto la justicia española, diligente como pocas, se haga cargo de la cuestión y se ponga manos a la obra a distinguir el grano de la paja, lo importante de lo accesorio, como hizo con Iñaki Urdarangarín y la infanta Cristina. Es claro que uno fue un farsante que se aprovechó de la Corona para sus oscuros negocios, mientras que Cristina tan solo fue una mujer enamorada que, a pesar de tener amplia formación y estudios, firmó cada papel que le dio su esposo mirando al tendido, a lo Laudrup.

En España se puede decir, sin el menor atisbo de contradicción, que el rey Felipe VI está regenerando muy bien la institución monárquica y que la institución monárquica no necesita regeneración alguna porque hemos contado siempre con una monarquía magnífica.

Ya ven ustedes todas las cosas que podría haber dicho Pablo Hasél. Este, sin embargo, optó por el peligroso y subversivo camino de decir abiertamente lo que de verdad pensaba en vez de dejarse llevar por la corriente y esperar a hablarlo con su confesor. Pecado mortal. Yo no pienso incurrir en él. Digan ustedes, si no, si hallan en este artículo motivo alguno por el que encarcelarme a mí también.