Son una plaga bíblica, una maldición, un castigo que la realidad propina a nuestra sociedad para que se redima de sus pecados, como el cambio climático o Donald Trump. Septiembre abre la temporada de fichajes y las redes sociales se llenan de mensajes de gente que no conoce nadie anunciando que se van a empresas que no conoce nadie: naderías para alimentar un único ego. Como un solo hombre, al toque de corneta de la buena nueva acude un espécimen que sintetiza todo lo malo y que demuestra que, en realidad, poco nos pasa. Con optimismo impostado, finge por un instante que le importa algo más que él mismo para dejar negro sobre blanco unas palabras que se repiten en mi mente desde hace un mes como un mantra o una letanía: “¡A por todas!”.
A por todas. La oscuridad del siglo XXI resumida en tres palabras. Permitan que lo ilustre. Hace 10 años, un concursante de MasterChef, un programa de la televisión pública española en el que famosos y aspirantes a serlo se prestan a ser humillados por el bien del espectáculo mientras guarrean unos cuantos platos a costa de los impuestos de todos, se vino arriba. Lógico: el jurado, compuesto entre otros por la nieta del Mengele español, llevaba semanas diciéndole que tenía que ir a por todas. Sus compañeros le decían que tenía que ir a por todas. Su familia se despidió de él diciéndole que tenía que ir a por todas. La sociedad le dijo que tenía que ir a por todas. El mundo entero le dijo que a por todas.
Y eso fue lo que hizo. El zagal presentó en concurso el León come gamba, un plato en el que a una patata cruda se le dibujan los bigotes antes de servirla con un desangelado gazpacho. “He hecho este plato para demostrar que tengo todo el carácter que se necesita para estar en una cocina”, comentó el chaval mientras explicaba lo que había perpetrado al abrigo de su furiosa motivación. Jordi Cruz, jurado, portada de Men’s Health, chef de restaurante con estrellas Michelin y hombre convencido de que a los becarios no hay que pagarlos porque comer tres veces al día es una costumbre que solo deben permitirse sus clientes, emitió veredicto: “Es una marranada. No has entendido nada”.
Mentira. El chico lo había entendido. Claro que lo había entendido. No lo digo yo, lo dice el cómico Fernando Moraño, uno de mis preferidos: “Mi abuela cocinaba para toda la familia mientras cantaba copla, y comíamos todos de puta madre. [...] Ahora hay cocineros que se creen héroes sociales. Hasta cuándo vamos a permitir que haya gente flipando con un plato de foie. Todos nos reímos del chaval del León come gamba, pero él no tiene la culpa de haber entrado en una pandilla de flipados que le metieron esa basura en la cabeza. Ese chaval del que todos os reís es médico, y cualquier día puede salvarnos la vida a cualquiera de nosotros. Eso sí, siempre y cuando no se ponga creativo”.
“A por todas” es un mensaje nocivo por muchos motivos. El primero es que liga el éxito exclusivamente al esfuerzo. En el mundo de la comunicación, en el que me he movido durante los últimos años, pocas ideas hay más falaces. Si no me creen, repasen la nómina de las parejasde, maridosde, mujeresde y, sobre todo, hijosde que copan las parrillas televisivas, las tertulias de radio y las redacciones de los periódicos. Siempre que planteo esto en el gremio, alguien me responde que ser hijode no descalifica a nadie como profesional. Y es verdad. Sin embargo, tengo la impresión de que lo que ocurre es justo lo contrario: quienes somos sistemáticamente descalificados por ser hijos de nadie somos los demás.
La segunda razón que convierte a los paladines de la motivación en un peligro a erradicar es que, de alguna manera, asumen que todo está siempre por hacer, que lo mejor está siempre por llegar. Otra mentira. Por norma general, cuando no media la genética ni el dedo divino los fichajes se dan entre trabajadores con amplio bagaje, gente que ha trabajado muchísimo, hombres y mujeres que han luchado más que nadie y que, finalmente, se han colado en una de las pocas grietas que el sistema deja abiertas para generar la ilusión de que cualquiera puede llegar a cualquier lugar. Es a este tipo de gente a quien muchas veces el iluminado de turno le viene a decir: “¡Bien hecho! Ahora, ¡a por todas!”, como si eso no fuese exactamente lo que han tenido que hacer durante años para tener las oportunidades que otros tienen solo por ser quienes son. Dan ganas de mandarlos a paseo o, como poco, de contestar: “Señor, yo ya he ido a por todas. ¿Y usted?”.
Pero sobre todo, este tipo de mensajes son francamente perjudiciales por sintetizar la glorificación de eso que alguien, aplicando muy poco esfuerzo, bautizó como cultura del esfuerzo, esa teoría social a medio camino entre el comentario de barra de bar y el exabrupto con carajillo en mano y palillo en boca. Los apóstoles de la religión del esfuerzo dicen que venimos al mundo para competir y tener alto rendimiento, signifique lo que signifique. Son los curas que en la Edad Media decían que el mundo es un valle de lágrimas y que la vida buena de verdad está más allá de la muerte, aunque nadie haya vuelto nunca para contarnos exactamente cómo va el tema. Los religiosos del esfuerzo hoy nos sustituyen el paraíso por un verano en Cerdeña y tres o cuatro coches. Por el camino, con la boca pequeña presentan como una certeza indudable la idea más discutible del mundo: que cada uno tiene lo que se merece.
¿Te va mal en el trabajo? Esfuerzo. ¿Te va mal en tu vida personal? Esfuerzo. Esfuerzo, esfuerzo y más esfuerzo. A esta legión de papanatas hipermotivados me gustaría hacerles un par de apuntes.
El primero es que algunos de los más redomados vagos que he conocido en mi vida, algunas de las inutilidades más absolutas que he tenido la desgracia de conocer, algunos de los más surrealistas buenos para nada que me he cruzado son precisamente gente de su calaña, tipos y tipas que presumen de haberse hecho a sí mismos aunque a duras penas sean capaces de hacer nada en general.
Lo segundo que les quiero decir es que ya es hora de que digamos la verdad, de que todos reconozcamos que entre trabajar o no hacerlo todos preferiríamos lo segundo, y que solo prefieren lo primero quienes en realidad no trabajan. Ya es hora de decir que se metan por donde les quepa su rendimiento y sus cuentas de resultados. Ya es hora de decirles que trabajamos para vivir, y no al revés, y que mucho más importante que darlo todo en una cocina, una fábrica, una redacción o una oficina es prestar atención a la gente que queremos y que nos quiere. Y, por supuesto, ya es hora de decirlo alto y claro: no, no vamos a ir a por todas. Hacedlo vosotros, aunque solo sea una vez y para variar.















