A poco que hayan estado ustedes atentos a sus redes sociales en los últimos días, ya se habrán dado cuenta. Miércoles, la escisión de La familia Addams distribuida por Netflix como una de sus grandes apuestas para esta Navidad y dirigida, entre otros, por Tim Burton, está generando cierto revuelo.

El motivo no es otro que el encomiable trabajo que lleva a cabo en la serie la actriz Jenna Ortega, que da vida a Miércoles tal y como siempre la imaginamos siempre: inexpresiva y despiadada.

En un momento en el que abundan las producciones que, más que reimaginar y reinterpretar universos, los reescriben con escasa imaginación y todavía menos gracia (recuerden la inefable Sabrina también de Netflix), ser respetuoso con la herencia recibida supone ya un punto a favor. El tiempo dirá si hay algo detrás de este alboroto inicial que justifique seguir con el invento o si las redes nos han proporcionado la enésima exhibición de fuegos artificiales.

De lo que no hay dudas es de que los Addams han envejecido extraordinariamente bien y de que su mensaje mantiene plena vigencia. Surgidos a finales de los años 30 de la mente del caricaturista Charles Addams, desde siempre nos han puesto frente a un espejo que nos describe por oposición.

Allí donde, por ejemplo, el auge de los apartamentos y los chalés disgrega a la sociedad, los Addams viven todos juntos en una mansión.

Allí donde a finales de los años 30 asoma ya la pata lo que luego ha sido la imparable sociedad de la imagen, esa en la que ha terminado siendo más importante la foto de lo felices que somos que el hecho de que de verdad lo seamos, los Addams oponen una personalidad arrolladora que hace que les importe un bledo el verse señalados por sus gustos aparentemente excéntricos. Al fin y al cabo, ¿quién es nadie para decidir lo que es bonito y lo que no lo es? ¿No se nos pone a todos un poco cara de críticos de moda gilipollas (valga la redundancia) cuando juzgamos algo o alguien por su aspecto?

Allí donde el resto sonríe sin parar para encajar, los Addams son auténticos, fieles a sí mismos sin reservas ni concesiones. Si el mundo se llena de matrimonios infelices, Gomez y Morticia se quieren siempre sin medida, como recién salidos de un poema de Byron. En un mundo mortalmente aburrido, en definitiva, solo los Addams saben siempre cómo divertirse.

Pocos momentos reflejan mejor este espíritu rebelde de los Addams que la escena en la que, en alguna de las películas de los 90 (no recuerdo en cuál y, la verdad, me da bastante pereza buscarlo: me he levantado un poco Addams), el joven Pugsley, el hijo del matrimonio, corre por la casa perseguido por su hermana, Miércoles. Alarmada, Morticia, madre y amante esposa, detiene la carrera de los dos niños. «¡Qué es esa manera de correr!», les reprende. Acto seguido, da unas tijeras a cada uno de ellos. «Ahora sí, ya podéis correr».

De un tiempo a esta parte, ando preguntándome cuándo fue y por qué. Cuándo fue que dejé de divertirme de verdad, de dejarme llevar. Cuándo convertí mi vida en una concatenación de rutinas. De dónde nace ese extraño placer que me produce levantarme pronto los sábados, como si eso ordenara de alguna manera mi existencia. Desde cuándo salgo a cada evento social a empatar a cero, no a ganar. Cuándo dejé de correr sin las tijeras en la mano.

Sé que no le pasa a todo el mundo. Ni siquiera a mí me pasa siempre: todavía me emborracho, disfruto, sufro, me enamoro, dejo de hacerlo, hago amigos, los pierdo, río hasta que me falta el aire, me enfado, me indigno, me cabreo, siento orgullo, satisfacción. A veces el miedo me atenaza, pero no siempre: de cuando en cuando, le gano una mano. No siempre me conformo con pasar el rato. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, siento que algo a mi alrededor, poco a poco, se detiene. No sé qué es. No sé cuándo empezó.

Antes de mudarme a la casa que un señor tiene a bien alquilarme, me llevé, sin saber muy bien por qué, una foto de los álbumes de mis padres. En ella aparecemos mi hermano y yo en la piscina de la casa que mi familia tenía en Miraflores de la Sierra, un pequeño pueblo de Madrid donde, cual Addams, pasábamos juntos cada verano, tíos, primos y abuelos incluidos, antes de que mi abuela muriera y todo se volviera mucho más aburrido.

En la imagen aparecemos mi hermano y yo en una piscina, él con 12 o 13 años y yo con unos 10, aprovechando el cloro para posar con sendas crestas en el pelo. Se me ocurren al menos una decena de motivos por los cuales hoy no dejaría que nadie me sacara una foto así. Sin embargo, cada día, cuando siento que el peso de la vida me abruma, la miro y, por un instante, sonrío y los problemas se van.

Los Addams: quién supiera divertirse toda la vida como ellos.