Los profesores de Primaria nos soportan cuando no somos ni un amago de personas y nos despiden cuando ya casi podemos sostener una conversación. A cambio, a algunos no se los olvida.

Dictaba los problemas de Matemáticas tal y como mi abuelo Mateo decía que había que bailar el chotis: tieso como una estaca, con una mano metida en el bolsillo y sin salirse nunca de la baldosa.

No elevaba mucho la voz. No se movía de un lado a otro de la clase, como recomiendan los gurús de la oratoria en sus charlas TED. Delgado como un palillo, con sus eternas camisas de manga corta y sus gafas de cristal oscuro, la verdad es que su presencia no imponía mucho. No hacía muchas de las cosas que hoy se dice que hay que hacer para impartir bien una clase. No le hacía falta.

Mientras otros profesores se desgañitaban para hacernos callar, Juan Duque guardaba silencio; mientras otros perdían las formas, él se cargaba de paciencia; mientras otros evitaban hablar con nosotros, él disfrutaba echándose unas risas con cada uno; mientras otros nos hacían de menos, él nos trataba casi como si fuéramos adultos, aunque estuviésemos a años luz de serlo.

Y para captar nuestra atención, tenía sus recursos.

—Juanito va al mercado a comprar manzanas. Quiere comprar manzanas.

Expectación.

—Pero cada manzana cuesta 20 pelas, y Juanito solo tiene 500 pelas. ¿Cuántas manzanas va a poder comprar Juanito?

Ahí lo teníamos. Pelas. Puede no parecer mucho, pero, hace 20 años, en un colegio de curas donde la norma era que las profesoras revisaran escrupulosamente el estado de las uñas de sus alumnos para asegurarse de que iban limpios (la suciedad de las uñas, se conoce, imposibilita el aprendizaje), nosotros teníamos a Don Juan. Sí, Don Juan. No Juan, ni Juanito, ni profe, ni seño. Don Juan. Siempre. Pase lo que pase. Bajo cualquier circunstancia.

En vez de decir pesetas, Don Juan decía pelas, y cuando quería dar por zanjada una conversación, nos soltaba: «Bueno, pues ahora vas, y lo cascas». Nuestro profesor conocía Cruz y Raya. ¿Se podía molar más? Difícilmente.

El problema venía después.

«Ha dicho pelas», decía alguno, y de inmediato, como un solo hombre, montábamos la gran fiesta, con unos cuantos gritando, otros riendo y alguno que otro aprovechando incluso para subirse en su asiento o estirar las piernas.

Cualquier otro hubiese dejado de decir pelas. Él no. En nuestra clase, las pesetas fueron pelas hasta que lo asumimos. Finalmente, cuando alguien pronunciaba esa palabra, no pasaba nada.

Una clase difícil

Fuimos, lo supe años más tarde, una de las peores clases que Juan Duque tuvo en su larga trayectoria como docente. Tras un par de años con el aula vacía mucho más tiempo del recomendable a causa de las sucesivas bajas por depresión de la profesora anterior, sencillamente apenas tolerábamos la presencia en clase de un adulto.

Quien venía con idea de corregirnos a base de castigos y férrea disciplina, fracasaba con estrépito; y quien lo hacía pensando que, dándonos algo de manga ancha, terminaríamos pasando por el aro, acababa también renunciando, desencantado con el mundo y con la profesión.

En los dos años que estuvo Juan Duque dictándonos problemas de matemáticas —con los consiguientes 10 minutos de descontrol cada vez que había monedas de por medio—, perdí la cuenta de cuántos profesores de francés vi cruzar el umbral de la puerta del aula. Estresados, desesperados y derrotados, todos renunciaron. Se iban aliviados, dando gracias al cielo por no tener que volver nunca más.

Tan cansados estábamos del tema que, en alguna ocasión, llegamos a pedirle a nuestro profesor, el de verdad, el que no nos abandonaba nunca, que nos diera clase de francés.

—¿Yo, daros clase de francés? Mi francés es comsí comsá —respondía, muerto de risa, al tiempo que fingía saber el idioma como si se lo hubieran enseñado en los cafés literarios del mismísimo París.

¿Comsí, comsá? Ya nos había enseñado más francés que muchos. Por nosotros, estaba contratado.

A cambio de recuerdos

Siempre he pensado que el oficio de maestro de educación Primaria es uno de los trabajos más desagradecidos que existen. A diferencia de quienes llegan más tarde, nos conocen antes de que seamos siquiera unos adolescentes insoportables y se despiden de nosotros cuando, con 12 años, ya casi somos capaces de sostener una conversación.

Nos enderezan de modos que no entendemos para que, muchos años después de haber pasado por nuestras vidas, seamos algo parecido a quienes queremos ser. Invierten a largo plazo en algo cuyo retorno no es para ellos. A cambio, algunos ocupan buena parte de nuestros recuerdos.

Todavía, cuando, de cuando en cuando, el azar junta a dos o más de quienes compusimos las clases de 3º C y 4º C entre los años 2001 y 2003 de los Salesianos Paseo de Madrid, la conversación, en algún momento, llega siempre al mismo sitio:

—¿Y te acuerdas de Don Juan?

—¡Un grande!

Don Juan. No Juan, ni Juanito, ni profe, ni seño. Si te queda un ápice de dignidad y de respeto por ti mismo, a Juan Duque se le llama Don Juan. Siempre. Pase lo que pase. Bajo cualquier circunstancia.

Una efectividad del 100%

A mí Don Juan me cambió la vida. Lo hizo sin querer, que es como se hacen las cosas de verdad.

A los 10 años, la asignatura que yo sin duda odiaba más era Lengua y Literatura. Lo hacía por una cuestión sencilla pero inevitable: no sabía buscar palabras en el diccionario.

No entendía el extraño sistema de ese libro inmenso. ¿Orden alfabético? Yo el abecedario me lo había aprendido involuntariamente en alguna de las muchas horas muertas que dejó la ausencia de la anterior profesora: estaba escrito encima de la pizarra, y yo no sabía qué era esa palabra tan larga. Tampoco nadie me había dicho nunca que aquello no era una palabra, sino letras.

Mientras otros encontraban los términos más raros a la velocidad de la luz, yo abría aquel puñetero libro y buscaba en la M la palabra serpiente.

En realidad, me daba un poco igual hacerlo mal. Al fin y al cabo, ¿para qué necesitaba más palabras de las que ya sabía? ¿De verdad necesitaba ampliar mis campos semánticos más allá de todo lo referido al fútbol y al recreo?

Me reconcilié con las palabras con un poema. Suena más bonito de lo que fue. En un ejercicio de clase, Don Juan nos pidió que inventáramos unas cuantas frases que rimaran entre sí. Entre distraído y aburrido, que es el estado de ánimo en el que mejor me salen las cosas, puse lo primero que se me vino a la cabeza.

No tengo ni la más remota idea de lo que escribí, pero sí recuerdo con nitidez que nuestro profesor, el de verdad, se quedó un rato mirando por encima de sus gafas oscuras el papel medio arrugado que le entregué. Torció el gesto, me miró y volvió a mirar el papel.

—Atended. Voy a leeros el poema que ha escrito vuestro compañero. Está muy bien.

Pocas veces me he sentido más orgulloso de algo. Fue, creo, el primer y el último poema que he escrito en mi vida. Para empezar, porque soy un terrible lector de poesía, incapaz de pillar las metáforas más básicas.

¿Que el dos es un patito, Gloria Fuertes? ¿Quién lo dice? ¿Qué fuentes manejas?

Para continuar, porque, para desgracia mía y de mi bolsillo, la prosa y el periodismo tiran de mí como arenas movedizas: cuanto más esfuerzo hago por salir, más me hundo en ello.

Así que, sí, solo he escrito un poema, pero Don Juan me dijo que era bueno, así que lo fue. Soy, por tanto, tal vez el único poeta del mundo que puede decir que son buenos el 100% de sus poemas.

Chúpate esa, Rubén Darío.

¿Qué hubiese sido de mí si el mejor profesor que tuve hasta los 10 años no hubiese dicho nada sobre lo que escribí aquel día? ¿Me hubiese reconciliado alguna vez con las palabras? ¿Viviría igualmente hoy (más mal que bien) de escribir (más mal que bien)? ¿O, al contrario, sería una de estas personas que defienden, como yo lo hacía siendo un niño, que no hay por qué aprender el significado de tantas palabras? ¿Ignoraría que ampliar el vocabulario no es una cuestión de pedantería, sino de ser cada vez más libres, porque lo que no se puede decir no se puede pensar?

No lo sé. Por si acaso, aún hoy, cada vez que escribo, consulto el diccionario por lo menos un par de veces. Así me lo enseñó Don Juan.

Sí, Don Juan. No Juan, ni Juanito, ni profe, ni seño. A Juan Duque se le llama Don Juan. Siempre. Pase lo que pase. Bajo cualquier circunstancia.