Pasarán mil años y me seguiré acordando.

Recién graduado de Filología Hispánica (no lo llamaré Grado de Español jamás), fui con unos amigos a uno de esos cursos de verano que organiza la Universidad Complutense para que los señores docentes hagan relaciones públicas, se inviten entre ellos a viajes y comidas a cuenta del erario y, de cuando en cuando, den alguna que otra charla sin prestar atención a si los están escuchando o no. El mío era en El Escorial sobre literatura en tiempos de la Guerra Civil, y el trato era el siguiente: los jóvenes asistentes aguantábamos unas cuantas charlas durante tres días y, a cambio, recibíamos alojamiento y comida. Como fuimos a parar a unas instalaciones que tenían piscina, a muchos nos pareció un acuerdo justo.

Para aquel entonces, tras 4 años de lecturas a razón de al menos una veintena de libros al año, a quienes nos habíamos especializado en literatura se nos había puesto ya cara de llevar gafas de culo de vaso, aunque hubiera quien, como yo, no llevara gafas nunca.

Pero lo peor no era eso. Lo peor era que, tras mucho padecer, era inevitable tener una noción masoquista de la literatura en virtud de la cual una obra valía o dejaba de valer con base en cuánto exigía del lector. Dicho de otra manera, si una novela, una obra de teatro o un poema se entendían a la primera, malo. Lo bueno, lo culto, lo intelectual, lo que nos elevaba por encima del común de los mortales era precisamente descifrar el significado oculto de las obras que no se entendían, aquellas que necesitaban horas y horas de sesudo estudio y consulta de fuentes alternativas y paratextos (nos gustaba especialmente esa palabra) para desentrañar su significado, su valor y su innegable calidad, pues si no se entendían era precisamente porque eran buenísimas.

Yo hice todo lo que pude por resistirme y por tomarme todo aquello con cierta distancia irónica. Leía prensa con cierta asiduidad, un pecado mortal para los espíritus literarios puros; aprovechaba el verano para coger con bastantes ganas y sentimiento de culpa libros sobre fútbol y, en mis últimos años universitarios, me centré en Cervantes y Galdós, dos tipos con un excelente sentido del humor que tuvieron siempre muy claro que para ellos hacerse entender no era un problema, sino una bendición, y que cuantos más lectores, más diversión.

Sin embargo, algo de aquel concepto de literatura como penitencia había calado en mí, con lo que no pude evitar encogerme como un niño pillado en un renuncio cuando, con dedo acusador, uno de los asistentes a aquellas charlas exclamó:

—¡Antonio Gala!

En efecto, yo me encontraba en ese momento dándole, como quien pasa droga, un libro del autor de La pasión turca a uno de mis colegas. A pesar de haber sido durante décadas uno de los autores más leídos de la literatura española (creo que aún hoy lo es), en la carrera habíamos pasado por Gala de puntillas. Básicamente, se le consideraba un autor menor, un escritor de bestsellers romanticones parecido a otros como Terenci Moix o Isabel Allende, un poeta de segunda fila, un novelista de cuarta y un dramaturgo de regional. Gala, a ojos de muchos de mis profesores, adolecía de un defecto imperdonable: se le entendía.

—¿No sabes todavía que hay que leer de todo?—, contestó mi colega con muchos más reflejos y valentía que yo, que ni siquiera abrí la boca para reconocer que ese libro había viajado a aquel importantísimo congreso de literatura (de la buena, de la de verdad, de la que no conoce ni interesa a casi nadie) en mi maleta.

A cambio, durante lo que duró aquel congreso vi abierto de par en par ante mí el conflicto que late tras toda la historia de la literatura: la lucha entre la alta cultura y la baja cultura. El mester de clerecía contra el mester de juglaría, Góngora y Quevedo contra Cervantes y Lope de Vega, los románticos contra los realistas y naturalistas, las vanguardias con su lista interminable de ismos contra el compromiso social, novísimos y postnovísimos contra los poetas de la experiencia. Y suma y sigue.

La cultura popular posee una cualidad fascinante: despierta el entusiasmo en el gran público de un modo proporcional a su capacidad para encabronar a los intelectuales. Valgan dos ejemplos: Eurovisión, tal vez la mayor perversión musical perpetrada por la cultura pop, y las películas de Marvel, la ficción de las ficciones, un multiverso que es el no va más de la industria del entretenimiento. Ambas manifestaciones culturales despiertan año tras año, estreno tras estreno, un verdadero aluvión de artículos más o menos acertados que los ponderan como lo que son: productos presuntamente vacíos que en realidad están ahí para que nada cambie nunca. A la mayoría de estos artículos no queda más remedio que darles la razón.

Pero Eurovisión y Marvel son para mí algo más. Son, en primer lugar, un placer culpable: reciben tantos palos por parte de tantos defensores de las esencias culturales tan parecidos a curas malhumorados que van por la vida diciendo lo que está bien y lo que no que, quieras que no, uno termina observando uno y otro fenómeno con cierta simpatía.

En segundo lugar, son la mayor exhibición contemporánea de técnica y virtuosismo.

Quienes piensan que en Eurovisión la música es lo de menos tienen parte de razón: el evento es mucho más. En una de esas actuaciones que se suelen criticar sin piedad, yo he llegado a ver en el certamen a violinistas tocando sin fallar una sola nota encima de una plataforma que gira sin parar mientras el escenario escupe fuegos artificiales, del techo caen todo tipo de luces y a su alrededor sus compañeros van de acá para allá bailando y cantando. Si creen ustedes que esto no tiene mérito, les invito a que lo intenten.

De Marvel cabe decir algo parecido. La irrupción de su multiverso ha convertido una empresa de cómics que a finales de los 90 estaba de capa caída en la reina del cine. Si alguno de ustedes se pregunta qué es el multiverso, para resumir la cuestión basta con decir que, en teoría, todas las películas de Marvel estrenadas desde hace al menos 15 años suceden en el mismo mundo ficticio. Esto quiere decir que si en una película estrenada hace 10 años un determinado personaje pierde un reloj, este no puede aparecer en su muñeca en otra película salvo que lo recupere entre medias.

El universo cinematográfico de Marvel lo componen actualmente una treintena de películas. Esto supone poner de acuerdo, sin un solo fallo, 30 argumentos distintos, cada uno con sus propios guionistas y cada uno de su padre y de su madre. ¿Han probado ustedes alguna vez a escribir una novela o un guion de cine? Si lo han hecho, seguro que habrán comprobado que una de las cosas más difíciles es ser coherente con los pequeños detalles, es decir que, si un personaje cojea de la pierna izquierda, lo haga durante toda la historia. Prueben ustedes a prestar atención a estos detalles en 30 historias a la vez: es un reto capaz de volver loco a cualquiera.

En último lugar, quisiera reivindicar lo más importante: Marvel y Eurovisión son entretenidos. Exageradamente entretenidos. Tanto como pudieran serlo en su día El Quijote o las novelas de Galdós, o las de Antonio Gala. Tanto como tantos y tantos productos culturales que puede que no vayan a ninguna parte y que no enseñen nada sobre los engranajes que hacen funcionar la realidad, pero que cumplen su misión, que no es otra que mantenernos un buen rato pegados al asiento. Es por esto por lo que reclamo para mí y para todos el derecho de disfrutar de Marvel y de Eurovisión como quien disfruta de un menú del McDonald’s, sabiendo que es posible que eso no sea lo mejor para nuestra salud, pero siendo conscientes también de que, de vez en cuando, un buen McMenú puede sentar de puta madre. Y si hay quien nos llama la atención o nos censura, uno siempre puede hacer lo que debí hacer yo aquel día en aquel congreso con aquel joven tan sorprendido de encontrarse allí un libro de Gala: mandarlo a la mierda.