Alan Guerra
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Alan Guerra

Hay músicos que tocan la guitarra, y hay otros —muy pocos— que parecen conversar con ella. Alan Guerra, originario de Culiacán, Sinaloa, pertenece a esta segunda especie: la de quienes convierten las cuerdas en memoria, en geografía y en destino. Su música no viaja: migra. Cruza siglos, territorios y silencios con la naturalidad de quien respira entre mundos.

Formado en la Escuela Superior de Música del INBA y más tarde en la Academia Sibelius de Helsinki, Alan comprendió que la técnica es apenas la superficie: que debajo de cada nota se oculta una historia, un país, un temblor. Finlandia le enseñó que la nieve palpita y que en el silencio se esconden verdades que no caben en el ruido. Antes de todo eso había estudiado comercio y negocios internacionales, quizá sin imaginar que terminaría negociando —día tras día— con lo más inasible: el tiempo, la emoción, el sonido.

Su guitarra ha resonado en salas donde el eco parece guardar secretos: la Escuela de Música y Ballet de Estonia, el Museo Nacional de Finlandia, el Conservatorium van Amsterdam, Musiikkitalo en Helsinki, el Keller Hall de Albuquerque y el Instituto Cultural Mexicano en España. En México, su música ha habitado el Conservatorio Nacional de Música, el Castillo de Chapultepec, el Museo Nacional de Arte… y también cárceles, plazuelas, hospitales y asilos, lugares donde el sonido adquiere otro significado y se vuelve compañía, consuelo o memoria. Y por supuesto, los teatros donde su historia comenzó: el Pablo de Villavicencio en Culiacán y el Ángela Peralta en Mazatlán. Ha tocado en 14 de los 18 municipios de Sinaloa, como un viajero que vuelve una y otra vez para reconocerse entre los rostros de su propia tierra.

Ha formado parte de festivales que celebran tanto la tradición como la reinvención: Kaustinen, el Festival de las Artes de Helsinki, el Festival Internacional Cervantino, el Festival Cultural Sinaloa. Fue becado dos veces por “Taike”, esa mano silenciosa que impulsa proyectos destinados a tender puentes: en su caso, llevar música mexicana a tierras nórdicas, como quien enciende una fogata en medio de la nieve.

Enseñar es también música. Ha guiado a estudiantes de México, Finlandia, Estonia, Estados Unidos, Singapur, India, Rusia, Lituania, Francia, Alemania y Nueva Zelanda. Ha sido maestro en universidades y escuelas de su estado natal; jurado en concursos nacionales; ponente, consejero, escucha. En cada clase hay un hilo invisible que conecta su historia con la de quien aprende: una transmisión que no depende sólo de las manos, sino del corazón que sostiene el instrumento.

Cuando no toca, lee. Su refugio son las novelas que piensan, los cuentos que duelen, la ciencia ficción que pregunta. Entre sus libros favoritos —al menos hoy— están La máquina del tiempo, El extranjero y El infinito en un junco. Tal vez porque en ellos encuentra lo mismo que busca en la música: una forma de comprender el movimiento invisible de la vida.

Escribe desde la intuición, desde el deseo de compartir lo que no siempre cabe en un escenario. Al fin y al cabo, escribir es como hacer música. Su escritura recorre temas sociales, artísticos, culturales; a veces se vuelve cuento breve, otras confesión silenciosa. Para él, escribir y tocar nacen del mismo impulso: contar algo que importa.

Cuando piensa en la música que lo ha acompañado siempre, menciona tres obras que parecen tan distintas como los mundos que ha atravesado: Preludio, Fuga y Allegro de J. S. Bach —orden, luz, arquitectura—; el Sgt. Pepper's de los Beatles —juego, color, revolución—; y Nieves de enero de Chalino Sánchez —raíz, herida, frontera—. Tres voces que, al encontrarse, explican quién es, de dónde viene y hacia dónde continúa viajando.

Alan Guerra es, en esencia, un intérprete del tiempo: un músico que transforma el movimiento en paisaje, un lector que acompaña con silencio, un escritor que habla con cuerdas. En cada escenario —desde Culiacán hasta Helsinki— deja una huella que no suena: vibra.

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