Me siento un poco enfermo al momento de escribir este artículo. Nada grave, solo el final del invierno me ha dejado resfriado. Me he hecho análisis para saber si es estreptococos, influenza o algo diferente, pero aparentemente no es nada más que la famosa gripa de hombre.

Sí ha escuchado hablar de la gripa de hombre o man flu, ¿verdad? Es una broma sobre la capacidad masculina de poder hacer un entrenamiento de gimnasio o combatir en un sparring de boxeo con un hueso roto, pero con una gripa, es casi imposible que un varón se mantenga en pie por más de un minuto.

Cualquiera de mis congéneres podrá dar testimonio de mis palabras.

Vivo en Finlandia y aquí el primer contacto de atención médica sucede mediante una llamada telefónica con un enfermero o enfermera que, después de que le describes tus síntomas, te instruye sobre los medicamentos de venta libre que puedes tomar, o si tu estado de salud requiere de una observación a mayor profundidad, te da una cita médica para ir al hospital.

Es realmente efectivo en la mayoría de los casos, pues, como me lo ha dicho una persona que trabaja para el centro de salud telefónico, generalmente las llamadas son para atender síntomas que pueden solucionarse con paracetamol o ibuprofeno.

Pero algunas veces puede llegar a ser frustrante si ya trataste con los remedios de venta libre de la farmacia y la persona al otro lado de la línea no alcanza a sentir todo lo que el enfermo siente. Como es ahora mi situación, en que intentaba conseguir una receta para medicamentos, y no, no conseguía una cita para que revisaran mi man flu.

Dolor de cabeza, tos seca, dolor de garganta, cuerpo cortado, estornudos… Mientras vocalizaba los signos de mi resfriado vi la fecha en el calendario, 13 de marzo del 2025, y así como cuando llegan visitas inesperadas, así llegaron los recuerdos casi olvidados de lo que vivimos en la pandemia por Covid-19.

"Hoy se cumplen 5 años del día en que empezó el confinamiento". Creo haber pensado en voz alta en medio de la llamada telefónica.

La enfermera me recomendaba que si quería ir a trabajar debería de utilizar un artilugio que en el 2020 era parte de nuestra vida cotidiana y que hoy, me parecía un tanto vintage tener que utilizar: un cubrebocas.

—Kiitos, moi moi—agradecí de forma apresurada a la enfermera con 2 de las únicas 3 palabras que sé pronunciar en finés. Terminé la llamada.

Las visitas inesperadas no eran inoportunas, al contrario, decidí atenderlas y pasar un rato en confianza. Al fin y al cabo, ya había decidido que no era buena idea ir a enseñar guitarra ese día. En cambio, podría escribir una crónica sobre aquel día en que la tierra casi se detuvo.

13 de marzo de 2020

Al igual que todo el mundo, desperté sin saber exactamente lo que nos estaba esperando. Desde Ginebra, Suiza, la Organización Mundial de la Salud y los gobiernos europeos habían declarado una emergencia sanitaria y sentenciaron que para las 23:59 horas, se debían de suspender todas las actividades que no fuesen estrictamente esenciales, en lo público, privado y social. Cierre total de todo, en pocas palabras.

Igualmente, había recibido un correo de la Universidad de las Artes de Helsinki, donde estaba estudiando mi maestría, en el que se nos pedía a todos los alumnos pasar a vaciar nuestros casilleros y recoger una cámara de video, ya que, a partir de la siguiente semana, todas las clases serían virtuales o en línea y no se permitiría el ingreso a las instalaciones de la universidad, hasta nuevo aviso.

Hacía poco tiempo que me había mudado a Europa y para un mexicano tropical, el clima finlandés de principios de marzo era aún bastante helado; el termómetro raramente rebasa los cero grados centígrados en esta época del año.

Aunque recuerdo que ese día en particular el sol tenía un brillo chispeante y una calidez que anunciaban que pronto acabaría el invierno.

La mañana era soleada y fresca, con esa tranquilidad característica que suele anteceder a las tormentas.

Desde la ventana de mi estudio alcanzaba a ver el bello efecto de la refracción de los rayos de luz solares que rebotaban sobre las aguas del mar Báltico. —Venga, cabrón— me decía yo mismo, mientras me ponía las botas y el abrigo para ir a la universidad—te querías venir a estudiar a Europa—, ahora te aguantas el pinche frío.

Las calles de Helsinki se veían desiertas. Más de lo normal, quiero decir. Tomé el tranvía en el barrio de Kallio y este venía con no más de media docena de personas. En el último vagón, una pareja bebía un par de latas de cerveza. Involuntariamente, noté que el reloj no marcaba aún las 10 de la mañana.

—Al fin es viernes—dije en voz baja—qué más da tomarse una cerveza matutina si en unas horas ya no habrá nada de nada.

Tuve ganas de unirme a la pareja, pero tomar alcohol antes de las 12:00 es pecado, dicen en Culiacán.

Llegué a la universidad. Recogí la videocámara, mi computadora y por supuesto, mi guitarra.

Pasé al comedor de la escuela, para mi fortuna estaba abierto. Quise aprovechar lo que probablemente sería la última comida a precio de estudiante en mucho tiempo. Meatballs, puré de papa, y un par de tradicionales karjalanpiirakka.

En la esquina, como apartadas del resto de las mesas vacías de la cafetería, había unas personas comiendo y platicando. De lejos, y sin escuchar claramente el idioma que hablaban, supuse que serían mexicanos, o al menos, latinos. ¿Quién más se atrevería a venir a comer con el inminente estado de emergencia? Mis sospechas eran correctas.

Durante nuestra comida, hablábamos de la situación y del miedo que se respiraba. No sabíamos nada del nuevo coronavirus.

—Mata más gente el dengue y el chikungunya—decía una de las mexicanas—mi primo de provincia me dijo que el año pasado murieron un montón de personas allá en su rancho por la picadura de mosquito.

—Mata más el narco, te lo aseguro, valedor—dijo otro.

—No manchen, chavos, yo creo que la diabetes mata más gente que nada— dijo un tercero que ni mexicano era, pero era novio de la primera persona y había aprendido bien el argot chilango.

Todos estábamos asustados e incrédulos. Coincidíamos en que lo más intenso era estar al borde del inicio de una pandemia y tan lejos de casa. Ya para entonces no tenía sentido intentar subirnos a un avión. No había manera de lograr cruzar los océanos sin quedar atrapados en algún aeropuerto. O contagiarnos en el intento.

Después de terminar nuestra nutritiva pero insípida comida de estudiante, me despedí de mis connacionales y me dirigí a hacer unas últimas compras antes del confinamiento.

Esa mañana, había escrito en una hoja de papel lo que después llamaría “la lista del fin del mundo”; los indispensables que debía de conseguir sí o sí para sobrevivir a lo que fuera que nos estaba esperando después de las 23:59.

Por supuesto comida, enlatados, unos audífonos para las videollamadas, unas cuerdas de repuesto para la guitarra. Pero la prioridad era conseguir gel desinfectante y cubrebocas: nuestro único escudo y armadura contra el nuevo enemigo microscópico.

Terminada mi última compra, y dirigiéndome de vuelta a casa, me protegía de lo álgido del clima con bufanda, guantes y aprovechando la reciente adquisición, algo de música regional sinaloense en los audífonos, a ver si lograba calentar un poco los oídos:

...fuimos nubes que el viento apartó,
fuimos piedras que siempre chocamos,
gotas de agua que el sol resecó,
borracheras que no terminamos.

En el tren de la ausencia me voy,
mi boleto no tiene regreso,
lo que tengas de mí, te lo doy,
pero no te regreso tus besos.

Caía la tarde y la brisa que venía del Este era cada vez más gélida y seca. Sin embargo la voz de Lola Beltrán y la sensación de incertidumbre, obligaban a hacer una última escala.

Al contrario que en el tranvía, entré en un bar en el que había un buen número de personas. Gente solitaria dispersa por todo el bar, que al igual que yo, buscaban calentar un poco la garganta antes que todo terminara. O dicho en retrospectiva, antes de que todo empezara. Era indispensable parar por un trago.

Moi,tequila, kiitos—dije quitándome el sombrero y sentándome en la barra para romper, por segunda ocasión en el día, la recomendación de la sana distancia.

"Afortunadamente en este país no se necesitan muchas palabras para pedir un trago", pensaba mientras el cantinero vertía el cristalino licor en una copa de coñac.

En la barra, a lado del sombrero y del tequila, acomodé el reloj Wenger Swiss que me obsequió mi padre antes de partir de México. Todavía quedaban algunas horas antes de que terminara el día.

La televisión del bar transmitía las noticias internacionales. Las imágenes eran de hospitales a máxima capacidad y de un personal médico haciendo un heroico trabajo salvando vidas, con más alquimia que método científico, pues la ciencia no alcanzaba aún a comprender cómo vencer al virus SARS-CoV-2. Los muertos ya se contaban por cientos de miles.

En el bar, se rumoreaba sobre la escasez de papel de baño en los supermercados y sobre una posible ley seca.

Decidí apurar el trago de un sorbo. Se avecinaba la tormenta y aún había que caminar a casa.

Salí del bar y un manto de silencio y oscuridad habían cubierto la ciudad. Al compás de mis pasos, la manecilla roja del reloj suizo se deslizaba suavemente al ritmo del tic-tac, como danzando de forma irreversible hacia las puertas de la medianoche.

—Al menos, ya casi es primavera—, dije una última vez, antes de que terminara aquel inolvidable viernes 13.

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A la memoria de mi tío Luis “El Muñeco” Esparragoza,
una de tantas víctimas del Covid-19.
Que allá arriba siempre encuentre Tecate, box y rocanrol.
¡Papas, jícamas!