No todos me lo van a creer, pero viví una semana con tres jueves. Así como lo leen: lunes, martes, jueves, jueves, jueves, sábado y domingo. Nada de paparruchas ni delirios metafísicos. Fue una anomalía temporal digna de un cuento de mi tocayo Poe, un episodio que me hizo repensar no solo el tiempo, sino también la forma en que habitamos esta nueva cotidianidad interconectada, donde lo real y lo virtual se entrelazan hasta volverse indistinguibles.

Todo comenzó —como tantas otras rarezas— aquel viernes 13 de marzo de 2020. El último viernes, como lo llamé entonces. El día en que nos anunciaron que la cuarentena por COVID-19 duraría “solo un par de semanas”. Ya sabemos cómo terminó eso. A partir de ese instante, la realidad se rasgó como un lienzo viejo: se rompió el orden establecido y emergió otro mundo, uno digital, donde moverse, verse o abrazarse se volvió un privilegio o una excepción.

Las redes sociales ya venían advirtiéndolo, sí, pero fue entonces cuando conectarnos a distancia pasó de ser una curiosidad a convertirse en parte esencial de la vida. Hoy, participar en un cumpleaños desde extremos opuestos del planeta no resulta extraño. Yo mismo, desde una cabaña cubierta de nieve cerca de Helsinki, con calcetas de lana y tomando un café con piquete —ruso negro—, he cantado “Las mañanitas” frente a una pantalla mientras mi familia en Sinaloa brindaba con cerveza Pacífico bajo el inclemente sol del Trópico de Cáncer.

Aun así, con toda esta “nueva normalidad”, seguimos sin saber cómo llamar a estas conexiones. ¿“Reunión virtual”? ¿“Clase en línea”? ¿“Conferencia remota”? Qué etiquetas tan pobres para algo que, hace apenas treinta años, era ciencia ficción. En las películas ochenteras, estos encuentros digitales siempre iban acompañados de luces parpadeantes, voces robóticas y música épica de sintetizador.

Con el tiempo, la virtualidad dejó de ser solo una herramienta: se volvió una especie de segunda residencia. Mi escritorio, con la guitarra apoyada en su atril, el micrófono suspendido como un péndulo inmóvil y la cámara apuntando justo al encuadre correcto, era tanto mi sala de clases como mi sala de conciertos. Las paredes de mi estudio se convirtieron en mi telón de fondo; el crepitar de la nevera en un murmullo constante que se colaba entre mis palabras y mis acordes.

Tiempo después de aquel último viernes, me contrataron para impartir clases de guitarra en una escuela de música online en Nueva Zelanda. Sí, ese remoto archipiélago donde se filmó El Señor de los Anillos. Hoy, cruzar el mundo digitalmente me toma lo que dura un clic y me cuesta apenas unos cuantos megabits por segundo. Afuera, en Finlandia, caen copos de nieve y el sol se oculta por semanas; adentro, enseño guitarra con las manos medio entumidas, mientras mis alumnos, al otro lado del planeta, disfrutan de una mañana luminosa en pleno verano austral.

Mis miércoles por la noche son sus jueves por la mañana. Y aunque yo sigo firmemente anclado en el miércoles, no puedo evitar despedirme con un inevitable: “Have a nice Thursday”. Luego duermo, despierto y me preparo para dar clases presenciales en Finlandia. Allí, también es jueves. Hyvää torstaita, digo con mi mejor acento finlandés, que cada vez suena más afianzado.

La verdadera rareza llegó cuando me invitaron a dar una conferencia remota para un festival de guitarra en México. La curiosidad no estaba en la invitación, sino en la fecha: también sería un jueves. Mi respuesta inicial fue:

—¡Chanfles! Tal vez no pueda… los jueves ya tengo clases en… Espera, ¿de qué jueves estamos hablando?

Porque, claro, no era el jueves de Nueva Zelanda, ni el de Finlandia. Era el jueves de México.
Fue entonces cuando comprendí que no estaba frente a un simple desajuste horario, sino ante la posibilidad —tan absurda como fascinante— de vivir el mismo día tres veces.

Para aclarar el embrollo, colgué tres relojes de pared —cual si fuera una recepción de hotel Gran Turismo— con las zonas horarias de Auckland, Helsinki y Ciudad de México. Me senté frente a ellos y como quien consulta un oráculo, logré rememorar una frase de Poe:

Vale decir que para mí ayer era domingo, como lo es hoy para usted y lo será mañana para él. Y lo que es más, los tres tenemos razón, pues ningún principio científico puede darnos ventaja al uno sobre los otros.

Así, sincronizando con mi guitarra y mis tres husos horarios, llegó el primer jueves: el neozelandés. Dormí. Desperté. Luego, el finlandés. Dormí otra vez. Al despertar me preparé para desayunar unos huevos con machaca y dos tortillas de harina, y ahora sí, llegó el tercer jueves: el mexicano.

Tres días me despedí con un “lindo jueves”. Tres veces dormí y desperté. Tres veces el sol repitió su aferrado ciclo de naciente y poniente. Y las tres veces mi calendario marcaba jueves.

Con el paso de esas horas repetidas, descubrí que cada jueves tenía su propio carácter. El jueves neozelandés llegaba envuelto en la penumbra de mi madrugada finlandesa, con el mundo exterior aún congelado. El jueves finlandés me recibía con la luz gris y suave que se filtraba entre los copos, un día laboral, concreto, con compromisos y tareas. Y el jueves mexicano… ah, ese era distinto: me llegaba impregnado de calidez y sonrisas, con el eco de voces familiares y el olor imaginado de la comida que me esperaba al otro lado del mar.

Lo más sorprendente no fue el desfase horario ni la confusión del calendario. Lo verdaderamente asombroso fue darme cuenta de que uno puede vivir tres veces el mismo día… y en cada uno de ellos, encontrar una nueva forma de estar presente. Que el tiempo, al fin y al cabo, es un territorio elástico y que con un poco de tecnología —y una guitarra bien afinada— es posible doblarlo sobre sí mismo, como quien pliega una hoja de papel para encontrarse a sí mismo en otro punto del mapa.

Desde entonces, cada vez que veo relojes con diferentes husos horarios en la pared de un hotel o en la pantalla de algún aeropuerto, no puedo evitar sonreír. Me recuerdan que en alguna parte del mundo es ayer o mañana, y que yo, si así lo decido, puedo estar ahí para tocar unas cuantas notas en mi guitarra.