Tenía diez años y no lo sabía, pero mi vida ya estaba empezando a escribir sus primeras líneas. Una novela de piratas, de esas que una veía porque los adultos gobernaban la televisión, me encendió algo en el pecho. No era la historia en sí, aunque los piratas siempre me parecieron personajes con cierta dignidad trágica: era la sensación de que todo podía contarse, de que solo bastaba querer hacerlo. Después del último capítulo, sentí una especie de vacío y en ese hueco, la escritura se coló sin permiso.
Desde entonces, cada palabra que aprendía era un tesoro para mí. Tenía un cuaderno donde copiaba frases enteras, inventaba historias imposibles y me creía, secretamente, la autora de algo grande.
A veces pienso que la escritura fue la primera de mis rebeldías, pero silenciosa. No gritaba, pero transformaba el mundo a mi manera. Si algo no me gustaba, lo reescribía. Si algo dolía, lo disfrazaba con metáforas. No sabía que eso, muchos años después, sería mi modo de sanar y transmutar mi propia historia. Mis escritos eran criaturas caprichosas. Los empezaba con entusiasmo y ellos tomaban el control, se escapaban de la trama, hacían lo que querían. Nunca obedecieron: a veces pienso que escribo como quien tiene demasiados gatos, a los que cuida con cariño, a sabiendas de que no hay manera de domarlos. Así aprendí que crear no era imponer, sino acompañar. Y que nada que viva de verdad se deja controlar. No sé si eso me define, pero me atraviesa, ya que tengo por costumbre no adaptarme del todo.
Me gusta la metamorfosis, el movimiento, lo que está a medio camino. Hay personas que necesitan estabilidad y luego estoy yo, que necesito vértigo. Pero no del que muere por hacer cosas extremas, es solo que me cuesta quedarme quieta. Incluso cuando estoy sentada. Me muevo por dentro.
Si me preguntan quién soy, me da risa, porque es una pregunta tramposa. Todo depende del día: algunas mañanas soy un torbellino, y otras, apenas una sombra con una taza en las manos.
He intentado describirme muchas veces, pero al final siempre termino hablando de cosas, de olores, de colores, de música o de lo que me conmueve.
Mi alma se enciende con la moda, aunque nunca la he entendido del todo por el arte que habita en ella. Una prenda, para mí, no es solo algo que cubre el cuerpo: es una declaración, una historia que se viste, una forma de gritar sin mover la boca. No pienso en tendencias. Pienso en emociones con textura, en heridas que se convierten en diseño y en la posibilidad de usar el alma como tela.
También soy muy buena cocinando, siempre y cuando no lo olvide y deje que todo se queme. Siento que es otro tipo de arte que se escribe con fuego. Las recetas no son lo mío: las respeto, como a un maestro que no te da clases, pero las desobedezco cada vez que pienso: “¿Cómo sabrá si…?”. Así se vuelve un poco como todo en mi vida.
Hay una música que me sigue a todos lados. No la misma melodía, sino esa sensación de fondo, como si cada día tuviera su propio sonido. Algunas veces es salsa, otras, silencio. Y hay unos pocos días en que el ruido del mundo es tan fuerte que me refugio en un audiolibro, quedándome horas viajando en historias que no son mías, pero que deciden habitar en mi mente por varios días, ya que a veces me quedo con una frase que no entiendo por qué me toca, pero me toca.
Supongo que eso también es vivir: dejarse tocar por lo que no se explica.
He sido nómada, pero no siempre con maletas. He viajado más por dentro que por fuera, he tenido ganas de irme sin saber adónde y, otras veces, de quedarme en lugares que ya no me cabían. Ni hablar de los lugares en los que ya yo no cabía.
No sé si busco algo. Tal vez (solo tal vez) lo que me gusta es el movimiento, ese instante entre lo que se va y lo que llega. Ahí me siento viva.
He aprendido que la estabilidad no siempre se parece a la quietud. A veces está en seguir, incluso sin mapa.
No me gustan las etiquetas, pero las uso cuando hace falta. Soy orientadora, no en el sentido solemne de la palabra, sino en el más humano: escucho y acompaño. A veces no digo nada, y eso basta.
Soy escritora, aunque a veces no escriba nada durante semanas o meses. Y soy estudiante de moda, porque descubrí que el arte también se puede vestir. En el fondo, hago todo por la misma razón: necesito entender lo que siento y compartirlo. Supongo que eso es lo más cercano a una vocación.
Me gusta pensar que mi vida es un manuscrito en borrador. Que los errores son parte del diseño y que lo tachado también cuenta. A veces miro hacia atrás y pienso: “Esto no lo habría hecho igual”. Luego sonrío, porque si no lo hubiera hecho así, no sería yo.
He aprendido que la coherencia no es hacer todo perfecto, sino hacerlo con el corazón en su sitio, incluso cuando el sitio cambia o está en contra.
Tengo una debilidad: las tardes lluviosas y el chocolate caliente, esa es la combinación que me cura. La lluvia me ordena, me limpia el sonido de las gotas que caen y, de pronto, todo parece tener sentido. O no, pero al menos me da igual. El chocolate espumoso y espeso, con sus flotantes malvaviscos, me da una paz que no sé explicar. Hasta he llegado a pensar que ese placer es una forma de fe. Sí, de fe, porque hay días en que la única gloria posible es un sorbo lento de ese deleite dulce.
No soy optimista todo el tiempo. Ni falta que me hace. A veces me apago, me quedo quieta, pensando en nada. Pero luego pasa algo mínimo: puede ser una mariposa, una frase o un olor, y mi día vuelve a encenderse sin importarle que sean las 11:59 de la noche. Por eso he aprendido que sonreír no siempre significa estar bien, pero sí estar viva. Y eso, a veces, me alcanza.
Me maravilla lo cotidiano. El sonido de un pájaro, la extraña fragancia a las seis de la tarde o la risa de alguien en la calle. Pequeñas epifanías que me devuelven al presente. Supongo que ahí está la raíz de mi forma de mirar: en la capacidad de asombro. Y no quiero perderla nunca, aunque a veces la usen en mi contra, para que duela. Pero es que fácilmente me asombro y eso también tiene un costo: te vuelve sensible y vulnerable. Y esa vulnerabilidad, que tanto se evita, es mi idioma favorito. La hablo con fluidez. Me salva de la indiferencia y pone mi sello de autenticidad.
A veces siento que pertenezco a varias versiones de mí. La que escribe, la que aconseja, la que calla y la que habla como cotorra por dos horas sin respirar. Todas se contradicen y, sin embargo, todas conviven en paz. No intento unificarlas. Esa unidad me aburre. Prefiero ser un collage de instantes.
Hay una frase que me persigue desde hace años: “La vida no está en el norte ni en el sur, sino en ese punto donde el este y el oeste se tocan”. Nunca supe quién la dijo, tal vez la inventé. Pero me gusta creer que vivo ahí, en ese cruce invisible donde nada es fijo y todo cambia. Un lugar donde incluso las contradicciones florecen.
Me he acostumbrado a escribir escuchando la lluvia caer sobre los techos. Las gotas hacen un sonido que parece decir “todo pasa”. Y pasa. Incluso lo que uno cree que es eterno.
No tengo una rutina establecida. Me gusta crear mis propias rutinas. Aunque forma parte de mi rutina romperlas al tercer día, ya es mi forma de vivir.
Hay una especie de orden en el caos, aunque no siempre lo vea. Mis días suelen empezar con música y terminar con silencio. Y el silencio, aunque me da miedo a veces, lo necesito para respirar. Es ahí donde las ideas se asoman tímidas, como si pidieran permiso. Y si no las anoto, se van, como si nunca hubieran existido.
No sé si tengo una misión. La palabra “misión” suena demasiado solemne. Prefiero pensar que tengo curiosidad por entender, por crear, por acompañar y sentir.
No quiero llegar a ninguna meta, solo vivir con atención, intención y estar despierta. No dormirme en lo que soy.
A veces pienso en la niña de diez años que miraba la novela de piratas. Me gustaría decirle que lo logró. No en el sentido triunfalista, sino en el real. Que sigue escribiendo, que sigue soñando, que todavía se emociona con las cosas pequeñas. Que aprendió a no tener miedo de sentir demasiado. Y que el amor — el que buscaba escribir— no siempre se encuentra en otros, sino en lo que una crea.
Hay días en que me siento extranjera en todas partes, y otros, en que pertenezco al aire. He dejado de buscar una casa que no se mueva. Prefiero una que respire conmigo. Quizá eso soy: una casa con ventanas abiertas. A veces entra luz, a veces tormenta. Y ambas cosas están bien.
Ya no busco la perfección. Alguna vez lo hice, pero ahora me parece una forma elegante de miedo. Prefiero la coherencia, incluso si es incoherente. Prefiero sentirme viva, equivocada, emocionada. Mi vida no tiene estructura, y sospecho que eso es lo que la hace mía.
Soy Nefhy Webster. Y sí, me gusta pensar que sigo escribiendo la novela que empezó cuando tenía diez años. Solo que ahora los personajes somos yo, el tiempo, el mar, el silencio, el chocolate y la lluvia. A veces me sale un capítulo luminoso, otras, uno oscuro. Pero siempre, siempre, hay una línea que me salva: la certeza de que aún quedan historias por contar. Y si estás leyendo esto, quizá no es casualidad. Tal vez también tú eres un viajero entre mundos. Y tal vez —solo tal vez— nuestras páginas se hayan rozado un instante.
Me complace demasiado darte la oportunidad de que me conozcas.