¿Quién determina qué está bien y qué está mal? ¿Quién tiene el poder de decirnos cómo vivir? Para ser honesta, la respuesta es más mundana de lo que pensamos: NADIE.
Pero existe un monstruo milenario e invisible que vive en la mente de todos y cuya voz se parece sospechosamente a la de tu madre o (peor aún) a la de una suegra molesta en medio de la reunión familiar.
Desde pequeños, nos enseñan a seguir las famosas reglas del "buen comportamiento", a hablar con un tono moderado, a no reír muy alto, a vestir con la misma etiqueta que un invitado a la corte del Rey de Inglaterra y a decir "buenos días" con una sonrisa tan falsa que hasta un actor de Hollywood en plena alfombra roja envidiaría.
Nos inculcan que el respeto es sinónimo de sumisión, que la buena educación es no contrariar a los demás y que el silencio es signo de madurez.
Nos enseñan que ser diferente es un riesgo, que destacar demasiado puede incomodar y que la mejor forma de ser aceptado es diluirse en la multitud. Pero, ¿realmente esto nos hace felices?
La verdadera pregunta es: ¿por qué hacemos todo esto? Simplemente, para evitar la explosión de la bomba más destructiva de todas: el juicio de los demás.
La bomba del "qué dirán"
La historia de las bombas de Hiroshima y Nagasaki conmovió mi corazón cuando las entendí: saber que una energía como la nuclear, que en sus inicios fue pensada para dar vida, le arrebató el futuro a tantas personas inocentes, me arrancó más lágrimas de las que me gustaría aceptar.
Pero si estas bombas tuvieron la capacidad de generar una onda expansiva mundial y una devastación inmediata, podemos tomarlas de referencia inicial para crear una comparación con el “qué dirán”, puesto que su manera de destruir es más sutil, más destructiva y más perpetua.
Podría compararlo, sin temor a minimizar su impacto, con la explosión del reactor nuclear de Chernóbil, en Ucrania, en el año 1986.
El “qué dirán” no tiene una explosión instantánea, sino una radiación persistente que se infiltra en cada aspecto de nuestras vidas. Nos hace pensar dos veces antes de tomar decisiones, nos paraliza ante oportunidades y nos ata a vidas que no elegimos. La contaminación del miedo al juicio ajeno puede durar generaciones.
A veces, se manifiesta de formas sutiles.
Es el comentario casual de una tía: "¿Cuándo te casas?", o el de un amigo: "¿De verdad vas a dejar ese trabajo estable?".
Son esas frases que parecen inofensivas, pero que se clavan como espinas en la mente y nos hacen dudar de nuestras propias decisiones.
¡Y qué ironía! Muchas de esas personas que nos juzgan, también están atrapadas en sus propios miedos y limitaciones. Se han convertido en guardianes de un sistema que no les ha dado más que frustración.
Al final, todos somos prisioneros de la misma celda invisible.
Nos hemos convertido en caballos con gríngolas que van de generación en generación, halando una carreta llena de sueños incumplidos, de metas que nunca pensamos alcanzar y sonrisas vacías, pero para algunas personas dejar el “entrenamiento ecuestre” es más complicado.
Vivir sin juicios externos
Me tomó tiempo aceptar que nunca podría obtener la aprobación de todo el mundo.
Si hacía algo, siempre iba a existir aquella persona que lo refutara, o que simplemente lo criticara, y me tomó el doble de tiempo que me valiera un grano de sal el juicio externo.
Es un proceso que no sucede de la noche a la mañana.
Al principio, intentas complacer a todos. Te esfuerzas por ser la versión que los demás esperan de ti.
Pero tarde o temprano llega el día en el que te das cuenta de que eso es imposible. Y entonces, te enfrentas a la decisión más difícil: seguir viviendo para los demás o empezar a vivir para ti.
Personalmente, tengo TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad) y toda mi vida fue un ir en contra de lo que mi cerebro decía. Actualmente el pobre sufre de estrés, porque no entiende qué es pensar por sí solo y le ha tocado aprender a tomar sus propias decisiones sin preguntarle a nadie.
Y aunque no es una tarea que tengo dominada, sino aprendida, personalmente no soy la persona que te va a dar un efusivo “¡Buenos Días!”. Yo creo fielmente que debes tratar como quieres ser tratado, pero ese saludo siempre me ha parecido vacío.
Desde que a mis 10 años me dijo un compañero del colegio “Yo no dormí contigo”, en lugar de asociarlo con algo positivo, mi cerebro entendió que ese saludo era una forma de consolar a las personas cuando no estaban conmigo.
Y la verdad yo no puedo consolar a alguien que no esté conmigo, porque yo estoy siempre conmigo.
Cuando lo leo suena un poco vanidoso, pero es lo que pasa por mi mente.
Y el “qué dirán” siempre repite que la vida es demasiado corta para vivirla en función de un guion escrito por otros.
Así que dejo de preocuparme por lo que piensan los demás y siempre me pregunto qué puede pasarme si decido por mí misma. Porque, siendo honesta, la opinión más importante en mi vida es la mía.
No siempre es fácil ignorar las voces externas.
A veces, esas voces se disfrazan de preocupación, de consejos bien intencionados, de advertencias que suenan lógicas.
Pero cuando aprendes a diferenciar entre lo que es una sugerencia y lo que es un intento de control, empiezas a recuperar tu libertad.
Hace poco escuché a una creadora de contenido decir esto: “No permitas nunca que alguien que no ha estado en tus zapatos te enseñe a atarte los cordones”.
Espero que sea de valor para otros, especialmente en un mundo donde el qué dirán puede tener un impacto tan poderoso en nuestras decisiones.
Y si este texto hace que al menos una persona se cuestione si está viviendo para sí misma o para los demás, entonces habrá valido la pena escribirlo.
Si la vida es corta, que al menos sea propia.