El formato del díptico podría ser una forma de acercarse a ideas complejas, un modo de jugar con la tensión y la resonancia entre dos textos, sin buscar certezas, sino abriendo una invitación a la reflexión y al encuentro con lo incierto.
Estos dípticos nacen tal vez de una necesidad de explorar aquello que se resiste a cerrarse o explicarse, lo que habita en los bordes y en los intersticios, donde las palabras parecen más bien preguntas que respuestas.
En este espacio compartido, cada texto se cruza con el otro, se tensiona, se despliega y se complementa, dejando que el sentido surja no solo en lo explícito, sino también en lo que queda entre líneas, en el silencio y en la duda.
Quizá el díptico sea un laberinto, un acertijo que se propone más para perderse que para encontrarse, para descubrir que el camino importa más que el destino.
I No puedo decir dónde comienza
No puedo decir dónde comienza.
Sólo sé que estoy afuera de mis bordes.
No floto: me disuelvo.
No hay dirección, no hay peso, no hay tiempo que marque un antes o un después.
Por momentos creo moverme, pero es el espacio el que cambia alrededor mío, como si respirara.
Es que no puedo abarcar, ni con la mirada, ni con el pensamiento.
Es un cuerpo sin forma, una expansión sin final.
Me abruma y me abraza. Me da vértigo, y al mismo tiempo, me contiene.
No hay sonido.
Pero hay algo que se parece a una vibración, como un zumbido sutil que nace de todas partes.
El tiempo es espeso, viscoso, se enrosca en sí mismo
Hay instantes que duran siglos, y siglos que caben en una exhalación.
Me atraviesa como si fuera una grieta abierta.
El vacío es denso, lleno de un tejido invisible.
No está vacío: es un lugar donde las posibilidades crecen sin límite.
Siento que soy parte de esa trama, y sin embargo, me pierdo en ella.
No como un punto en un mapa, sino como un destello de conciencia que no tiene contorno.
El universo no tiene centro.
No hay afuera ni adentro.
Es un instante inmenso que se expande y se contrae, que pulsa y se sostiene a sí mismo.
Y en esa expansión, en ese flujo sin fin, la existencia se hace tangible y al mismo tiempo se disuelve.
No estoy sola ni estoy separada.
Soy el susurro del espacio, la vibración del tiempo, la huella invisible que dejan las estrellas al morir.
Y aunque no puedo entender ni contener esta inmensidad, la siento dentro mío, latiendo en cada fibra que no tiene forma ni nombre.
No hay punto de referencia.
Cada estrella parece un faro que no guía.
Cada galaxia, una danza que no busca testigos.
Todo se mueve, pero no hacia ningún lugar.
La inmensidad no se recorre: se habita.
Y yo estoy en ella.
II No puedo decir cómo se une
No puedo decir cómo se une.
Solo sé que estoy adentro de mis bordes.
Me encuentro en un nudo invisible, donde la materia se pliega en una red de fuerzas que no permiten la soledad. No soy una partícula entera por mí misma; sólo existo cuando me enlazo con otras, en un vínculo inevitable que me da forma y sentido.
Aquí no hay espacio libre ni caminos propios. Nada se sostiene aislado. Cada fragmento depende del otro, como si el ser se tejiera solo en compañía. Cada instante es una corriente compartida, una conversación de cargas y colores que se necesitan mutuamente para persistir.
No tengo contorno. No tengo autonomía. Soy una intensidad breve, un destello que no se explica sin los otros que lo rodean. Lo que soy está en la relación, no en la sustancia. Mi identidad se construye entre vínculos: sin ellos, me desarmo.
No busco volumen ni presencia. Busco interacción. En cada lazo se condensa una posibilidad. Soy parte de una estructura que no puedo ver, pero que me incluye y me sostiene. No soy yo lo que importa, sino la red que me contiene.
Estoy aquí, encerrado y abierto a la vez, en ese punto donde todo ocurre solo si ocurre junto. Donde la unión no es resultado, sino condición.
No soy algo que se sostiene:
soy lo que sucede entre.
Entre fuerzas, entre gestos, entre presencias invisibles.
Si algo permanece, es la trama.
Yo solo soy un cruce, una consecuencia.
Epílogo
Un díptico. Dos movimientos que no se explican, pero quizá se rozan.
Una voz parece disolverse en lo inmenso; otra, plegarse en lo ínfimo.
Una se pierde en la expansión, la otra en la unión.
No hay certezas, solo aproximaciones.
Tal vez no se trate de opuestos, ni de reflejos.
Tal vez sean solo dos maneras de mirar algo que no se deja ver completo.
Lo que se separa, a veces se reúne.
Lo que se une, quizá también se dispersa.
Hay una distancia entre ambas formas, pero también una necesidad.
Como si una existiera solo al pronunciar a la otra.
No hay centro evidente, ni contorno fijo.
Solo fragmentos en diálogo, formas que se rozan sin tocarse del todo.
Silencios que se responden sin buscarlo.
Como si el sentido no estuviera dentro de cada parte,
sino en el espacio que queda entre ellas.
Ahí, en lo que no se dice, podría estar lo que se intenta decir.















