Nadie desconoce que, en Corrientes, las esquinas tienen la facultad –el poder– de enredarnos en la seca oniria. Y que ahí dentro los espíritus errantes se encargan –desde luego– de guiar nuestros pasos, uno por uno. Lo que todos saben –están seguros– es que nadie sabe lo que nos espera con estos inadaptados guías. Y que al regresar deberemos aprender a olvidar, que es como caminar hacia adelante.
Hileras de casas, cercándome.
Puedo sentir sus manos azules sobre mí
Todas estas cosas en posición
Todas estas cosas que
algún día nos las tragaremos enteras.
Y se desvanece otra vez.(Street spirits (fade out) - Radiohead)
Anoche volvía, caminando, a casa. Era muy tarde y todavía caminaba cuando me quedé dormido. No desconocía yo que en una de las esquinas de Corrientes el inflexible sueño te sale al cruce y te mece en sus redes. Así te atrapa y así te lleva a la bruma de sus distritos. Sí, era justo en esta esquina donde me dormí. Estoy seguro. Pero bien podría haber sido en la otra, la que está cerca de la escalera que sube al Puente. O que baja al Paraná. Esas chances son seguras también. Lo que sucede en la oniria son detalles, puntos de vista de diversas contemplaciones. Y un tipo que vive a ojos cerrados no lo puede saber. Solo puede estar seguro y seguir.
Por eso, estoy seguro, es que tampoco supe bien en qué instante me llené de sueño. Yo percibí que dormía no tanto por el letargo de mis ideas como por los espíritus errantes –los dos que me fueron dados en suerte– que apuntalaban cada una de mis piernas. Aferrados como bichos a mis pantorrillas, ambos se comportaban como forzados guías, y emparejaban mis pasos toda vez que fuera yo narices abajo en plena calle.
Atajate, viejo.
Tené cuidado, grandote.
Movete derecho, loco.
Verdugazos así me lanzaban los ingratos desde su posición cercana al pavimento. Pero apenas ya me sostenían en mi profunda narcosis. Que yo dormía, lo notaba también en el cielo roto, en los edificios desfigurados, en el policía negro que, desde el Puente, me sonreía sin entusiasmo y me llamaba cerrando la mano en puño. Y era como si me malconociera. El rostro ajado y el porte de bestia peluda me inhibían el ansia de comparecer ante esa oscura ley. Acaso sea mejor alejarse, pensaba yo. Y tendía a voltear. Eran mis dos espíritus, sin embargo, quienes me arrimaban a él y enseguida nos dejaban a caras y a secas, como cuando se arroja al aire una moneda de flagrante culpa.
Nos volvemos a ver, me decía el agente en una voz que se arrastraba desde muy lejos de su boca, que trepaba hasta el chillido y luego se me venía a pique como haz de rayo agudo. Esa voz flaca en cuerpo duro me traía algo de susto. Aunque no tanto como su reglamentaria, que desde su puño izquierdo apuntaba a mi garganta. Directamente y desde cerca, apuntaba.
Cómo le va, agente, le decía yo y, sabiéndome detenido, buscaba mis documentos con la intención de divulgarle mi legal identidad. En tanto, me excusaba que dormirme no era mi culpa. Más bien era culpa del cansancio. O de la hora. O de esta esquina o de la otra. El agente, acaso previendo la excusa, me ignoraba ofreciéndome la espalda y, por el ritmo que seguían sus hombros, tal vez escribía mi multa a escondidas. Esa multa que también era secreta sentencia. Y eso no era un sueño agradable. Atrapado en la escasez de coartadas y aflojado por el temor reverencial, a mí de súbito me salía berrear misericordia y, sin vergüenza ya, ante el cana me declaraba yo un zopenco, un taimado, un lento importante en cuestiones de reglas sociales.
No seas pavote, me retaba el espíritu errante, el del pie izquierdo. Cómo le vas a dar entidad a esta ley seca. Aprovechá que el quía está de espaldas y tomate el palo de una vez. Eso último me lo decía el otro, el de la derecha. Yo me daba cuenta por cómo dolían mis rodillas, según el pie que me charlaba. Este mismo era quien me agregaba que el colectivero no me iba a esperar. Y ahí nomás, me hacía nudo el músculo diestro.
Era tanto, entonces, el calambre de pantorrilla que era imposible no ver al micro amarillo con el 110 en la frente, rugiendo sin paciencia 7 cuadras allá, justo en la entrada del pabellón 1. Era una ironía aquello: llegarme al portal de la cárcel justo para evadir la Justicia. Era esa ironía y, al mismo tiempo, también una salida estupenda. De modo que me apresuré y, demandando el auxilio de los espíritus, me largué a correr para el Penal. Solo para recordarme, dolorosos pasos después, que en sueños esa actividad nos suele resultar bastante imposible.
Dale, boludo, movete. Qué mierda esperás, me dijeron ambos de modo instantáneo. Y, en sucesivo: te pasás de idiota, amigo. Y yo supe, me consta, que ambos tenían razón. En ambas cosas, los dos. Pero que me insultaran en coro, eso no me agradó. Por qué no se me dejan de joder, les dije. En sucesivo y en simultáneo se los dije. A los dos. Si es que algo así se puede pronunciar en este lugar de quimeras.
Supongo que de algún modo es posible, ya que mi retruque enardeció a los espíritus. A los dos. Y luego, pasó lo que debía. Porque cuando esos bichos se enardecen –todos lo saben– no tardan en enroscarse al tobillo como grilletes para, clavados en sus garras y encorvadas sus espinas, inflamarse como escuerzos nuevos. Merced a esas astucias, a todo lo que sostienen ellos lo vuelven liviano. Ahí nomás, con esos como globo de helio en los pies, el cuerpo se me vino a flotar. Como música ligera flotaba yo, y me alejaba a cabalgo del viento. Y era como despertar a otra culpa más.
Pero en el sueño había un negro policía que, viéndome huir, cambiaba multa por arma y disparando a ciegas me maldecía al pie de su vana puntería. La balacera no me tocaba ni lejos, aunque causaba notorio estruendo. Intocable, me abrazaba de oídos y me dejaba galopar. Y a medida que el cuero se me hacía liviano, el vértigo me mareaba de panorama, me mostraba todo en plano de águila: allá abajo, seis pies abajo, un micro urbano bufaba como desordenado animal. Y cada ronquido de su motor era una invitación al inevitable paseo insensato. Yo lo reconocía: el colectivo 110, el de mi barrio, me llamaba urgente. Tanto como tan pronto quería abordarlo yo.
Supongo que fue en ese instante de apuro cuando me desbarranqué a una capa inferior del sueño. Porque aunque flotaba yo muy quieto, de alguna manera me acercaba al urbano 110. O era el colectivo el que retrocedía hasta mí. Y lo hacía tan veloz que tuve que sujetarme de los estribos para no perderlo. El cole me recibió de puertas abiertas, y yo sin peso alguno en las piernas lo abordé. Y estaba dentro. Entonces, solo entonces había un chofer. Tenía sombrero, cigarro y un gran danés colgando del retrovisor. Me señaló un lugar y hasta me preguntó por qué desesperaba tanto. Mi respuesta fue un nudo de garganta y una moneda de 50 suertes en mi puño. Al advertir mi miseria, el tipo se ablandó. Y su invitación a bordo pareció suficiente para enmascararme la desdicha.
—Pase, nomás —me dijo—. Lo voy a sacar de acá.
Le agradecí a montones. Y estuve tentado por darle un abrazo. Ya no se consiguen amigos choferes porque sí. Aunque la timidez y la desolación me mantuvieron quieto, en ridícula posición. El tipo me hizo una seña de «Ande, faltaba más». Permiso, le dije. Y me hundí en el vaivén del micro que ya recuperaba su andar. Antes de perder pie, me apuré a sentarme por ahí por el medio, en butaca de a dos y del lado de la ventanilla. Y de ese modo me dejé andar.
Viajamos raudos entonces y, en algún momento, tomamos linda velocidad. El barrio del Pabellón se me presentaba como en ensoñaciones. Volver a casa era lo que deseaba. Esos nuevos letargos me enseñaron que los espíritus se regeneran en la maniobra rápida. De nuevo, notaba sus presencias, de nuevo, me intranquilicé. La desesperación me cercaba feroz. Debía distraerme, pensar en otra cosa, me dije. De modo que saqué un libro de la mochila –de pronto en el sueño había libro y mochila– y lo abrí al azar. Era la página 17, lo firmaba un tal Marechal. Leí:
Tras una investigación minuciosa de psicoanalistas y musicólogos, la voz de Ringo fue compuesta, grabada y metida en el pecho metálico del beatle, para cuya residencia se zompletóo unzzz repertorio del beatle se concezzz Tras una investigación minuciosa de psicoanalistas y musicólogos, la voz de Ringo fue compuesta, grabadzzzzz una pieza única, rapsssssodiazzz Tras una investigación minuciosa de psicoana-listas y musicólogos, la vozzzzz éxtasisss de la insemiación artifi-ccczsszzz Tras una investigación minuciosa de psicoanalistas y musicó-logos, la voz de Ringo fue compuesta, grabada y metida en el pecho me-tálico del beatle, para cuya ressssss Tras una investigación minuciosa de psicoanalistas Ringo pechoo metálico del beatle, para cuy´+{ñ.
El sueño del sueño en los ojos no me permitía avanzar. El ejemplar ligero y esmirriado era, sin embargo, de un peso gigantesco; y las letras bailoteaban y se escurrían, se apretujaban en un rincón y salían tergiversadas. Supuse que no podía volverme a dormir. ¿Qué soñaría esta vez? ¿Qué dejaría al azar de la vigilia si tal vez nadie estarías allí? Respiré hondo y a toda cuestión la tomé como inminente desafío. Debía cerrar al menos ese párrafo. Leí:
¡Y sucederá, lo juro por las barbas en flor del gran Heráclito!
No fue Heráclito quien me interpeló. O tal vez sí, ¿cómo saberlo? Nunca le había visto la cara, la barba. Pero era un barbudo, o eran barbudos aquellos que me llamaron. No había llegado a sus tronos cuando armaron el coro. ¡Te ha tocado el Abismo!, me gritaron en mil dialectos. De esa manera, la certeza de la maldición me trituró el alma, y la pena me arrasó los ojos. Pero en ese tribunal el llanto y la piedad no eran concepto posibles. Aún quise interpelar a mi favor. Al menos una vez más.
—Señores, por favor —dije—. Si me fuera pos
Antes de cualquier momento emotivo, una fuerza como de garras me obligó a cruzar la frontera del destierro. Y en tanto el cole frenaba, algo o alguien me tironeaba a descender. Y me hundí un poco más. Ahora lo veía todo como fuera de mí. Que yo había caído en otra capa del sueño lo supe por el inspector que me pedía boleto, esas minucias que ya no existen. Y también porque viajaba en el techo interno, boca arriba. Desde esas alturas notaba el pasaje, que era numeroso y sin esperanza. La gente era apenas un dibujo triste, una mueca rasgada en gris y carbonilla. Y yo, boca al techo, doblado en posesión de infiernos, presentía una desgracia.
— ¡Sálvese, usted!— me gritó el chofer. O tal vez fuera el inspector.
Sea quien fuera, me dijo aún: usted no ha llegado a su parada final. Pensé en mis espíritus, pero no los escuchaba en su coral opinión. Quizás me habrían abandonado a mi suerte, como es sabido que también suele suceder. Pero no tenía tiempo, el micro se borroneaba desde babor a estribor.
—Sálvese, usted —aún me recordaron aquel o este otro.
No debí adivinar mucho para comprender que mi salida era la única ventanilla abierta. Como tampoco el darme cuenta de que había caído yo en otra capa de la oniria. En ese nuevo distrito se flotaba volteado. Y yo me veía aún cabeza abajo, llevado por mis dos renovados espíritus desde los pies, vagando por el famoso universo que tenía las trazas de las Mil Viviendas, del Monoblock 13, del Tanque Múltiple. Llegaba así mi barrio de ciencia ficción y, aunque enrevesado y por los aires, me sentí reconocido por los míos. Ya falta poco para que regreses, me gritaban vecinos y cirujas de basureros. Y de pronto, yo no quería esa vuelta, yo no quería despertar. Yo solo quería caminar esa noche, solo. Y no quería llegar, como siempre, demasiado tarde.
—Ya no quiero ir a casa —les dije a los espíritus—. Quiero ser alguien más.
»Ya déjenme, por favor.
Acaso es lo que se esperaba oír de mí. Porque no bien pronunciado el deseo, los dos espíritus accedieron. Sin dudarlo y al mismo tiempo, me desbandaron fuera abajo como en caída de rocas libres y tiro vertical. Un viento de basuras y diarios viejos arremolinaban mi descenso por goteos. Arriba, los dos espíritus aturdían con sus alaridos de furia, con sus gritos de trompetas brillando al sol nocturno. Y mientras me desbarrancaba yo, me di cuenta de que ambos festejaban. Eran libres de mí. Si les había hecho gastar tiempo y fuerzas en vano, eran libres y me soltaban, cantando, a mi feroz suerte.
Y luego me olvidé de ellos, de mí.
Desbarrancado, me iba disolviendo en el aire caliente. En un simultáneo instante pasaron por mí las penas y los días, las dichas y las promesas, el vacío y los karmas. Pero el fondo no me llegaba. Entendí que descendía a la última capa de mi sueño. Y en ese abismo, moverse era caer de nuevo en otra capa más baja, más abisal. Y a cada movimiento, me limitaban paredes como de cripta a medida de mi menuda presencia fantasma. Y era una bocanada de espanto vivo.
Y aunque me presintiera enterrado vivo, yo aún caía. Yo caía sin suelo. Y sin suelo en algún momento me estrellé. Me revolví en la basura y el diario que me sofocó la cara era de 2027, 4 AM, 6 de marzo. Y las noticias se me acomodaban en secciones que me exigían el oficio del buen corrector. Era mi compromiso y mi labor. Entonces me leí con criterio profesional. Era yo noticia esa vez, era primera plana, contratapa, bajada, falsa efeméride. Y era, también, obituario:
El cortejo y las exequias también se han cumplido.
Y ahora descansa en el San Juan Bautista.
—Qué significa esto, dije en alta voz.
—Eso sucede en las hórridas muertes —me contestó el cadáver que dormía a mi lado, en el cajón contiguo. Así nos anuncian al eterno retorno.
Y también tenía razón. Pero a mí me incomodaban su hojarasca, sus reliquias, su indiscreción de gusano. Y su contacto daba pavor. Para no estimularle la charla muerta, yo leía las noticias de un entonces que aún no sucedía. Y eran, sin embargo mías. Por eso, me correspondía la privacidad del hallazgo. Algo estaba mal escrito, me advirtió aún el cadáver. Me obligué a observarlo. Era un flaco llagado de escorias. Y su olor lo transparentaba y lo encendía. A su luz fosforescente, leí mejor. Todo era un error descomunal.
Acá se desase tu ilucion, ayá se rebira tu revelion.
Tu demensia te ba a traisionar
Justo así, con ese espanto, rezaba el texto en letras Elephant. Lo recuerdo porque tuve la deferencia de anotarlo. También recuerdo que la nota se cortaba sin punto. Y eso estaba muy mal. Si despierto, me dije, lo primero que haré será corregirme. Y eso me alivió y me motivó a la vez. Quieto y cerrado a los ojos del mundo, de Corrientes, yo empecé a levantarme y correr para alcanzarme. Aun la niebla que todo lo emparejaba, yo movía la mano delante y chillaba pidiendo que no se fueran. Aún estaba en la esquina del comienzo. Y a un puente de distancia, el animal amarillo de frente 110 bufando en punto muerto.
Quieto, estaba todo. Y yo quería correr.
Pero a la voz de Más Quieto, el policía puso la pesada reglamentaria en mi nuca. El tiempo es hacia atrás, me dijo. Y esto ya lo vivimos. Es hora de volver. A pesar de la oscuridad de niebla, le distinguí los dientes blancos y la baba de monstruo negro. Era el agente un perro asustado custodiando una puerta inexpugnable. Quizás porque más aterrado estaba yo, es que no deseé mirarlo. Me largué a caminar, paso a paso. Sin mirarlo más, sin escuchar su voz alta, me alejé como se aleja un deshecho en un estampido de humos.
Y de ese modo, hallé el camino perdido.
Ahora, estoy en mi casa. Y la migraña no deja de encañonarme por detrás. Dónde está el animal, dónde fueron los espíritus, pienso mientras me sueño insomnios entre fiebres y escalofríos. Quizás deba aprender a caminar de nuevo, me digo. Y caminar es moverse hacia adelante, me digo despacio. Hacia delante es el modo de olvidar. Pero como no me comprendo, me lo repito más fuerte. A los alaridos, me lo repito. Y me asusto al escucharme la voz.