Cada vez que entraba al café los poetas callaban (y temblaban). Todos los jueves, Prometeo se sacudía los restos de lluvia o del polvo (según la estación del año) que habían quedado en el hombro de su gabardina y la entregaba al mozo junto con sus guantes, con ese aire que evocaba a los verdugos arribando al cadalso.

Algunos escritores preferían verlo de reojo y acomodarse de tal modo que parecieran más pequeños, imperceptibles, no fuera que, en un descuido, el ojo del despiadado Prometeo se fuera a posar en alguno de ellos y, ¿para qué tentar a esa pluma degolladora de poetas? Otros versificadores presentes tomaban una postura parecida a la del reclinatorio.

Todos ellos hacían, como ya dije, una pausa nerviosa y permanecían momentáneamente con una expresión hueca, buscando disimuladamente acomodar sus huesos en la estrecha frontera de la estupidez. Los escritores noveles, los recién llegados al ambiente literario lo veían con morbo…y los más osados, le dirigían una mirada de desafío que no podían sostener por mucho tiempo.

Avanzaba después el catón de los autores con paso de mastodonte hacia su lugar habitual sin hacer ninguna mueca, ningún gesto de saludo para nadie, como si su pesado recorrido de la distancia que lo separaba de la mesa del fondo, pegada a la pared, fuera la última escena que dios esperaba que se cumpliera en la historia de este fallido mundo. Un mesero había retirado recién el letrero de “Reservado”, pintado con barroquismo.

Se instalaba con lentitud de espaldas a todos (no por desprecio, como pensaban los demás, sino porque en esa dirección podía aprovechar mejor la dudosa luz que arrojaba la bombilla colocada encima de él); jalaba la leontina y abría el reloj, que marcaba con las manecillas algunos minutos después de las diez de la noche. Luego se quedaba inmóvil hasta que le traían la primera taza de café.

Enseguida venía el verdadero pánico: cuando sacaba de su bolsillo el libro de esa noche y lo ponía sobre la mesa, mirándolo como a un enfermo que será auscultado. Así, de espaldas, también recordaba a un cura que tomaba con ambas manos el cáliz. Pero, en todo caso, la escena era en realidad una suerte de misa de cuerpo presente, pues lo más probable era que alguno de los poetas allí reunidos iba camino al sacrificio. Quienes momentos antes se ufanaban de ser los orgullosos demiurgos de un nuevo libro, ahora sentían expulsar el alma junto con el sudor, y no podían reprimir la urgencia de tomar algo para mojarse la garganta.

Prometeo se colocaba los anteojos y se inclinaba ante el volumen que yacía entre sus manos, quedaba envuelto en los valsecitos y los lloriqueos de las milongas que la orquesta continuaba tocando a pesar de su protesta y su sentencia de que Dvořák (a quien había escuchado en Nueva York hacía ya décadas) era el verdadero padre, hijo y espíritu santo del jazz y del tango.

Dos horas después, él disponía su tintero e iniciaba la escritura veloz y sin tregua. Cuando se levantaba para salir, estaba consumado su texto, donde desmembraba quirúrgicamente, metáfora por metáfora, alguna novedad literaria.

En algún momento de la tarde siguiente, pero ahora en el elegantísimo Café colonial, el crítico entregaba el manuscrito a Don Silvio Grazzini, su amigo de la infancia, confidente, aliado político en el partido conservador, compañero de estudios universitarios, y director del periódico que le publicaría su reseña, sin quitarle ni añadirle una sola coma. A veces se les unía la mujer de Don Silvio, Doña Hortensia Grazzini, que regresaba de las tiendas con su acostumbrada broma: “Caballeros: ¿han hablado de literatura y de política sin mí? ¡Eso les costará un coñac del mismo precio que mi nuevo sombrero!”

Para escándalo y oprobio de los círculos literarios, la reseña aparecía los domingos (el peor día para ser exhibido), en una sección que el crítico mismo había bautizado como “La llama de Prometeo”, título por demás carente de elegancia, pero acorde al gusto del público culto de aquellos años: recordemos, por ejemplo, que Rodó ya había escrito “El Ariel”, en México se hablaba pomposamente de un “Ateneo de la juventud”, y que hacía un par de años Teresa de la Parra había publicado su Ifigenia, nombres desabridos con los que se inauguraba una época decadente.

Y si bien la degradación de un siglo entero puede ser prefigurada por indicios palmarios como los que acabo de referir, no todos los declives se pueden prever con tanta claridad, pues los signos que anuncian el infortunio son a menudo más sutiles y pueden deberse, por ejemplo, a los elementos que se configuran caprichosamente después de una despedida amarga entre dos amantes: un chubasco o la granizada de una tarde de junio arrastra entonces a un hombre al café de siempre y, entre el fastidio y la prisa por llegar a su mesa habitual, puede caer al piso algo que ha estado escribiendo. Alguien más, al notarlo, puede recoger el manuscrito, guardarlo para sí en lugar de devolverlo y, después, leerlo impúdicamente ante un conciliábulo de escritores rencorosos.

Son precisamente esos minúsculos eventos, notorios solo para algunos que se sienten ultrajados por la marcha de la necesidad metafísica, los que se van engarzando como frágiles cuentas del miserable rosario cósmico al que llamamos “las leyes de la causa y el efecto”.

He aquí entonces lo que decía Prometeo con su apurada letra de cirujano en la parte central del manuscrito que nadie le devolvió:

Cada vez que te vistes con apuro, Hortensia, con ese desapego glacial hacia mí, cada vez que vuelves tu rostro hacia la ventana con empalago y con prisa por alcanzar los minutos que tú y yo hemos consumido, me ahogo en el veneno que he dejado destilar por mis propios celos… mas, dime tú, amada Hortensia, si todos estos años de vivir detrás de mi propio reflejo, esperándote, aguardando el cumplimiento de tu promesa con la misma fe de una plegaria infantil, no pueden a veces convertirse con toda justicia y razón en un reproche patético como el de hace rato. Dime tú, Hortensia, si horas después de poseerte, tu cuerpo y tu alma no te han reclamado nuevamente mi presencia, porque debes saber que yo, cuando quedo mutilado de ti, me dedico a recomponerme, a unir las piezas de esta alma incompleta, a la que siempre le falta otra caricia tuya. Con nuestros susurros aún colgando en mi memoria, en vano procuro restañar mi vergüenza, como Caín que se esconde en los arbustos. Ni ahora ni nunca te mentiré: es en ese vacío donde a veces se acumula la ponzoña de mis celos.

Deja pues, Hortensia, que a veces llore y te sienta mía, pero si no encuentro el favor de tu regazo, al menos concédeme la noble gracia de tu perdón.

Beso una y otra vez tus cabellos, tu blanca frente, tus labios, mi hontanar de miel…

Por supuesto, esa fue justo la ocasión que muchos acariciaban: a la comunidad literaria le llevó días preparar cuidadosamente una función con el refinamiento artístico que se merecía esa revelación. La noche del jueves, los miembros del club literario esperaron a que Prometeo tomara su lugar y comenzara su acostumbrada lectura. El lugar estaba atestado y, por una casualidad que no vale la pena relatar aquí, quien esto escribe estuvo en esa inolvidable velada.

Con Prometeo ya de espaldas, acomodado en su silla, el célebre actor bufo José María de Liñán realizó una dramatización devastadora (para la que prestó su rasposo acento andaluz) de la carta a Hortensia, mientras, otro actor vestido como Don Silvio, con dos portentosos cuernos instalados en su cabeza, daba vueltas por el escenario improvisado del café, dedicando gestos obscenos a todos los presentes. Al final hubo risas, abrazos, brindis y aplausos de pie.

Prometeo, imperturbable, siguió leyendo y terminó de escribir a la hora de siempre. Luego partió como si no hubiera escuchado nada, con su acostumbrado aspecto terrible de sayón. Mientras caminaba hacia la puerta, el actor cornudo lo perseguía dando voces: “¡Hermano, hermanito, no te vayas tan pronto, quédate que al rato llega mi ‘Tencha’, qué digo, nuestra Tencha, y los tres estaremos más calienticos!”

Esa misma noche, mientras en el café se coreaban piropos y se recitaban versos en honor de la Tencha, alguien había deslizado la carta en la oficina de Don Silvio y se habían enviado copias a los personajes más notables de la ciudad, cercanos a los implicados.

Cerca de las nueve de la mañana del día siguiente, un oficial de la municipalidad, un juez y un sargento encontraron a Prometeo sentado frente a su escritorio, con el cuerpo tenso, mirando fijamente hacia la esquina del muro, como si hubiera sido sorprendido por la irrupción de los tres hombres. Inclinado hacia la izquierda, Prometeo ya había soltado el revólver; sus sienes horadadas dejaban escapar un flujo espeso y rojo.

Desde la estancia, la más joven de sus criadas rompió en llanto.