Este relato ha sido escrito en memoria de Sébastien Castellion (1515-1563) humanista, filólogo, filósofo y teólogo francés reformado cuyas ideas sobre la libertad religiosa y la tolerancia fueron pioneras en el mundo cristiano del siglo XVI. Este texto es un homenaje a los 510 años del nacimiento de Castellion y 470 años de su manuscrito De l’impunité des hérétiques (1555).
Aunque el relato es de carácter literario, los nombres de personajes, los datos biográficos y los acontecimientos se apegan en su mayoría a hechos históricos.
I. Otoño de 1555
Tras el crujir de las bisagras se oyeron los cansados pasos del leñador al entrar en su cabaña. Llevaba a cuestas los troncos aserrados durante su jornada. La tormenta de la noche anterior abatió muchos árboles en el bosque de la aldea. Era momento para abastecer el carente hogar de suministros para hacer las brasas durante un par de semanas.
Apenas había cruzado el umbral, cuando su mujer lo encaró.
— He dejado una porción de leche y pan para ti. No quedó más que una hogaza, los niños han acabado con todo, fue difícil completar las porciones. Pero dime, ¿ya te han pagado los últimos avances de tu traducción en la imprenta? ¿O acaso el Oporino no sabe que tienes una familia que alimentar?
— La producción en la imprenta lleva su tiempo, me pagarán cuando salga el tiraje.
— Ignoro cuándo pasará eso, pero en la granja de los Durand me han pedido saldar la cuenta por la harina y el huevo que me fiaron hace casi un mes. Además, Thérèse está enferma, aún no se recupera de la última neumonía. No sé si pasará este invierno. Y tú te preocupas más por escribir. Sería mejor si dedicaras mayor empeño a tus labores en el huerto o en la pesca y la leña, pues de tus páginas no se sustenta una familia.
— A bove ante, ab asino retro, a muliere undique caveto.1
El crepúsculo avanza por los pórticos y las ventanas. En la vacía estancia se percibe el silencio nocturno. Los muchachos duermen y el leñador, Sébastien, se dispone a trabajar. Prepara la última vela, acerca el tintero y escribe unas cuantas notas para el manuscrito De l’impunité des hérétiques.
Horas después, vencido por la fatiga, se duerme sentado frente a la desvaída mesita. Tan pronto como las rosadas huellas de la aurora recorren el jardín, Sébastien se despierta y levanta a su hijo mayor para ir juntos a pescar al arroyo.
La claridad y frescura del día le devuelven algo de aliento. Sébastien piensa que, con el suficiente esmero, podría terminar su obra a finales de este invierno. No hay jornada que baste para su pluma, pues además está editando su Biblia francesa, primer anhelo intelectual con el cual soñó en la juventud.
Durante la caminata, intercambia breves palabras con su hijo Pierre.
— Tenía más o menos tu edad cuando dejé la granja de mis padres para ir a Lyon a estudiar letras clásicas en el Collège de la Trinité. Ahora, pasadas más de dos décadas, pienso que no poseo una centésima parte de los conocimientos que deseaba ostentar, pero con el amparo de Nuestro Señor, lograremos lo necesario.
— ¿Entonces aspirabas a ser un hombre célebre y adinerado?
Sébastien calló. La riqueza nunca le interesó tanto como los laureles de la academia y, sobre todo, de la teología. En aquella época sus esperanzas palpaban la idea de un nombre con autoridad en la liga reformada de Jean Calvin, o mejor aún, en la cubierta impecable de obras de teología cuya clarividencia recorrería las universidades por décadas o quizá siglos.
— Afortunadamente, —enunció Sébastien con voz serena— la sabiduría divina ha borrado con su mano amorosa esas vanas ambiciones de mi corazón. Ahora solo escribo por inspiración, por el deber de un caballero cristiano, sin esperar la gloria. Ahora sé que mi obra puede caer en el olvido, como el grano de la espiga cae tras una tarde de lluvia.
II. Discusiones en la imprenta
Octubre está por terminar y las primeras ventiscas invernales irrumpen en el ambiente. Hace cinco semanas, Sébastien espera una carta de su sobrino que le confirme si ha de venir este invierno y si le traerá las últimas noticias, incluido un ejemplar de la obra de Théodore de Bezè, sobre la polémica que se libra en Ginebra.
Sébastien se encuentra en la imprenta, taciturno, esa tarde entre los folios, las tintas y los tipos móviles. Cree que ha llegado el momento de hacer un examen minucioso sobre su vida. Es el año de 1555 y ha cumplido los cuarenta. Aunque no es propiamente un anciano, se asume como tal. Tanto en los cabellos como entre la espesa barba hay estelas grisáceas que cuentan los tiempos transcurridos, el rostro y las manos se muestran ajados cual corteza de sauce. Más aún, tras la cándida mirada asoman los alfabetos ancestrales de los libros sagrados y esotéricos: no solo el hebreo y el arameo de la Torah, sino también el griego de los Evangelios. Esos mismos ojos recorrieron extasiados la mejor literatura erótica, desde el Shir Hashirim o Canticum canticorum hasta los versos impúdicos de Catulo.
En verdad, Sébastien Castellion se sentía profundamente afortunado por haber develado, como pocos, las letras divinas y profanas, por haberse levantado desde el establo de sus padres, humildes campesinos, hasta la tribuna de la Universidad de Basilea. Ciertamente, ese mismo año había sido nombrado profesor de la Cátedra de griego en la universidad. Sin embargo, todavía no estaba satisfecho. No se trataba de una avidez personal, sino de una misión sagrada.
El sudor y las lágrimas derramadas para adquirir aquella comprensión elevada de los textos no podían derivar en un beneficio individual, su obra debía llegar al mayor número de personas. Castellion pretendía ser un digno mediador entre sus compatriotas cristianos y las Escrituras traducidas por él al latín y al francés.
Más allá de esa sublime tarea todavía inconclusa, la vida personal lo vapuleaba con violencia inaudita. Dos hijos y su primera esposa habían perecido por enfermedades en los últimos siete años. Sobrevivían tres muchachos de ese matrimonio más dos de su actual mujer, y otro hijo en camino. La necesidad cotidiana, ya sea por el alimento o el vestido, apremiaba. Su esposa Marie se sentía inconforme con sus oficios en la imprenta que no eran bien remunerados, así como con el reciente nombramiento de la cátedra de griego que, según ella, “era solo un cargo honorífico”. Por todo esto, Sébastien no podía abandonar sus labores complementarias de leñador y pescador.
En una ocasión pensó en dejar la imprenta, pero estar ahí le convenía estratégicamente para mantenerse al tanto de las disputas intelectuales de sus coetáneos. Además, se sentía en deuda con Oporino, pues gracias a él había hecho relación con varios libreros, editores e impresores. Así logró ver un primer fruto de su interacción con esa comunidad en 1551, cuando fue publicada su Biblia Sacra Latina. Ahora conservaba la esperanza de ver concluidos dos grandes proyectos: su Bible nouvellement translatée [...] avec des annotacions2 sur les passages difficiles, y el De l’impunité des hérétiques.
Silenciosamente, se preguntaba para sus adentros: “¿Estaré cerrando una controversia o atizando la llama incontenible de una hoguera?”
Al instante se abrió la puerta, y en la calurosa bienvenida reconoció a Oporino, quien entraba con Michel Chatillon: su sobrino había llegado sin avisar. El muchacho de 24 años traslucía nerviosismo. Saludó a su tío y al momento anunció, con voz temblorosa, que no traía buenas noticias. Dos semanas atrás, el Consistorio de Ginebra lo había interrogado sobre la causa de su viaje.
— ¿Qué clase de negocios, Michel, lo conducen hacia Basilea? —dijo Guillaume Farel con desprecio — ¿Para qué ir a esa ciudad tan plagada de pecadores y blasfemadores?
— En la familia, como usted sabe, además de herreros hay buenos curtidores de pieles, hemos cerrado negocios con zapateros de Basilea.
— ¿Y únicamente verá a los comerciantes zapateros? ¿O también visitará a ese tío suyo, ese detestable heterodoxo, Sébastien Castellion? — preguntó ágilmente Calvin.
— Hace meses que no sabemos nada de él.
— Pues hacen bien. Recuerden que él abandonó esta ciudad para evitar contaminarla con sus herejías.
— Entiendo, pero yo no tengo que ver con eso.
— Será mejor que continúe así, entonces, le deseo buen viaje —concluyó Farel, con un dejo de sospecha en su tono.
Con ese interrogatorio se declaraba de forma contundente el inicio de un historial de investigación contra Sébastien Castellion de parte de las autoridades ginebrinas. Especialmente, Calvin deseaba ver aniquilado a su contrincante intelectual: el asesinato de Michel Servet le había alimentado un placer sanguinario que afloraba cada vez con mayor fuerza. Castellion no era un descarriado cualquiera, sino un heresiarca.
En Ginebra, Calvin, Farel y Bèze discutían hasta el detalle cómo sería el espectáculo público de la pira de Castellion: habría de ser un evento más brutal, más estrepitoso que el de Servet, pero debía tener la solemnidad de una celebración litúrgica. Sin embargo, todo tenía que empezar por una mínima declaración que levantara la sospecha del Consistorio, por el deslizamiento de cualquier palabra o gesto de un conocido que insinuara la acusación, la culpabilidad de la víctima. Después, armarían el expediente que culminaría con la hoguera. Sin duda, las autoridades estaban al acecho de esa oportunidad.
Michel Chatillon, roído por el pánico, había adelantado su viaje sin previo aviso, sin haber enviado la carta que pudiese servir de evidencia sobre sus oficios, venía para alertar a Sébastien.
— Ese cancerbero voraz, llamado Calvin, quiere amedrentarnos. Cree que desistiremos de nuestra labor, piensa que con la fuerza puede silenciar la verdad —pronunció Sébastien con firmeza.
— En mi caso, no esperaré a que se cumpla la sentencia. Hemos perdido a muchos hombres valiosos en Ginebra como para seguir con esto —espetó Michel.
— Pero contamos con tácticas: podemos ocultarnos tras algún pseudónimo, usar un pie de imprenta falso, como lo hicimos con el Traité des hérétiques, ¿recuerdas? Magdeburgo en lugar de Basilea —insinuó Sébastien.
— Oporino, definitivamente, amigo, no me consideres en tu plan. Soy un impresor demasiado conocido. Aquellos sabuesos están tras tus huellas y pronto darán con la pista que les permita condenarte. De aquí no saldrá el tiraje del De l’impunité, Sébastien. No puedo arriesgar el sello de mi imprenta (y mucho menos mi cuello), por publicar “panfletos subversivos”.
La conversación terminó repentinamente. El humanista y defensor de los herejes se quedaba solo, una vez más, en sus intenciones justicieras. Quizá no lograría publicar la obra, pero no por esa razón dejaría de escribirla. Pensaría en algo más, hablaría con su grupo de intelectuales clandestinos para idear un plan.
Las semanas transcurrieron entre sucesivas y extenuantes jornadas. Hacia el final de diciembre de 1555, el manuscrito sobre la no punición de los herejes quedó concluido, aunque nunca vio la luz. La Bible nouvellement translatée también fue finalizada y se distribuyó rápidamente, ofreciendo algo de reconocimiento a su autor. No obstante, Sébastien no pudo apaciguar su inconformidad: guardó cuidadosamente el escrito protegiéndolo, en lo posible, de la humedad y el polvo. Durante casi diez años, nadie más volvió a mencionar esa obra, ninguna mirada recorrió sus páginas.
Notas
1 Frase popular latina que significa: “Guárdate del buey por delante, del asno por detrás y de la mujer por todos los lados”.
2 La ortografía de la palabra francesa “annotacions” en lugar de “annotations” no es una errata, sino la forma antigua de la palabra, tal como apareció en 1555, en la portada de la obra en cuestión.