Lo que sigue está en mi recuerdo como una nebulosa. La larga narración. Mi confusión por tenerla allí, en casa, hablando de mí, de mi vida, de mi amor, de mis vísceras. Con la misma tristeza e intensidad que recorre su obra poética. Yo en el sofá de cuero beige. Ella en la butaca granate que heredé de mis abuelos. Una botella de ron Santa Teresa. Y la constatación del vacío y del absurdo vital.
El enfado. La furia
Tratando de reconstruir la historia de los dos llegamos a la historia de los tres. Aquel fin de semana en que él me escribió un correo que decía que un libro le había tocado el alma. Nos citamos unos días después y me lo regaló.
Con una nota en la que decía:
Lo he devorado de un tirón y sin querer he llorado cuando el peso de lo leído se ha ido disolviendo poco a poco en esta existencia que cada vez se me hace más cuesta arriba. Por favor, léelo y trata de entenderme.
(Él)
El personaje era él, aseguraba encontrar similitudes hasta en los detalles más nimios. Leí la novela, también compulsivamente. El arma de destrucción masiva que dejaba en la mesilla y llevaba al parque sin que mi marido sospechara de sus alcances. Aquel protagonista me resultó más oscuro y rancio que mi idealizado amante. No acabé de entender tanto drama porque siempre fui menos tendente a la melancolía que él. Y no me atreví a ampliar el campo de batalla y tratar de contactar con la escritora.
Algo me decía que ella y yo sí que compartíamos historia y que nos haríamos amigas en el acto. Siempre con la sensualidad medio peligrosa de lamernos entusiastas nuestras heridas y con una familiaridad profunda, asentada en el secreto. Aunque fantaseé sobre ello, nunca hice nada.
Paradójicamente, la valiente y la fantasiosa era yo.
Mi sorpresa tardía y amarga fue la constatación de que él sí quiso acercarse también en la ficción. Ser menos cobarde gracias a una poeta. Entrar en carne viva en el peligro de la literatura, en la literatura como peligro.
Ella me contó que había recibido una invitación para leer sus poemas en una universidad española con mucha solera, pero que lo extraño era quién la invitaba. No era un profesor de literatura. En el primer rato en que se quedaron solos él sacó todos sus libros para que se los dedicara. Había incluso algunas ediciones raras que había comprado en Bogotá o en Medellín o en México.
Y de pronto, sin una introducción formal o un aviso, cambió el tono y empezó a hablar, bajito y lentamente, de lo que llamó «un gran amor». Ella escuchó paciente y no tan sorprendida. No era la primera vez que sus ficciones le devolvían realidad, estaba acostumbrada a que el mito del realismo mágico se le presentara vivo de vez en cuando.
Entonces entendió el porqué de esa extraña invitación y, enfadada y fascinada a partes iguales, comprendió que era un vehículo para aplacar la frustración de un hombre amedrentado. Él enrojeció y bajó la cabeza al sentirse juzgado.
Me siento incapaz de ir más allá de las cartas, de algún ramo de flores y de esta lectura de poemas. Es joven, es inteligente, valiente, dolorida y encantadora. Sé que tú entiendes todo y sabes que lo mejor es mi distancia.
(... dijo)
Ella sintió un frío infinito y recordó los diez años que llevaba penando en una relación similar, absurda y dolorosa, y deseó para la mujer desconocida una fuerza capaz de arrancar de cuajo esa esclavitud. Me deseó libertad.
Después del encuentro real, perseveraron en una distante pero mantenida relación virtual. Algunas felicitaciones protocolarias y la corrección política de preguntar por los respectivos hijos. Un contacto pudoroso por parte de ambos en el que ella a veces deslizaba algunas preguntas más íntimas a las que él solo respondía con generalidades.
La poeta dejó siempre un lugar estelar para esa historia asombrosa, fantaseó con cómo sería la mujer, yo, de la que nunca había visto una fotografía y de la que apenas conocía el nombre de pila. Se divertía pensando cómo sería en realidad la joven idealizada por su extraño amigo. Su cerebro de novelista iba armando la historia que alguna vez escribiría, cuando sus urgencias cotidianas y su caudal poético le dejaran espacio.
Un día ella recibió un sobre por mensajería urgente. Con una carta de él en la que decía que le mandaba sus papeles, su catálogo de resignaciones. Estaba cansado y no iba a seguir mucho más. Le pedía que si le pasaba algo me los diera a mí. Obviamente, su aparición en mi casa, de manera huracanada, significaba que había llegado ese momento. En esas horas mi viejo profesor estaba en la mesa de operaciones, tratando de sobrevivir a una intervención cardiaca grave.
O tratando de no sobrevivir.
Yo entendí todo de pronto. Llevaba meses barruntando una idea que no acababa de llegar, un miedo sordo. Él se iba a matar o a dejar morir. Él se despedía de verdad. Pensé en sus últimos momentos. Le imaginé en su butaca de orejeras viendo el río, ese río castellano, frío y hosco, que le daba la vida. Cómo de repente supo que había llegado la hora. Cómo sintió un dolor agudo en el pecho, una punzada que no remitía y que le abrasaba e inmediatamente un sudor frío. Contuvo la respiración, pero lejos de calmarse, el proceso se hizo más severo.
El teléfono estaba en la mesita, a su alcance, sabía que desde el Clínico una ambulancia tardaría un cuarto de hora, había tiempo. Tiempo ¿para qué? Recordó las veces que había pensado en la muerte de su padre, aquella tarde de otoño que tanto pesaría en su memoria. Quería saber lo que él sintió, podían ser solo unos minutos más.
Pensó que en aquellos momentos su vida pasaría delante de sus ojos pero, por el contrario, quizás todo se llenó de una blancura sucia, el libro que tenía en las manos se fue escapando lentamente de sus dedos hasta caer al suelo. El silencio se hizo más espeso.