Ni bien salió de la barca sintió el olor a muerte. No esperaba que el suelo fuera firme, a menos que estuviera húmedo o que fuera un charco pando y helado. La bruma no le permitía ver debajo de sus rodillas y no podía reconocer por la sensación de sus dedos si lo que pisaba era agua o algún otro líquido.
Con el escudo en la mano izquierda, la espada que portaba en la mano derecha refleja la débil luz que asomaba. Luego de un par de pasos observó a Caronte alejarse en la dirección opuesta. Se sintió solo, enfermo, con una leve jaqueca que le impedía ver con la claridad que el momento ameritaba.
Apenas cubierto con las amarras de cuero de su linotórax, avanzaba con pequeños pasos firmes, primero el pie izquierdo con el escudo sobre la pierna y luego el pie derecho seguido de la espada empuñada. Estaba listo para atacar, pues sabía que de no haber sido por los dioses no habría llegado tan lejos. Su destino ya escrito no permitía espacio a la duda.
No tenía claro a dónde ir, sin embargo siguió avanzando paso a paso hacia lo desconocido. De repente lo sorprendió el golpe de la espada con la piedra, supo que había llegado el momento del ascenso. Con la misma cautela continuó, primero la pierna izquierda y luego la derecha.
Su silueta se dibujaba en la sombra de las escaleras que dejaba atrás, fina y alargada, producto de la luz cada vez más brillante que le esperaba al final de su ascenso. Recordó que había visto a su amada y con elocuente voz le había orado:
Bella sublime
Ojos de lago oscuro
Remedio de mis tormentos
Remanso eterno
Veneración
Asfixia y viento
Mi garganta anhela el néctar de tus adentros
Más al mismo centro del universo iré
Para expandirme en pos tuya y ser uno
Para que crucemos esta cárcel de huesos y carne
Que impiden que nuestras almas se puedan juntar
Como salido de un recuerdo, de un lejano estupor liminal e iracundo volvió en sí, volvió a las gélidas escaleras que lo conducían a su destino, pero ¿qué tan cierta, qué tan inefable resultaba esa línea que tan caprichosamente habían trazado los dioses?
Bastaba ver con cuánta decisión pero con cuánta pesadumbre avanzaba, con el pecho henchido por la promesa a su amada pero con la piel de gallina por las amenazas que lo aguardaban. Cuánta bravura, cuánta insensatez. La luz, cada vez más potente, lejos de traerle esperanza lo llenaba de pusilánime vergüenza.
Escuchó un gemido, lejano y lastimero, una dama que sollozaba. Rogó a Atenea para que le diera valor y lo empujara a concluir con esa empresa que, alejada de sus facultades, había iniciado.
Pensó de nuevo en su amada, en su promesa, en el viento que le calaba los huesos que le impedía a su alma unirse con la de ella. Quiso devolverse, rendirse, llorar, gritar desvanecerse, deseó no haber prometido su bravura, pero allí estaba, avanzando, sin que las piernas temblaran pero sin convicción.
Héroe lo habían vitoreado, le habían tocado con laureles y lo habían comparado con el mismo Apolo, y por ello, lleno de celos, el dios de la fuerza le había arrebatado a su amada.
Dioses, amor, odio, desventura, esa comunión nefasta entre su trazado destino y la gloria que dejaría como huella las estrellas para recordar sus proezas. Ninguna habría de rememorar al héroe, acobardado, famélico, agarrotado y desesperado que avanzaba al infortunio, por un amor que ahora le inflamaba pero que el temor le hacía renegar.
Asomado al umbral sintió calor y retrocedió un paso, una incandescente llamarada cruzó sin que menguara el sofoco que la había precedido, giró sobre sí mismo y estirando sus brazos cuan largos puso su cabeza sobre la tierra y apoyó los hombros y luego la espalda para amortiguar la caída. Trató de enfocar a lo que se enfrentaba pero solo la luz lo enfocaba sin que pudiera ubicar entradas o salidas.
Sintió de nuevo la cercanía del calor y trató de huir en dirección opuesta pero ya estaba exhausto, el calor no le permitía siquiera tragar saliva. Cerró los ojos por un instante y comprendió que no contaría con otra delfa que le adornara las sienes.
Ahora era uno con la luz, ahora haría parte de las estrellas y el olimpo lo cobijaría eternamente, al lado de su padre. Ahora era polvo, polvo enamorado.