En este cuento, un cuerpo humano contiene lo indomable: cuatro aves de rapiña encerradas en su interior luchan por liberarse. Entre lo clínico y lo mítico, lo salvaje y lo normado, Aves para un cuerpo explora la tensión entre el instinto y el orden impuesto, y el momento exacto en que resistir se convierte en posibilidad de vuelo.
Cuatro aves de rapiña yacen encerradas en un cuerpo humano moribundo.
No anidan. No descansan. Se golpean entre sí con las alas. Picotean los bordes de sus jaulas invisibles, buscando la hendija, el error, la fractura. No conocen la paciencia, ni el lenguaje humano, ni la esperanza. Conocen el hambre, la altura, la violencia del descenso.
Ese cuerpo que las contiene —el de una mujer que ya no recuerda su nombre sin esfuerzo— tiembla desde adentro. Se le arquea la espalda, le vibran los músculos como cuerdas tensadas. Se le escapan jadeos que no son del dolor, sino del intento inútil de romper el encierro.
Las cuatro están vivas.
Demasiado vivas para habitar carne tan débil.
El Falco peregrinus quiere altura. No es un deseo: es un mandato genético, una obsesión grabada en su núcleo.
El Corvus corax, en cambio, se deleita en lo muerto, en lo que huele a final.
El Aquila chrysaetos exige dominio: no negocia, no razona, sólo avanza.
El Aegolius funereus, silenciosa y exacta, observa desde la sombra del cráneo, dueña de la noche.
No coinciden. No pactan.
Sólo comparten el encierro.
A veces se turnan. A veces se enfrentan. Pero todas quieren lo mismo: salir. Volver a lo que fueron antes de ser contenidas.
El cuerpo no está muerto. Pero tampoco está vivo.
Respira con esfuerzo, suda sin fiebre, se contrae en sueños que no son suyos. Hay algo en su interior que no la deja morir, pero tampoco le permite existir plenamente. Un limbo de carne que late.
Fue el antídoto.
Un suero claro, inodoro, administrado en dosis exactas. “Para estabilizar el cuadro”, dijeron los técnicos. “Para silenciar la desorganización interna”.
Ella no supo decir que no.
Tenía miedo de ser tragada por esas aves.
Miedo de que tomaran el control, de que usaran su cuerpo como lanzadera, como campo de caza.
Pero el remedio no fue alivio.
Fue jaula.
El primer día fue sueño. Un letargo espeso como barro. La conciencia flotaba, sin cuerpo, sin voz.
El segundo, quietud. Ni dolor ni pensamiento. Sólo la sensación de que algo esencial se había disuelto.
El tercero es distinto.
El tercero arde.
Las aves se han despertado.
No todas a la vez. Primero fue el Aegolius, el más sigiloso. Moviéndose detrás de sus ojos cerrados, leyendo el mundo con un radar ancestral. Luego el Corvus, que picoteó el estómago, exigiendo carroña, sabiendo que el alma descompuesta también alimenta.
Cuando el Falco estiró sus alas, el cuerpo crujió. Se partió por dentro sin romperse.
Y el Aquila…
El Aquila no se despertó. Nunca duerme. Espera.
La mujer se arrastra hasta el río. No para beber, ni purificarse. No cree en nada de eso. Se arrastra para mirarse.
El reflejo la muestra entera, humana, intacta. Pero ella sabe. Sabe que debajo de esa piel se agitan garras, picos, alas plegadas a la fuerza.
Sabe que ese cuerpo es apenas un nido roto, una cápsula transitoria.
Y entonces comprende:
no son visitantes.
Las aves no llegaron.
Siempre estuvieron ahí.
La memoria le regresa como un relámpago:
Una vez voló.
No con alas. Con el cuerpo entero.
Era niña, o tal vez otra cosa. Corría hasta perder el suelo, se lanzaba al abismo de una duna, de un tejado, de un canto.
No temía.
No deseaba otra cosa que eso: el instante suspendido entre el salto y la caída.
Ahí estaban ellas, las cuatro. No como hoy. No atrapadas. No están separadas.
Integradas.
Entonces llegó la voz.
La corrección.
El “eso no es normal”.
El diagnóstico.
La cura.
Ahora lo entiende: el antídoto no fue una protección.
Fue una amputación simbólica.
No cortaron alas. Cortaron el impulso. La posibilidad.
El cuerpo no fue modificado. Fue domesticado.
Pero el tercer día lo revela todo.
Hay una fisura.
Una pluma cae.
A lo lejos, alguien la observa desde la colina. Una silueta blanca, sin rostro, con una jeringa en la mano.
Otra dosis.
Otra corrección.
Pero ella ya no es la misma.
No porque haya sanado.
Sino porque ha elegido no obedecer.
Camina de regreso como quien vuelve de la muerte. Cada paso es una negación del antídoto.
El aire ya no la presiona: la tienta.
El cielo no es techo: es herida.
Sabe que no puede volar. Aún.
Pero la jaula ha cedido.
No del todo. No visible.
Apenas una grieta.
Suficiente.
Porque si algo saben las aves de rapiña es esperar.
Y también atacar.
En la noche del tercer día, se tumba boca arriba y abre los brazos como alas.
No pide perdón.
No clama redención.
Sólo escucha.
Y en lo profundo del cuerpo, entre vértebras y órganos mudos, un grito se forma. No humano. No articulado.
Un chillido agudo.
Una advertencia.
Un nacimiento.
Mañana quizá vuele.
O muera.
Pero hoy, al fin, es libre.