Hoy, como todos los días, esperaré la primera entrada de los visitantes. Habrá luna llena. No dejo de sorprenderme cada vez que la miro. ¿Cómo llegué a ser astrónomo, a trabajar en Urania? ¡Magnífico observatorio!
Sin embargo, desde tiempo atrás siento que le hace falta algo a mi vida. Parece de un solo color, y no diría el gris, pero cada día es lo mismo. Camino por el lado del canal en vez de tomar el metro. Me gusta mucho el tranvía con sus asientos de madera; tal vez podría usarlo, aunque no necesito esa clase de cambio.
Un café por la mañana, y para el almuerzo un kebab. Lo como siempre en la misma banca del parque del estado, la que queda junto a la estatua de Strauss.
—No me gustan tus valses — le digo a mi amigo dorado.
Nos vemos diario con excepción de los sábados y domingos. Esos días prefiero caminar al Prater, o Wurstelprater, como le decimos siempre. Recuerdo cuando mi abuelo me explicaba que era el parque de atracciones más antiguo del mundo. Este dato curioso es irrelevante. Evito la sección de juegos mecánicos; solo camino por el bosque. ¡Siempre la misma rutina! Me resulta difícil relacionarme con las personas, me parecen ruidosas y aburridas. “Callado y taciturno”, insiste la gente cuando me describe. ¡Ja, ja! Solo soy selectivo. Hablan de otros o de cosas sin importancia, pero casi nunca de ideas o razones.
Mi vida es fácil, sin complicación. Disfruto el trabajo. Las relaciones que he tenido han terminado bien. ¿Por qué de pronto surgen en mí estas interrogantes? Todo se ve bien. Todo bien.
Quizá deba hacer algo diferente: tomar otros caminos para ir al trabajo, cambiar de escenarios, dejar a un lado a mi amigo Strauss y conversar con gente de verdad. Sería un gran cambio. Johan me entiende bien, ¡ja, ja, ja! Quizás porque soy yo mismo quien responde cuando le pregunto sobre mis grandes problemas filosóficos. A la hora del almuerzo, podría cambiar a Strauss por... qué tal... ¡ah, Klimt! Siempre me ha parecido extraordinario: creo que sus pinturas son intensas, apasionadas. Todo lo que yo no tengo, ni soy. Sí, hoy mi amigo Strauss va a comer solo. Me dirijo al Pabellón de la Secesión.
Quienes vivimos aquí, no reparamos en la hermosura de esta magnifica ciudad. Lo damos todo por sentado. Caminamos, tomamos café, paseamos por los parques, ya no nos sorprendemos. Ahora que tomo un camino diferente, me vuelvo a dar cuenta de sus impecables calles empedradas, de las extraordinarias cúpulas de cobre de las iglesias que de niño me parecían enormes, de los edificios erigidos casi todos a la misma altura. Antes me parecía aburrido, monótono. Sin embargo, hoy creo que resulta sencillo y ordenado. ¿Será la edad que me hace pensar que lo simple es más bonito?
Es refrescante cambiar de ambiente. No digo que Strauss me incomode. No. Simplemente siento que la vida se me va y no puedo detenerla.
Ahora aquí, frente a este pabellón con tantas historias que contar... No me acuerdo quién es el arquitecto, pero lo que sí recuerdo muy bien es que esas tres gorgonas me daban miedo de niño. Leo ahora el lema de la Secesión: “A cada edad su arte, al arte su libertad”.¿Cómo habrá sido la ruptura con lo tradicional? ¿Estaré yo haciendo lo mismo? ¿Intento romper con mis costumbres en búsqueda de...? No sé de qué, en realidad, pero este espacio me resulta familiar. Aún recuerdo una excursión en el colegio, cuando la maestra explicó el Friso de Beethoven. Fue algo que se me quedó grabado por mucho tiempo. Ilustraba el deseo por la felicidad en un mundo de sufrimiento: “Enfrentarse a las fuerzas externas del mal con las debilidades internas”. Creo que así dijo la profesora.
Ahora, al tratar de hacer algo diferente, estoy frente a esta exposición que no vi anunciada en el periódico: Las mujeres de Klimt, dice el letrero, como el título de mi libro. Sí, ¡simbolismo, alegorías! Las tres edades de la mujer: la anciana con la cabeza inclinada —el paso del tiempo—; la mujer joven —¡pelirroja, claro!— con una niña a quien protege al envolverla con los brazos.
El fondo oscuro resalta el brillo de las figuras. ¡Extraordinario! No recuerdo esta imagen en mi libro. O quizá sí. No, me acordaría. ¡Qué cuadro! Dánae... "Óleo sobre tela. Colección privada”, leo la cédula. ¡Qué hermosa mujer! Parece dormida. La postura es extraña, y esa media de seda negra, ¿se la está quitando? Casi puedo imaginarla. ¿Quién habrá sido? ¿Qué hora es? ¡No dejo de verla! ¿Pero qué me pasa? No me he movido de aquí. Tengo que regresar al observatorio.
Voy retrasado. Llego con prisa. La gente espera en la fila. No sé si podría empezar mi charla de una forma distinta. No, no tiene sentido. Siempre digo lo mismo; es más fácil. Las preguntas... todas iguales. —Como todos sabemos, la luna ha sido objeto de numerosos estudios científicos. No tiene luz propia; refleja la luz del sol…
Dánae me distrae, no puedo concentrarme, creo que la gente ya se dio cuenta de mi torpeza al hablar.
—Las características principales… — Dánae... Zeus, como lluvia dorada, te seduce y se deja caer entre tus piernas.
—La superficie lunar se puede dividir en dos regiones principales…
Dánae, Dánae, Dánae. Por fin terminó este martirio. Quiero cenar en algún lugar antes de regresar a casa. Eso me debe tranquilizar: el café francés frente a la estación de Schottentor. Sí, es buen lugar para cambiar. Me gusta contemplar la Votiva desde ahí, aunque ahora no me interesa la iglesia. Quisiera seguir viendo a Dánae.
No he ordenado aún. Estas imágenes en el teléfono no son nada comparadas con el cuadro que acabo de contemplar.
—¿Te gusta lo que miras? —Una voz de mujer me murmura al oído.
¡No lo creo! ¡Es imposible! ¡Es ella, ella! Camina lento, me roza un hombro con los dedos. Se sienta frente a mí. Me tiemblan las manos. Se da cuenta. —Sí, soy yo. No hay por qué asustarse. Ni que fuera un monstruo. Tampoco importa cómo —me dice con sarcasmo.
El mesero viene y se va porque no respondo. Apenas alcanzo a oír algo. Yo solo la miro. Ella me habla.
—¿No me prefieres mejor de carne y hueso? Vi cómo me mirabas en el Pabellón. Muuuuy serio y con el ceño fruncido. Parecías enojado, o quizá concentrado. Te verías mejor sin bigote, astrónomo. Tienes una boca muy... Ese saco parece de mi época. ¿Por qué te vistes así? —me mira de reojo y se ríe muy fuerte. Los comensales la observan. ¡Es tan hermosa!
Quiero aprendérmela de memoria para cerrar los ojos y mirarla a mi antojo. Habla de otros tiempos. Me quito los lentes para no parecer tan viejo como mi saco. Me los vuelvo a poner porque la veo borrosa. ¡Parezco un idiota!
Su Viena no es la misma que la mía. Bromea. Yo finjo que entiendo lo que dice y me río junto con ella. Recorre con la mirada el lugar. Su boca roja y sus enormes ojos verdes se abren al unísono. Fascinada, habla de la ropa y de los peinados.
—La gente ya no fuma —me dice.
Quizá le gusta hablar: tiene tanto guardado que aprovecha este momento. Mis silencios no le incomodan. ¿Hace cuánto que no me divierto? ¿Cuándo dejé de vivir?
—Tengo hambre —escucho su suave voz y apresurado le llamo al mesero. Parece que el tiempo se detiene. Saborea la comida. Sus blancas manos se fusionan con la mermelada de durazno. Advierte mi mirada y, como hechicera, acerca sus finos dedos a mi boca.
Al terminar, se levanta. Me pide que la lleve a recorrer esas calles tan amadas, tan ansiadas. Pido la cuenta, pago deprisa. Salimos del café. Mira la Votiva iluminada. Le hablo de la luna, de las estrellas. Trato de ser elocuente. Ella ríe.
—Pareces de piedra, astrónomo.
Tiemblo. Me toma de la mano. Caminamos hacia el centro de la ciudad. Pienso que le gustará ver otra vez el Palacio Imperial. Todo está tan cerca. El olor de las flores nos envuelve, ¿o es su aroma? Mira los carruajes con caballos, pero se emociona con los coches. Le gustan las bicicletas. Mientras observa todo, me habla de sus sesiones con Klimt. Es una lástima que la Biblioteca Nacional esté cerrada. Y la ópera, claro que la recuerda, sí. ¿Cómo podría explicarle que ahora hay pantallas digitales afuera para que todos disfruten del espectáculo? Se fascina con los hombres de peluca y ropaje a la usanza barroca cuando intentan vendernos boletos para los conciertos en la plaza de San Esteban. Baila con ellos. Al ver sus movimientos y escuchar su risa me siento casi feliz. Ella grita al mirar el domo iluminado de la catedral, se emociona al recordar estos lugares que ella recorría. Esto es vivir.
Como adolescente, me jala del saco, repite insistente algo sobre un niño. Salgo de mi ensimismamiento.
—Cuando era niña, yo le pedía a mi mamá helados italianos de la plaza Schweden. Llévame ahí.
Ahora entiendo lo que quiere. Es verano y la mejor hora de la plaza para comprar un helado. Ya no hay tanta gente. Mientras ordeno los helados, ella me observa. Su mano trata de aplacar mi pelo, a esta hora más enmarañado que rizado. No parecen importarle mis canas.
Recargados en el barandal de un puente, contemplamos el canal del Danubio. Así vemos a lo lejos los otros puentes alumbrados de diferentes colores. Ahora no habla. Miro las luces reflejadas en sus ojos. Tengo tantas preguntas, pero ella me advirtió que no preguntara cómo. ¿Es real todo esto? ¿Y si no pregunto y solo disfruto? ¿Sirve de algo dilucidar en el pasado o en el futuro? ¿Podré apoderarme de este presente para vivirlo? ¿Es un regalo a mi existencia desteñida? Ella podría dar color a mis días venideros...
Otra vez al futuro. ¡Ese incierto futuro! Solo, desdibujado como un daguerrotipo de tonos sepia que los químicos y el tiempo han velado, comprendo ahora que yo mismo me he enviado al destierro. ¿En qué momento mi vida llego a ser así... tan sin sentido?
Con Dánae a mi lado, siento su calidez. Este momento parece eterno. ¡Que diga algo! No quiero arruinarlo todo. No quiero que desaparezca. De pronto se vuelve hacia mí y, con la mano extendida, me dice:
—Llévame a tu casa. Ya es hora.
“¿Ya es hora? ¿De qué?”, me interrogo en silencio. Le digo que vivo muy cerca. Le pregunto si desea caminar, pero ella prefiere el tranvía con los asientos de madera. Ya muy cerca de mi casa, me doy cuenta de que el nombre de mi calle es tan opuesto de lo que soy: Löwenherzgasse. Ni soy rey ni tengo el corazón de león. Soy un simple astrónomo que a esta edad comienza con cuestionamientos sin respuesta. El silencio se rompe con el rechinido del alto zaguán que empujo con dificultad.
—Es arriba, en el número 11 — le digo. Finjo naturalidad. No habla; no dice nada.
Ya dentro del apartamento, de pronto se acerca y siento sus manos en la espalda. Su respiración palpitante me estremece. Los labios inmarcesibles me recorren la cara. Nuestras bocas húmedas y cercanas murmuran lo que nuestro cuerpo grita. Añoro este estremecimiento. Basta la memoria para reconocer la suavidad tan ansiada. Recordamos huellas que nos transforman y embelesan. Nos recorremos y emocionamos. Nuestras manos tocan, sienten, se animan a seguir reconociendo los senderos. La piel invita, se eriza y se sumerge en aguas profundas de deseo. Sentimos y nos colmamos de júbilo en el contacto con el otro. Nuestros labios se impregnan con el suspiro cercano que se mezcla, se matiza, se completa. Respiramos el deseo con el roce de la punta de los dedos.
Oímos murmullos que nos complace el oído. Los secretos ya no mienten; se vuelven palabras iluminadas que recorren distancias. La piel se amansa, se somete, emula acompasada el vaivén de la otra piel. Las manos con fuerza se sujetan, se entrelazan, se conjugan. La mirada se advierte, sonríe y ama. Vivimos en un mundo paralelo donde todo se permite.
—Amanéceme con los sueños del mañana que palpita —me dice al mirarme.
Deseamos su llegada, aunque sea incierta. Si tan solo de pronto esta noche fuera eterna; si las horas no tuvieran ese afán interminable de recorrer el tiempo; si se pudiera perpetuar el momento de tenernos. Sus labios me beben y su olor me acaricia. Me susurra con los ojos las palabras que su boca no pronuncia. Los murmullos, cómplices que no se oyen, se saborean en un deleite que se goza y alimenta. Los olores sahúman el espacio blanco de algodón y se refugian: ambicionan su condición de respirarse. Nos advertimos en la nada y nos llenamos del todo para vaciarnos juntos. El todo queda y el todo se va como un ciclo que nunca termina. La piel humedecida, exhausta se redime. Nuestros cuerpos serenos permanecen enlazados.
—¿Qué es el viento? —me pregunta cuando la miro. ¿Es ella el viento? No quiero que termine esta noche. Me siento aletargado. Intento mirarla, pero ella se ha rendido ante la aurora que la llama. Cierro los ojos y duermo con su cuerpo desnudo.
“¡Fue todo un sueño!”, me digo con sobresalto al despertarme.
Me levanto, descubro las sábanas. ¡Es ella, ahí está, en la misma posición de la pintura, llana como un lienzo! Intento levantarla y miles de partículas de polvo de colores se esparcen en las blancas telas. Se separan, se juntan, se elevan como parvada de estorninos que, en una suerte de danza inexplicable, desafía cualquier intento de descripción.
—¡Dánae! ¡Era el viento! — grito horrorizado. Mi Dánae, en un despliegue de acrobacia, vuela hacia la ventana.
Aguardaré entonces. Quizá ella venga solo de noche.















